EL
CANTO DE LA CHINITA
La claridad
asoma en la ventana cuando ya en el salón he colocado las tazas el café
magdalenas cruasanes la leche y el azúcar y vamos arrimando nuestras sillas. Justos
en el aseo, tomamos nuestros bártulos y salimos del camping, sigilosos. Vamos al
Noreste, la Casa
del Barquero, o la del Parque, los dos nombres son válidos. Se trata de una obra
peculiar, bien conservada, ubicada en el margen del pantano subiendo el río
Alberche a nuestra izquierda, a media legua de La Rinconada, por la senda
que lleva a Navaluenga. La marcha son al menos tres kilómetros de ida, y algo
más de vuelta, pues el regreso proyectamos hacerlo en la subida hacia La Martijila por la senda
de Navaluenga hasta llegar a la que ronda el Monte Agudo y bajar hacia el Cerro
de las Víboras. Partimos de una cota 784; bajamos al pantano, 732, y llegaremos
a 1017 si conseguimos enlazar con la senda del Cerro. Después todo será un
descenso cómodo por la ladera hasta llegar al camping por el parking, el punto
de salida.
La
Casa del Barquero, cota 771, ahora del Parque, fue centro de
trabajo y residencia de un empleado de la compañía que construyó la presa el
año 13 (1913), y luego adjudicado a la Confederación
Hidrográfica del Tajo, Organismo estatal de aquella cuenca. Cuando
el pantano se llenó y las fincas y caminos quedaron bajo el agua, los
agricultores, ganaderos, y demás jornaleros del monte y la resina, se quedaron
aislados; el barquero y su barca paliaron el bloqueo.
Desde el camping bajamos al embalse por la
senda de la Depuradora.
Vamos de cara al Este. El tramo es corto, 321 metros, pero
perdemos 52 de cota hasta llegar al agua inexistente. Remontar el Alberche era
lo convenido. El monte es un enredo de bosque bajo y pinos; una senda torcida
baja junto un arroyo que delimita el camping. A la izquierda se yergue un
farallón rocoso cuya altura impresiona, 773; el contraste con el descenso al
lecho del lago alienta el aliciente de aventura. La zona guarda cérvidos y
guarros en su fronda. A sus pies el arroyo va casi siempre seco, y lo bordea: a
él vierten los caudales cuando se desparraman las tormentas sobre el recinto de
acampada, con desnivel de 27
metros, donde las caravanas vivaquean.
Y por el Suroeste, a la derecha,
sobresalen peinando el horizonte varios cerros: El Chamorzo Grande, 1307 metros; el Chico,
1184, y el Canto de la Chinita
de 957. A
la derecha del Canto se halla el Portacho de los Conejos, junto a una altura de
992 metros,
y a la izquierda otra roca de 925 metros, ambas sin nombre, equidistantes, a
332 y 335 metros,
respectivamente, de la Chinita. Y
más abajo el Roble, en la cota 763.
Sus laderas visibles miran por
Lanchaquebrada a la Garganta
del Iruelas y, entre ellos, las ventanas, o Portachos, como aquí se dice,
culminan en quebradas escabrosas, aliviaderos rápidos del agua generada por tormentas
terribles en el Valle. Estas tormentas son imprevisibles en las estribaciones
del Sistema Central, Sierra de Gredos.
Sus cauces naturales forman de súbito
ingentes avenidas capaces de llevarse por delante todo lo que a su paso se interponga:
arrasan con la tierra, socavan las canales, exhiben al desnudo las grandes masas
pétreas célebres en el Valle; descarnan lanchas, crean monumentos, erigen rocas
únicas, convexas, caballeras, emergidas del suelo pedregoso, y dan lugar a estampas
mágicas que germinan cercadas por la fronda salvaje, exuberante, enmarañada;
difícil de salvar al caminante.
El Canto de la Chinita* es de las tres sin
nombre la de menor altura, y se asoma al embalse cerca de Las Cruceras, antigua
factoría resinera, hoy Centro de Turismo y de Interpretación del Parque en el
Valle de Iruelas.
