JUEGO DE MESA
regalo de Navidad
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Una piel de toro extendida
En la antigüedad, la península Ibérica estaba habitada por un abigarrado mosaico de tribus que constituían unas cien comunidades autónomas, unas más desarrolladas que otras y tan mal avenidas que las guerras entre vecinos eran el pan de cada día. Los recios nombres de aquellos pueblos indómitos y guerreros resuenan en los folletos turísticos y libros de viajes escritos por Estrabón, Avieno, Mela, Plinio el Viejo y Ptolomeo: lusones, titos, belos, carpetanos, vacceos, vetones, turmódigos, berones, autrigones, caristios, várdulos, cántabros, astures, galaicos, lusitanos, turdetanos, bastetanos, oretanos, mastienos, libiofénices, deitanos, contestanos, edetanos, ilergetes, suesetanos, ausoceretas, bagistanos...
Sin entrar en tanto detalle, grosso modo, los españoles de entonces se dividían en dos grandes familias: los celtas y los iberos. Los celtas, que ocupaban la meseta y el norte, eran más feroces y pobres que los iberos de las fértiles comarcas agrícolas y mineras del sur y el Levante. Las regiones más desfavorecidas estaban infestadas de bandidos, y sus moradores organizaban de vez en cuando expediciones de pillaje contra las más ricas.
Como ahora, el país era montuoso, mal comunicado y proclive a las sequías y a las inundaciones, a los veranos abrasadores y a los helados inviernos, pero, al parecer, todavía no había prendido en sus habitantes la pasión arboricida, y los encinares y alcornocales, los hayedos y los robledales abundaban hasta tal punto que una ardilla que se propusiera aparecer en el libro Guinness de los récords podía atravesar el país saltando de árbol en árbol, sin tocar tierra más que para recolectar alguna que otra golosa nuez. Había también praderas, más o menos verdes, donde pastaban a sus anchas rebecos y caballos salvajes, y espejeantes lagunas, donde abundaban los ánsares, las pochas y las avutardas, y apacibles ríos, donde chapoteaban nutrias y castores, y se criaban peces diversos y arenas auríferas. En sus montes tampoco faltaban los olivos, las higueras, la dulce vid, el esparto y las plantas tintóreas que la industria aprecia.
Las pintorescas costumbres de los feroces y entrañables indígenas sorprendían mucho al visitante. Los lusitanos se alimentaban principalmente de un recio pan, que confeccionaban con harina de bellota, y de carne de cabrón (el macho de la cabra, naturalmente). Además cocinaban con manteca, bebían cerveza, practicaban sacrificios humanos y observaban la entrañable costumbre de amputar las manos a los prisioneros.
Los bastetanos, hombres y mujeres bailaban cogidos de la mano una especie de sardana, y calentaban la sopa introduciendo una piedra caliente en el cuenco.
Entre los cántabros existía la curiosa ceremonia de la covada: el presunto padre de la criatura por nacer se metía en la cama y fingía los dolores del parto, mientras la parturienta seguía cavando el sembrado, o se afanaba en las labores domésticas, indiferente a las contracciones, hasta que daba a luz. Además, «es el hombre quien dota a la mujer y son las mujeres las que heredan y las que casan a sus hermanos; esto constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es ciertamente civilizado», señala Estrabón (III, 4, 17-18).
En la Cerdaña y el Puigcerdá, hogar de los carretanos, se producían excelentes jamones, cuya venta «proporciona saneados ingresos a sus habitantes».
Los astures, por su parte, observaban la higiénica costumbre de enjuagarse la boca y lavarse los dientes con orines rancios.
Los celtíberos eran crueles con los delincuentes y con los enemigos, pero compasivos y honrados con los pacíficos forasteros, hasta el punto de que se disputaban la amistad del visitante y tiraban la casa por la ventana para agasajarlo. Parte del agasajo consistiría probablemente en agarrar una buena curda con la bebida nacional, una mezcla de vino y miel o, si ésta faltaba, con una especie de cerveza de trigo, la caelia.
Según Silio Itálico: «Queman los cadáveres de los que mueren de enfermedad, pero los de los guerreros muertos en combate los ofrecen a los buitres, a los que consideran animales sagrados.»
Los vaceos practicaban una especie de comunismo consistente en repartir cada año las tierras y las cosechas de acuerdo con las necesidades de cada familia. El politburó era extremadamente severo: los acaparadores de grano y los tramposos eran ejecutados.
Para muestra ya está bien. Así eran los remotos habitantes de la Península. Si en algo se parecían entre ellos era en ser gentes de pelo en pecho. