martes, 29 de diciembre de 2020

CONTRACORRIENTE

navidad secuestrada


 CONTRACORRIENTE

 Hay algo que agradecer al año que se va, y no es que se vaya. A fin de cuentas, todos se van: todos nos vamos. Pero este 2020 tan denostado nos ha dado muchas alegrías además de las tristezas por las pérdidas humanas, y por las otras, las económicas. Una de sus dádivas ha sido la constatación de que se puede vivir de otra forma, haciendo aflorar lo mejor de cada persona en incontables situaciones; otra, la fácil recuperación de la naturaleza cuando se le da la oportunidad, y la constatación de que otro mundo es posible; y la más sorprendente, el descubrimiento de la ciencia, de los científicos, de avances en la investigación logrados en tiempos muy cortos; la cooperación multinacional en campos comunes y la esperanza de aprendizajes y frutos en ese sentido.

      Hay muchas otras razones para agradecer el paso de este año, pero deberíamos reflexionar en un mantra que se ha hecho popular durante la pandemia: volver a la normalidad. Esa es la mayor equivocación que podemos asumir. En un momento idóneo para la reflexión, no podemos considerar prioritario volver a cometer los mismos errores: todos debemos plantearnos cómo hacer este mundo sostenible, pensar en el futuro, ser conscientes de lo que dejamos para nuestros hijos… ¡Huy!, que me temo que estoy cayendo en un tópico más. No, vale, borrar eso: vamos a seguir con lo nuestro, olvidemos lo del aire y la contaminación, consumamos a tope como si no hubiera un mañana, carpe diem, y cada cual que aguante su vela.

Lo siento, no volverá a suceder.

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«LÍDERES»

 

      Por organismos internacionales de toda solvencia España ha sido declarado el mejor país del mundo para nacer, el más sociable para vivir y el más seguro para viajar solos sin peligro por todo su territorio. Según The Economist, nuestro nivel democrático está muy por encima de Bélgica, Francia e Italia.

      Pese al masoquismo antropológico de los españoles, este país es líder mundial en donación y trasplantes de órganos, en fecundación asistida, en sistemas de detección precoz del cáncer, en protección sanitaria universal gratuita, en esperanza de vida solo detrás de Japón, en robótica social, en energía eólica, en producción editorial, en conservación marítima, en tratamiento de aguas, en energías limpias, en playas con bandera azul, en construcción de grandes infraestructuras ferroviarias de alta velocidad y en una empresa textil que se estudia en todas las escuelas de negocios del extranjero. Y encima para celebrarlo tenemos la segunda mejor cocina del mundo.

      Frente a la agresividad que rezuman los telediarios, España es el país de menor violencia de género en Europa, muy por detrás de las socialmente envidiadas Finlandia, Francia, Dinamarca o Suecia; el tercero con menos asesinatos por 100.000 habitantes, y junto con Italia el de menor tasa de suicidios. Dejando aparte la historia, el clima y el paisaje, las fiestas, el folklore y el arte cuya riqueza es evidente, España posee una de las lenguas más poderosas, más habladas y estudiadas del planeta y es el tercer país, según la Unesco, por patrimonio universal detrás de Italia y China.

      Todo esto demuestra que en realidad existen dos Españas, no la de derechas o de izquierdas, sino la de los políticos nefastos y líderes de opinión bocazas que gritan, crispan, se insultan y chapotean en el estercolero y la de los ciudadanos con talento que cumplen con su deber, trabajan y callan.

 de Manuel Vicent

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AÚN NO HE LLORADO

 Hoy quiero compartir con vosotros lo que escribí el pasado 28 de junio porque el día 24 de diciembre, por la noche, por fin lloré por la falta de mi madre.

 28 de junio de 2020

Cuando llegas a cierta edad –mi edad ya me parece incierta–, la relación con la muerte se empieza a hacer infame y hasta vulgar, perdiendo esa calidad mítica que le otorgaba la juventud y tomando un cariz que se acerca más a la carnicería y al supermercado que al sentimiento profundo de lo inexorable.