El Canto, (cota 957), y La Chinita, son piedras
caballeras sobre Las Cruceras: un pedrusco pelado sobre otro, visible sobre el
cielo del horizonte azul como un grano de trigo a punto de caer desde lo alto
de una lancha redonda hasta el Portacho de la Isiruela.
Desde el retorcido tramo a la Depuradora,
el horizonte pinta a contraluz del sol al Canto de la Chinita; su hechizo cautiva,
y Blas sucumbe a él: ¡quiero ir allí!, señala firme con el dedo enhiesto… Yo le
advierto, cuidado, pues se trata de una incursión compleja; que su subida es
dura, y es alto el grado de dificultad; la perspectiva es falsa y engañosa; que
no vamos dispuestos…; sé que lo sabe bien, pero se lo recuerdo: la vista en la
distancia nada tiene que ver; la realidad del monte se ve cuando nos deje
entrar, y entonces cataremos lo que nos vamos a encontrar. La mentalización es
importante en la salida al monte. Nunca osaría llevar a nadie a una excursión
de esa manera. Es peligrosa la improvisación. He subido las tres, incluso en
solitario, y solo la atracción por la aventura justifica el intento. Es tierra
inhóspita. Mas no se arredra; insiste. Percibo una razón para probarse después
de su visita a las profundidades del Covid, y aquel corte de mangas del
Aqueronte… Y allá vamos, los tres con Paky, que no objeta.
La nueva meta dista del Camping 1534 metros. La ruta
natural habría sido bajar al puente para seguir la carretera por la Perra Gorda hasta los Caballos,
un pequeño rodeo, pero por estas fechas la Garganta va seca, y en lugar de volvernos hacia el
puente, rebasamos la Depuradora
junto a su aliviadero fétido, y cruzamos al frente el lecho, pedregoso y zafio,
de lodos traicioneros y redondas piedras.
Una vez superado, tomamos el embalse al Suroeste
por la tranquila Senda de los Sentidos, entre la carretera y el pantano, delicioso
paseo por la fronda de bosque y matorral, oculta al sol, cuya rutina muere en
Las Cruceras.
Por ella caminamos hasta la Peña del Roble, en línea con
las tres, en la mitad del trecho; atalaya de roca en forma de combada plataforma,
de 763 metros
de cota, podio donde se aprecian impresionantes vistas del pantano. Cerca está el Picadero y el Canto, ambos a la derecha. Con los mapas del móvil, las rutas a seguir
son variadas: un par de veces alcancé la cima, y ninguna fue igual. Y en un
tercer intento, anterior a este, me desvié al Portacho de los Conejos, y opté
por dirigirme hacia el Chamorzo Chico, al Sur de nuestra meta de hoy. Los tres
cerros mayores comparten igual dificultad para salir de ellos: encontrar una
ruta de bajada resulta más complejo que su acceso. Dejamos en su paz a la del
Roble; abandonamos tristes la de los Sentidos, y animosos cruzamos la negra carretera.
Una pista nos sale, amplia y taimada, girando hacia lo alto; linda con los
caballos; discurre en la ladera y, aunque ya no lo vemos, estamos a 423 metros del Canto.
Solo queda subir.