En los últimos meses me han tocado varias muertes cercanas –casí podría decir que muchas, porque han sido muchas– y algunas de ellas capaces de llevarme al sentimiento de lo perplejo –fundamentalmente por la cercanía de edad y por la afinidad vital y cultural–, y entre ellas, la de mi madre, en la que he sido un actor secundario de carácter y a la vez un espectador absorto de una sordidez final que no debiera estar permitida ni por ley ni por moral. Mientras mi madre acababa, yo observaba a mi hermana y a mis hijos, notaba su dolor y admiraba sus lágrimas –lágrimas verdaderas– mientras sentía estupor por mi entereza de ánimo –que a veces confundía con frialdad y sentía remordimiento por ello–. Ellos apenas han tenido en su vida relación con la muerte, cosa que a mí me ha sido dada por un azar tremendo, lo que ha terminado construyendo en mí una coraza fuerte, a la vez que me ha educado en la tramitación de los finales inexorables.

De la muerte de mi madre he aprendido mucho: la doble moral que sujeta los protocolos sanitarios e impide poner dignidad cuando ya no queda nada, el ardido negocio de la muerte, la pesetera actitud religiosa de quienes administran sacramentos con factura y la diferencia que existe entre el hombre y las leyes armadas por el hombre. Mi madre murió deshecha físicamente, le sobraron semanas de vida que nadie quiso evitarle y eso propició que lo que iba a ser un recuerdo hermosísimo de paso, terminase empañado de dolor y de cierta sensación de miserabilidad. Mi madre no se merecía eso, ni ella ni nadie, y sé a ciencia cierta que se lo debemos a esos integrismos seculares venidos de la sinrazón religiosa (en unos días, mi padre le hará una misa, pero yo no iré, y no iré por decencia y por integridad moral y racional, que yo ya despedí a mi madre como se merecía hace muchos días y no necesito más teatro).

Como decía, he tenido la buena o mala suerte, que no lo sé, de asistir a demasiados finales –aún recuerdo al suicida que cayó frente a mis ojos en el patio de luces de la casa de mis padres un primero de enero– y eso me ha hecho duro. He llorado por algunos de esos muertos, pero aún no he podido llorar por mi madre, y quizás sea porque la siento aún a mi lado, sonriendo y haciéndome roscas de nata o deliciosos filetes empanados, porque aún soy capaz de pedirle prestados unos euros para salvar el mes y esperar su respuesta inmediata: ‘¿Necesitas más, hijo?’. Y quisiera llorar mánsamente, como lo hacen mi hermana y mi padre o como lo hacen mis hijos, llorar de impotencia. Imagino que un día de estos lo haré. Lloraré, pero no será de tristeza, como lloré antes por mis otros muertos, que esta vez lloraré de alegría por haber tenido una madre tan hermosa y tan buena.

Y eso.

 [Luego escribí los versos que siguen]

 

Hoy sale en el pasquinero

de nuestra estrecha ciudad

mi madre con marco negro

y esa costumbre vulgar

de una cruz en cabecera

para el que quiera cruzar.

 

No es mi deseo más grato

verla publicada ahí,

pero este pueblo es pacato

y hay que pasar por el rato

–mi padre lo quiere así–

de aguantar al timorato,

al quedabién y al ingrato

que, mientras vivió mi madre,

fue el tipo más baladí.

 

de Luis Felipe Comendador

diariodeunsavonarola.blogspot

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MALOS RECUERDOS

"La vergüenza es un sentimiento revolucionario."

Karl Marx

 

Llevo colgados de mi corazón
los ojos de una perra y, más abajo,
una carta de madre campesina.


Cuando yo tenía doce años,
algunos días, al anochecer,
llevábamos al sótano a una perra
sucia y pequeña.

 

Con un cable le dábamos y luego
con las astillas y los hierros. (Era
así. Era así.
Ella gemía,
se arrastraba pidiendo, se orinaba,
y nosotros la colgábamos para pegar mejor).

 

Aquella perra iba con nosotros
a las praderas y los cuestos. Era
veloz y nos amaba.

 

Cuando yo tenía quince años,
un día, no sé cómo, llegó a mí
un sobre con la carta de un soldado.

 

Le escribía su madre. No recuerdo:
«¿Cuándo vienes? Tu hermana no me habla.
No te puedo mandar ningún dinero…»

 

Y, en el sobre, doblados, cinco sellos
y papel de fumar para su hijo.
«Tu madre que te quiere.»
No recuerdo
el nombre de la madre del soldado.

 

Aquella carta no llegó a su destino:
yo robé al soldado su papel de fumar
y rompí las palabras que decían
el nombre de su madre.

 

Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo,
pero aunque tuviese el tamaño de la tierra
no podría volver y despegar
el cable de aquel vientre ni enviar
la carta del soldado.

de Antonio Gamoneda

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FELIZ 2021

 

De niño, con paciencia, sin recelo

esperaba.

 

A menudo, en la espera,

contenía el aliento.

 

Era,

la apnea voluntaria,

mi truco favorito,

porque el pulso interior se d i l a t a b a

hasta que mis pulmones recobraban,

exhaustos, el resuello;

y el tiempo, su latido.

 

Creía, con aquel juego inocente,

detener el reloj,

acercar el futuro.

 

Aprendí, sin embargo,

lo que el tiempo ya sabe:

 

el final de la espera es la utopía.

 

De Matías Muñoz / feliz 2021

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viernes, 18 de diciembre de 2020

 JUEGO DE MESA


regalo de Navidad

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Una piel de toro extendida

 

En la antigüedad, la península Ibérica estaba habitada por un abigarrado mosaico de tribus que constituían unas cien comunidades autónomas, unas más desarrolladas que otras y tan mal avenidas que las guerras entre vecinos eran el pan de cada día. Los recios nombres de aquellos pueblos indómitos y guerreros resuenan en los folletos turísticos y libros de viajes escritos por Estrabón, Avieno, Mela, Plinio el Viejo y Ptolomeo: lusones, titos, belos, carpetanos, vacceos, vetones, turmódigos, berones, autrigones, caristios, várdulos, cántabros, astures, galaicos, lusitanos, turdetanos, bastetanos, oretanos, mastienos, libiofénices, deitanos, contestanos, edetanos, ilergetes, suesetanos, ausoceretas, bagistanos...

    Sin entrar en tanto detalle, grosso modo, los españoles de entonces se dividían en dos grandes familias: los celtas y los iberos. Los celtas, que ocupaban la meseta y el norte, eran más feroces y pobres que los iberos de las fértiles comarcas agrícolas y mineras del sur y el Levante. Las regiones más desfavorecidas estaban infestadas de bandidos, y sus moradores organizaban de vez en cuando expediciones de pillaje contra las más ricas.

    Como ahora, el país era montuoso, mal comunicado y proclive a las sequías y a las inundaciones, a los veranos abrasadores y a los helados inviernos, pero, al parecer, todavía no había prendido en sus habitantes la pasión arboricida, y los encinares y alcornocales, los hayedos y los robledales abundaban hasta tal punto que una ardilla que se propusiera aparecer en el libro Guinness de los récords podía atravesar el país saltando de árbol en árbol, sin tocar tierra más que para recolectar alguna que otra golosa nuez. Había también praderas, más o menos verdes, donde pastaban a sus anchas rebecos y caballos salvajes, y espejeantes lagunas, donde abundaban los ánsares, las pochas y las avutardas, y apacibles ríos, donde chapoteaban nutrias y castores, y se criaban peces diversos y arenas auríferas. En sus montes tampoco faltaban los olivos, las higueras, la dulce vid, el esparto y las plantas tintóreas que la industria aprecia.

    Las pintorescas costumbres de los feroces y entrañables indígenas sorprendían mucho al visitante. Los lusitanos se alimentaban principalmente de un recio pan, que confeccionaban con harina de bellota, y de carne de cabrón (el macho de la cabra, naturalmente). Además cocinaban con manteca, bebían cerveza, practicaban sacrificios humanos y observaban la entrañable costumbre de amputar las manos a los prisioneros.

    Los bastetanos, hombres y mujeres bailaban cogidos de la mano una especie de sardana, y calentaban la sopa introduciendo una piedra caliente en el cuenco.

    Entre los cántabros existía la curiosa ceremonia de la covada: el presunto padre de la criatura por nacer se metía en la cama y fingía los dolores del parto, mientras la parturienta seguía cavando el sembrado, o se afanaba en las labores domésticas, indiferente a las contracciones, hasta que daba a luz. Además, «es el hombre quien dota a la mujer y son las mujeres las que heredan y las que casan a sus hermanos; esto constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es ciertamente civilizado», señala Estrabón (III, 4, 17-18).

    En la Cerdaña y el Puigcerdá, hogar de los carretanos, se producían excelentes jamones, cuya venta «proporciona saneados ingresos a sus habitantes».