Macizos de retama, zarzas, piornos,
entreverados pinos, rocas escarpadas, pista que se diluye hasta extinguirse en una
cruel canal: surcos de tierra suelta, reseca, pedregosa, roquedos caballeros desnudos,
impactantes, y un desnivel abstracto nos fuerza a convenir un paso corto; a
veces nos obliga a abandonarlo y seguir por el borde para avanzar salvando un
salto seco. Una bifurcación, ¿por dónde?, dice Blas; es igual, se juntan más
arriba, le respondo. Seguimos la de abajo, que rodea una gran lancha rocosa,
razón de su desvío. A unos pasos nos sale otro ramal. Las dos alternativas, con
similares trazas de canal, resultan ser escorrentías, aliviaderos, cantales
ascendentes; tomamos a la izquierda. Poco más adelante nos encontramos con la disyuntiva
dejada más abajo. Su izquierda lateral bronca, rocosa, con indelebles huellas
torrenteras, muestra la maestría de las aguas roturando laderas a su antojo. Un
poco más arriba descubrimos cómo las dos se unen, o se dividen cuando se
desbordan. A los costados de los canalones, una vegetación rabiosa de pinos y de
arbustos nos vigila. Por esa desazón hice primeros pasos en un campo a través,
y un punto nos faltó para rendirnos. Consultamos el mapa, queremos evitar desviaciones,
ya me pasó una vez con Los Conejos; no se oye ni un piar, ni aleteos de pájaros
cantores o palomas, y el avistar de cérvidos o guarros alumbra por su ausencia,
la experiencia confirma la idea subyacente: pisar el monte es avisar a sus
vecinos la entrada de un intruso. Tal vez es la mitad de la ladera: le sale a Blas
una canal minúscula justo a la izquierda, no está bien definida, porque está
embozada: en un injerto diagonal discurre, y hacia arriba se apunta, estrecha, constreñida,
distraída por abundantes ramas de retama. Más arriba se abre y ve más transitada,
tal vez por animales de barranco. El ascenso por ella es agradable, poco a poco
se aclara la maleza, y conseguimos avanzar un trecho sin tantos sobresaltos. El
Canto de la Chinita
sobresale al frente, las últimas distancias se nos hacen largas, suponemos estar
aproximándonos al Portacho de la
Isiruela, pero todo lo vemos cubierto de piornales y retamas,
altos y entreverados, como si se tratara de una muralla arbórea propia de camuflaje,
o de estrategia para la defensa; vamos a su través, y de improviso nos vemos en
la base de la lancha, nos mira la
Chinita desde arriba, fue un triunfo aproximarnos, la roca vertical
nos corta el paso. A derecha e izquierda se cierra la pared por sus extremos: formaciones
tenaces de maleza crecen entre las rocas: secos, leñosos y agresivos piornos disimulan
escapes imposibles, el avance es incierto, a un lado y otro prolifera el piorno,
la retama, la zarza, jaras pringosas, no recordaba bosque tan guerrero; decido
por la izquierda: aunque han pasado años, rescata mi memoria la grieta
desvelada en la incursión de un viejo tiempo, cegado de boscaje, hay paso en
esa esquina, forzamos con las botas las matas que arrebujan los peñones;
salvamos cada escollo, subimos un peldaño resquebrado; entramos en un claro de
tierra revestido de matojos, en el que nos movemos con aprieto; apartamos las
zarzas, y nos deja mirar: hay una grieta en la pared; hay un saliente, lo
salvamos, y progresamos por un breve balconcillo que apenas se despega de la
roca, nos lleva a la repisa imperceptible, pequeño mirador: nos aupamos; y la
seguimos por su elongación: es un nervio, una grieta, un surco irregular en la
pared, escalonado, adosado a la lancha en tortuosa diagonal hacia la cima; hay varios
reservorios con tierra traicionera: uno promete, pero está copado por zarzas, y
en otro un pino sujeto firme al suelo
entre la roca; al ansia del avance se oponen límites de vista, rodeamos el
pino; tanteamos su aguante: lo dejamos; llegamos a otro claro, una repisa entre
columnas pétreas sembrada de madera seca y matorrales vivos, y más allá una
zarza nos muestra sus tentáculos señalando defensas agresivas, miramos a una piedra,
es un estrado oblicuo, ineludible para continuar, Blas arriesga un rodeo, se
iza en la pared, burla la grieta y se encarama encima; y desde arriba nos ayuda
a superarla; desde aquella peana accedemos a otro tramo de grieta: se bifurca,
nos pide exploración, por ahí no, vamos por ese lado, parece incierto, pero hay
salida, pasamos bajo un arco de piedras caballeras, dejamos la lumbrera del increíble
pórtico redondo, y al fondo vemos el pantano… ¡caray!, hemos llegado alto, un
lagarto parece espatarrado.