    Los astures, por su parte, observaban la higiénica costumbre de enjuagarse la boca y lavarse los dientes con orines rancios.

    Los celtíberos eran crueles con los delincuentes y con los enemigos, pero compasivos y honrados con los pacíficos forasteros, hasta el punto de que se disputaban la amistad del visitante y tiraban la casa por la ventana para agasajarlo. Parte del agasajo consistiría probablemente en agarrar una buena curda con la bebida nacional, una mezcla de vino y miel o, si ésta faltaba, con una especie de cerveza de trigo, la caelia.

    Según Silio Itálico: «Queman los cadáveres de los que mueren de enfermedad, pero los de los guerreros muertos en combate los ofrecen a los buitres, a los que consideran animales sagrados.»

    Los vaceos practicaban una especie de comunismo consistente en repartir cada año las tierras y las cosechas de acuerdo con las necesidades de cada familia. El politburó era extremadamente severo: los acaparadores de grano y los tramposos eran ejecutados.

    Para muestra ya está bien. Así eran los remotos habitantes de la Península. Si en algo se parecían entre ellos era en ser gentes de pelo en pecho. Los crucificaban y seguían cantando, caía el jefe y se suicidaban sobre su tumba, despreciaban la vida y amaban la guerra sobre todas las cosas. La de vueltas que ha tenido que dar el mundo para que ahora sus descendientes se nieguen a ejercer el noble oficio de las armas, y el ejército se vea obligado a contratar mercenarios extranjeros.

    Tanta rudeza era compatible con el amor a la belleza e incluso con cierta tendencia a recargar la ornamentación. Recuerde el lector a la Dama de Elche. En realidad, si nos fijamos en el tocado femenino, había para todos los gustos, según tribus, desde aquellas en las que, como Rita Hayworth, ampliaban la frente afeitándosela, hasta las que se enrollaban el cabello y formaban sobre la cabeza un tocado fálico, dos usos que perduraron hasta, al menos, el siglo XVII en el País Vasco.

    En esta Babel de tribus no existía conciencia alguna de globalidad. Fueron los buhoneros fenicios y griegos, llegados al reclamo de nuestras grandes riquezas minerales, quienes consideraron la Península como una unidad, los primeros que percibieron que, por encima de la rica variedad de sus hombres y sus paisajes, aquello era España.

    ¿España?

    Sí, escéptico, lector: ESPAÑA. Ya entonces se llamaba España. La hermosa palabra fue usada por los navegantes fenicios, a los que llamó la atención la cantidad de conejos que se veían por todas partes. Por eso, la denominaron i-shephamim; es decir: «el país de los conejos», de la palabra shapán, «conejo».

    No el león, no el águila: durante mucho tiempo el humilde, evocador y eufemístico conejo fue el animal simbólico de España, su tótem peludo, escarbador e inquieto. El conejo se acuñaba en las monedas y aparecía en las alusiones más o menos poéticas; la caniculosa Celtiberia, como la llama Catulo (Carm. 37,18), es decir, la conejera, España la de los buenos conejos.

    No era el simpático roedor el único bicho que llamaba la atención por su abundancia. Los griegos también llamaron a la Península Ophioússa, que significa «tierra de serpientes». No obstante, para no espantar al turismo, prefirieron olvidarse de este nombrecito y adoptar el de Iberia, es decir la tierra del río Iber (por un riachuelo de la provincia de Huelva, probablemente el río Piedras, al que luego destronó el Ebro, que también se llamaba Iber). No obstante, el nombre que más arraigó fue el fenicio, el de los conejos, que fue adoptado por los romanos en sus formas Hispania y Spania. De esta última procede España, bellísimo nombre que durante mucho tiempo sólo tuvo connotaciones geográficas, no políticas. Por eso, el gran escritor luso Camoens no tiene inconveniente en llamar a los portugueses «gente fortissima de Espanha».

    «España -escribió Estrabón-, se parece a una piel de toro extendida... Casi toda ella está cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regado. El norte es muy frío; por ser muy accidentado y estar al lado del mar, se encuentra incomunicado respecto a las demás tierras, así que resulta inhóspito. El sur es, casi todo él, fértil, especialmente la zona próxima al estrecho de Gibraltar.»

    Durante bastante tiempo esta tierra de conejos estuvo más abierta a África que al resto de Europa.

    La verdad es que los doce kilómetros del estrecho de Gibraltar resultaban más fáciles de salvar que los escarpados Pirineos. De hecho, los iberos procedían del mismo tronco que los bereberes africanos, y los romanos incluso consideraron su colonia marroquí, la Mauritania Tingitania, una provincia de Hispania. Del mismo modo, Fernando III el Santo, el rey más despabilado de nuestra historia, consideraba natural continuar la reconquista en tierra africana. De no haber muerto cuando preparaba la expedición, quién sabe si ahora parte del Magreb sería cristiano.

Juan Eslava Galán

“Historia de España contada para escépticos”. Capítulo I.

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ADIVINA QUIÉN ERES

(juego de mesa familiar)

 

El juego convocaba a la familia

sentada alrededor de la candela:

dotados de una extraña identidad

tratábamos de divinar el nombre

inscrito en el papel de nuestra frente

y oculto en el papel insuficiente

que habita tras un sí o tras un no.

 

Formulabas preguntas sin sentido

y nosotros reíamos soberbios

al ver cómo una nueva confusión

se revelaba en la horma de tu rostro.

 

Pero cuando ya todos conseguimos

conocernos mejor tras la pesquisa

y sentirnos dichosos en la piel

de Cristiano Ronaldo, Bob Esponja,

Jesucristo, Pinocho, Lola Flores,

aún tratabas tú de reconocerte

dentro del laberinto que ya entonces

el Alzheimer venía sepultando

tu nombre de mujer y tu apellido,

inútil alfabeto con mi letra

inscrito en el papel sobre tu frente,

la frente de quien yo llamaba madre.

 

©Pablo García Casado

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VILLANCICO DE 2020

(El caso de Sherlock Holmes y el Niño perdido)

 

Llamaron a Sherlock

y a su amigo Watson.

No aparece el Niño,

-lloraban los Magos-

 

no está en su pesebre

junto al buey astado

ni la burra torda

ni el ángel abstracto

 

(que unas veces toca

y otras va tocando

con la lira lira

lirolo lorailo…)

 

-¿Dónde está María?

-Aquí estoy, fregando.

-¿Y José? -Se ha ido

por el aguinaldo.

 

-¿Y Herodes Antipas

qué hace el malvado?

-A ese ni le esperan

ni estánle esperando.

 

Sacó la su pipa

de fumar el sabio

de Londinum, luego

dijo: “Dear Watson,

 

abra su libreta

y vaya apuntando

que su amigo Conan

querrá publicarlo.”

 

Quitaron lo absurdo,

lo imposible y raro,

lo improbable luego,

más tarde lo extraño,

 

y después de darle

al cerebro un rato

Sherlock Holmes dijo

sonriendo a Watson:

 

-El Niño se ha ido

a hacer pis al baño.

Ya se acabó el cuento,

perdón, digo, el caso.

 

Jesús Urceloy

diciembre de 2020

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Un día del año recogían tierra blanca

de la que había junto al río.

Metíanla en un cesto.

 

De aquello, agua y aceites

formaban unas figuras

que colocaban en las casas,

a las que se les cantaban canciones.

 

Unos dicen que era cosa de magia

para pedir lluvias.

 

Otros, que era por los ancestros.

 

(Lo que no se veía era que la tierra se coloreaba luego, con sustancias no conocidas. Dentro iban también cristales. Aquellas figuras se guardaban pero no a la vista. Sin estar, señoreaban todo.)

 

© Teresa Soto

“Crónicas de I”   

III PREMIO INTERNACIONAL MARGARITA HIERRO FCPJH

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martes, 8 de diciembre de 2020


 casas de canto

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Del descubrimiento de Yucatan, y de un reencuentro de guerra que tuvimos con los naturales.