Un alto hacemos bajo el sol, y disfrutamos
del vuelo de dos buitres: dibujan círculos bajo la cota nuestra: otean la ladera
del cerro en una exhibición de su talento, podemos esperarlos, vuelven a aparecer
dentro de un rato, pero seguimos marcha y descubrimos varias alternativas
tentadoras, quizá con su salida cada una; decidimos tomar por un embudo que
parece útil, al avanzar hallamos que al otro lado solo está el vacío; plegamos nuestros
palos sobre las mochilas, echamos mano al suelo, que está alto, y pegados a la pared
nos arrastramos por la canal angosta que sale a la derecha, nos aferramos a la
roca buscando ese saliente, esa rotura, ese reborde que ayuda a que las manos sean
los ojos, los pies y hasta el cerebro, y avanzamos cosidos a la lancha; más
allá las arrugas nos abrazan en el ascenso lento; las rocas laterales alzan su mole al cielo; a nuestra espalda el verde
mar de pinos llena el aire, superamos el tubo, y un pasaje se ofrece a nuestros
ojos, lo tomamos, la lancha se dirige hacia el azul, los laterales prestan sus
fisuras y las manos exploran, a la derecha se alza una promesa, la vista se
desboca, y vemos a lo lejos La
Chinita en escorzo, entre otras rocas, veremos si nos deja
conquistarla; reptamos con el cuerpo pegado a la pared, el macizo rocoso, casi
plano, emerge a la derecha: un nuevo mirador, al que me aúpo: la plataforma es amplia
con excelentes vistas, y al aire La
Chinita, lo recorro, y aviso: no hay salida, subir es una
pérdida de tiempo, de energías… y una gozada.
Regreso a la trinchera, y desde arriba
observo que hay salida: las rocas abren un corral al fondo: un hueco; un pozo;
no es grande, pero el suelo se ve llano, y un lateral abierto; sentado en el reborde,
veo hierba abajo, Paky me alcanza, y aguardo su opinión: culmina por la
izquierda, y se sienta en la roca, frente a la hierba, son dos metros, quizá
algo más, hay un saliente en la pared que baja, junto a los pies colgando, abajo
nos espera el claro entre las rocas, suelo de tierra, ralos matorrales; Blas
nos alcanza; en la trinchera, abajo, descubre un hueco oscuro, sinuoso, intenta
traspasarlo, y lo consigue. Paki se aproxima de frente a la caída, se deja resbalar
hasta tocar el saliente con el talón, ya solo es cuestión de dejarse caer, y baja
a los brazos de Blas. Yo prefiero saltar. Nos encontramos todos en el refugio y
hoyo, entre rocas umbrías; la salida de los matorrales nos reclama, rodeamos las
plantas, y damos a una zona favorable, andamos con destreza entre los roquedales
y los piornos, ambos a igual altura, a la derecha, en un ascenso plácido.
Entonces reparamos en que hemos hecho cima.
La cumbre es un humilde pino dando sombra
a la gran roca; la roca, cada roca, parece el fruto de la vegetación que la
circunda; avanzamos entre ellas y, más allá de la que está más alta, en un
suave descenso, la encontramos: es la Chinita del Canto, esperándonos al filo de su
sima. Posa desnuda en el canchal enorme. Inclina hacia el vacío su oblongo
cuerpo, exhibiendo el secreto que, desde la lejanía, su cara más visible enmascaraba:
un esculpido banco para vivaquear de la subida. ¡Lo hemos conseguido! Fuera de aquel
estrado, el palenque es un bosque impenetrable del que destacan pétreos
monumentos megalíticos, inaccesibles, no por su altura, sino por la vegetación
que las rodea: piornos, pinos, zarzas, jaras…, el sol aprieta, el descanso a la
sombra de la Chinita
nos advierte que no nos queda agua; el descenso preocupa.