En ocho dias del mes de Febrero del año de mil y quinientos y diez y siete años salimos de la Habana, y nos hicimos á la vela en el puerto de Jaruco, que ansi se llama entre los Indios, y es la banda del Norte, y en doce dias doblamos la de San Antón, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama la tierra de los Guanataveis, que son unos Indios como salvages. Y doblada aquella punta, y puestos en alta mar, navegamos á nuestra ventura hácia donde se pone el Sol, sin saber baxos, ni corrientes, ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con grandes riesgos de nuestras personas; porque en aquel instante nos vino una tormenta que duro dos dias con sus noches, y fue tal que estuvimos para nos perder: y desque aboninzó, yendo por otra navegación, pasados veinte y un dias que salimos de la isla de Cuba, vimos tierra de que nos alegramos mucho, y dimos muchas gracias á Dios por ello; la qual tierra jamas se habia descubierto, ni habia noticia de ella hasta entonces, y desde los navíos vimos un gran pueblo, que al parecer estaria de la costa obra de dos leguas; y viendo que era gran poblacion, y no habiamos visto en la isla de Cuba pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran Cayró. Y acordamos que con él un navío de menos porté se acercasen lo que mas pudiesen á la costa á ver qué tierra era, y a ver si habia fondo para que pudiésemos anclear junto á la costa: y una mañana, que fueron quatro de Marzo, vimos venir cinco canoas grandes llenas de Indios naturales de aquella poblacion, y venian á remo y vela. Son canoas hechas á manera de artesas, y son grandes de maderos gruesos, y cavadas por dedentro, y está hueco, y todas son de un madero macizo, y hay muchas dellas en que caben en pie quarenta y cincuenta Indios. Quiero volver á mi materia. Llegados los Indios con las cinco canoas cerca de nuestros navíos con señas de paz que les hicimos y llamándoles con las manos, y capeándoles con las capas para que nos viniesen á hablar, porque no teníamos en aquel tiempo lenguas que entendiesen la de Yucatan, y Mexicana; sin temor ninguno viniéron, y entráron en la Nao Capitana sobre treinta dellos; á los quales dimos de comer cazabe, y tocino, y á cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuviéron mirando un buen rato los navios; y el mas principal dellos, que era Cacique, dixo por señas que se queria tornar á embarcar en sus canoas, y volver á su pueblo, y que otro dia volverían, y traerían mas canoas en que saltásemos en tierra: y venian estos Indios vestidos con unas xaquetas de algodon, y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman maltates, y tuvímoslos por hombres mas de razón que á los Indios de Cuba; porque andaban los de Cuba con sus vergüenzas defuera, excepto las mugeres que traian hasta que les llegaban á los muslos unas ropas de algodon, que llaman naguas. Volvamos á nuestro cuento, que otro dia por la mañana volvió el mismo Cacique a los navíos, y truxo doce canoas grandes con muchos Indios remeros, y dixo por señas al Capitan, con muestras de paz, que fuesemos á su pueblo, y que nos darían comida, y lo que hubiésemos menester; y que en aquellas doce canoas podíamos saltar en tierra. Y quando lo estaba diciendo en su lengua, acuérdome que decia con escotoch, con escotoch, y quiere decir, andad acá á mis casas; y por esta causa pusimos desde entonces por nombre á aquella tierra Punta de Cotoche, y así está en las cartas del marear. Pues viendo nuestro Capitan, y todos los demas soldados, los muchos halagos que nos hacia el Cacique para que fuésemos á su pueblo, tomó consejo con nosotros, y fué acordado que sacasemos nuestros bateles de los navíos, y en el navío de los mas pequeños, y en las doce canoas saliésemos á tierra todos juntos de una vez; porque vimos la costa llena de Indios que habian venido de aquella poblacion: y salimos todos en la primera barcada. Y quando el Cacique nos vido en tierra, y que no íbamos á su pueblo, dixo otra vez al Capitan por señas, que fuesemos con él á sus casas, y tantas muestras de paz hacia, que tomando el Capitan nuestro parecer, para si iríamos, o no; acordóse por todos los mas soldados, que con el mejor recaudo de armas que pudiésemos llevar, y con buen concierto fuesemos. Llevamos quince ballestas, y diez escopetas (que así se llamaban escopetas y espingardas en aquel tiempo) y comenzamos á caminar por un camino por donde el Cacique iba por guia con otros muchos Indios que le acompañaban. E yendo de la manera que he dicho, cerca de unos montes breñosos, comenzó á dar voces, y apellidar el Cacique para que saliesen á nosotros esquadrones de gente de guerra que tenian en zelada para nos matar: y á las voces que dió el Cacique, los esquadrones vinieron con gran furia, y comenzáron á nos flechar de arte, que á la primera rociada de flechas nos hiriéron quince soldados, y traian armas de algodon, y lanzas, y rodelas, arcos, y flechas, y hondas, y mucha piedra, y sus penachos puestos, y luego tras las flechas vinieron á se juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas á manteniente nos hacían mucho mal. Mas luego les hicimos huir como conocieron el buen cortar de nuestras espadas, y de las ballestas, y escopetas, el daño que les hacían, por manera que quedáron muertos quince dellos. Un poco mas adelante donde nos dieron aquella refriega, que dicho tengo, estaba una placeta, y tres casas de cal y canto, que eran adoratorios donde tenian muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios, y otros como de mugeres, altos de cuerpos, y otros de otras malas figuras, de manera, que al parecer estaban haciendo sodomías unos bultos de Indios con otros; y dentro en las casas tenian unas arquillas hechizas de madera, y en ellas otros ídolos de gestos diabólicos, y unas patenillas de medio oro, y unos pinjantes, y tres diademas, y otras piecezuelas á manera de pescados, y otras á manera de anades de oro baxo. Y despues que lo hubimos visto, así el oro, como las casas de cal y canto, estabamos muy contentos porque habiamos descubierto tal tierra; porque en aquel tiempo no era descubierto el Perú, ni aun se descubrió dende ahí á diez y seis años. En aquel instante que estabamos batallando con los Indios, como dicho tengo, el Clérigo González iba con nosotros, y con dos Indios de Cuba se cargó de las arquillas, y el oro, y los ídolos, y lo llevó al navío: y en aquella escaramuza prendimos dos Indios, que despues se bautizáron, y volviéron Christianos, y se llamó el uno Melchor, y el otro Julián, y entrambos eran trastravados de los ojos. Y acabado aquel rebato acordamos de nos volver á embarcar, y seguir las costas adelante descubriendo hácia donde se pone el sol. Y despues de curados los heridos, comenzamos á dar velas.

 

Bernal Díaz del Castillo

Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España.

(Capítulo II)

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Doy cuenta de los primeros hallazgos que hicimos al llegar aquí.


 No era terreno llano como decían sino escarpado.


 De la colina bajaban liebres.

De la colina bajaba un animal no visto antes.


Una mezcla de felino de gran tamaño

y de urraca.

 

Gustaba de pasear entre hierbas altas de color violeta.

Ahí quedaba sin moverse,

tanto tiempo como tardaba la barca

en llegar al otro lado del río.

 

Unos decían que se parecía al Tajo.

Otros, a una muralla de agua.

Era de un verde grisáceo

a esa hora del día.

 

Luego tornábase oro.

 

(Pasamos gran frío a la espera de cruzar aquel río.

No parecían hombres aquellos que esperaban sino otra cosa que no acierto a decir, tal era el miedo.)

 

© Teresa Soto. “Crónicas de I”. 2020

III Premio internacional Margarita Hierro

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Mudanza

 

Hace tiempo vivía en un lugar

asfixiado por tablas, libros, muebles,

zancadillas de perros y de gatos,

un guirigay de pájaros cautivos,

un cercado de cosas… cosas… cosas…

Un laberinto de inutilidades.

 

Dije que me marchaba y se vinieron

formando un batallón de sanguijuelas,

la antología de lo innecesario,

colecciones de chismes, chirimbolos,

pajaritos y plantas trepadoras.

 

Puse el grito en el cielo y la impaciencia

se apoderó de mí…

¿Hay algo imprescindible?

Cercené la hojarasca

de lo sentimental,

di una tala total a lo superfluo

y me hice anacoreta de la duda.

 

Consulté los anuncios de viviendas

buscando alguna estrofa de alquiler.

Al fin me decidí:

descansaré acostado en el cateto

de un triángulo amoroso con la musa

reclinada sobre la hipotenusa,

y mi otro yo que vive en soledad.

 

Me trasladé a la celda de un soneto.

Esta mudanza es la definitiva.

Me encontrareis dudando, mientras viva,

en este cuarto del primer cuarteto.

 

Aquí está mi cubil, sobrio y escueto,

donde en la duermevela, boca arriba,

espero el soplo de la musa esquiva

y desespero hurgando en su secreto.

 

Al final del terceto a la derecha

está el cuarto de baño, donde vive

mi cepillo de dientes con su pasta

 

y la cuchilla que hace la cosecha

de mi barba y cabellos en declive.

Hay también un espejo iconoclasta

 

que se hace cóncavo cuando lo miro.

Yo le presto mi rostro y me devuelve

el semblante tartaja de un vampiro.

 

Manolo Romero

De “Paso a dos” Ed. Amargor 2015