Hace cinco años, en agosto de 2015, pasé al
otro lado del Portacho de la
Isiruela y me interné en las praderas de más allá, hacia la
presa; y por una senda entré en El Canto por el lado opuesto. La opción es
buscar la cota 925, la roca de la izquierda, y utilizarla de salida. Pero el
infierno de la plataforma del Canto es inabarcable: solo vemos lo inmediato. Podemos
dar vueltas sin fin.
Buscar rastros de animales es otra
alternativa, ellos suben y bajan: identificar sus huellas resulta relativamente
fácil, la dificultad radica en poder seguirlas, en esta labor empleamos casi
dos horas, bajamos hasta donde llegan, generalmente un matorral impenetrable;
más allá una sima; retrocedemos, seguimos otras huellas, descendemos hasta frondosidades
de zarzas, y así una y otra vez, hasta que paramos a descansar, cada incursión,
cada tentativa, es una madeja desmadejada, y volver al punto de partida, que no
siempre es el mismo, para repetir una y otra vez el intento, nos está
destrozando; la falta de agua pasa factura, nuestra resistencia se agota, estudiamos
nuevas opciones, la ruta de subida no nos vale: el descenso por la pared se nos
presenta muy arriesgado, rodear el cerro, explorar el otro lado, la idea no es
nueva, pero el propósito de hacerlo desde la posición actual lo hace imposible:
estamos a la altura media de la lancha de subida, no podemos retroceder a ella,
al avanzar en la otra dirección para rodear el cerro nos sucede lo mismo que en
los intentos de bajar: la vegetación inexpugnable, necesitamos subir a la cima,
y explorar desde arriba, trazamos una recta virtual, y la seguimos, evidentemente,
de recta nada, la subida es un tormento, para conseguirlo escalamos rocas, superamos
rampas, caminamos por aristas, saltamos piedras caballeras, pasamos por debajo
de peñascos; arrancamos yerbajos que nos estorban, retiramos troncos secos…, y al
fin llegamos a la parte opuesta de la Chinita, una zona sembrada de piedras y
vegetación, en donde se aprecian huellas de animales. Paky y yo las seguimos girando
hacia la derecha, pero Blas toma la diagonal en plan cabra, por la parte más
escarpada, y se dirige al lado opuesto: hacia La Chinita, de nada sirve
ofenderse; nosotros seguimos nuestra ruta de rodeo al cerro, sin perderle de
vista mientras salta entre los pedruscos, hasta que nuestras trayectorias
convergen, y en ese flanco reconozco las hendiduras por las que, en los dos
casos anteriores, pudimos descender a
la ventana, al pie de la roca (en esas dos ocasiones vine con Luis, un viejo camarada
del camping), al Portacho de la
Isiruela, desde arriba contemplamos la panorámica: al frente
se halla la cota 992, y más allá El Chamorzo Chico; y a la izquierda se
extienden Los Prados y Peñas Bravas; desde ellas, una senda se acerca al
Portacho y desaparece bajo los piornos y las retamas, que ocupan en toda su
extensión las laderas de los cerros contiguos, (el del Canto y el 992), y el Portacho
de la Isiruela,
la inclinación de la lancha nos obliga a avanzar a paso de cangrejo: sentados, vamos
impulsando el cuerpo columpiándolo con los brazos apoyados en la roca: así nos
acercamos a la sima del macizo de la
Chinita, la pared es abombada, su base incide en la lancha,
en cuya intersección forma una junta o grieta inclinada hacia abajo marcada por
raíces, por la que nos deslizamos para descender; poco a poco nos acercamos al
bosque de retama y piornal hasta sumergirnos bajo su manto enrevesado, hostil; en
los intersticios las raíces se agarran a las botas; tropezones y saltos entorpecen
la inmersión en el piélago del entramado de piornos y retamas, y en él nos zambullimos
lanzados desde las últimas rocas; las ramas, tercas, oponen resistencia con
todas sus energías a nuestro avance agarrándonos de los brazos, de las piernas,
de la ropa, con afán desesperado e imparable; en el forcejeo me paso del
sendero llevado por la inercia, e inicio la subida de la otra ladera...
Vencido y doblegado el bosque agotador, abandonamos
el lago Estigia, no insistimos en llegar al pie de la lancha: nos basta con abatir
al enemigo arbóreo, al que cedemos un rehén: un gorro de recuerdo (Blas lo dejó,
sin duda, como pago a Caronte.). Una vez identificada la senda por la que antes
subimos, nacida en la
Isiruela bajo el océano boscoso, la retomamos a la inversa para
descender. La vuelta es desesperada. A las dificultades propias de la pendiente
se une la extenuación; y a las dos, la falta de agua: hace tiempo que agotamos
las existencias; nos movemos bajo un sol de justicia, por eso el próximo objetivo
es la Fuente
de la Perra Gorda,
La Perra Gorda
es un pilón en un ensanche de la carretera al que le llega un hilito de agua; no le afecta la sequía, y hace poco lo vi limpio del verdín habitual, detrás
hay una zona de praderas siempre verdes, lo que confirma la existencia de un
venero persistente, voy pensándolo, y hablo de su ubicación para animar la
marcha: que tiene agua (eso creo, eso espero…), la promesa de su caudal nos
anima a seguir, y llegamos, y hay agua, y nos hartamos de beber, y llenamos las
cantimploras, y nos desnudamos, y nos metemos en el pilón, y escandalizamos a todo
el mundo. Un sueño. El sueño del descenso… Fueron 3´247 kms en 6 horas y 51
minutos. ¡De locos!
*Blas puso nombre a la cota 957: “el Canto de la
Chinita”, ubicado frente a Las Cruceras, en la Reserva Regional Valle de
Iruelas. Septiembre de 2020."
©pbernal/2020
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EL DÍA QUE ME DESHICE DE UN FAJO DE BILLETES
Y le dije puedes quedarte con tus tías y tus tíos ricos
y con tus abuelos y con tus padres
y su jodido petróleo
y sus siete lagos
y sus pavos salvajes
y sus búfalos
y con todo el estado de Texas,
queriendo decir las cacerías de cuervos
y tus paseos de los sábados por la noche
y tu biblioteca de tres al cuarto
y tus municipales encorvados
y tus artistas maricas
puedes quedarte con todo eso
y tus periódicos semanales
y tus famosos tornados
y tus sucias inundaciones
y todos tus gatos maullantes
y tu suscripción al Time,
y trágatelos, nena,
trágatelos.
Puedo manejar un pico y una pala de nuevo (creo)
y puedo conseguir
25 billetes por un combate a 4 asaltos (quizá)
claro que tengo 38 años,
pero un poco de tinte puede taparme
las canas;
y aún puedo escribir un poema (a veces),
no lo olvides, e incluso
si no me pagan,
es mejor que esperar la muerte y el petróleo,
y disparar a los pavos salvajes,
y esperar que el mundo
comience.
Muy bien, mendigo, me dijo, lárgate.
¿Qué?, dije yo.
Lárgate. Esta ha sido tu
última rabieta.
Estoy harta de tus malditas rabietas.
Siempre te comportas como un
personaje de una obra de O’Neill.
Pero yo soy diferente, nena,
no puedo
evitarlo.
Eres diferente, de acuerdo,
y ¡qué diferente, Dios mío!
No des un
portazo
al irte.
Pero, nena, ¡amo
tu dinero!
¡Ni una sola vez has dicho
que me amaras a mi!
¿Qué querías
un mentiroso o un
amante?
Tú no eres ninguna de las dos cosas,
¡fuera, mendigo,
fuera!
…Pero, nena…
vuelve a O’Neill.
Fui hacia la puerta,
la cerré suavemente y me fui
pensando: lo que ellos quieren
es un indio de madera
que diga sí y no
y que aguante las llamas y
no arme demasiado jaleo;
pero te estás
haciendo viejo, chico;
la próxima vez
no enseñes
tus cartas.
de Charles Bukouski
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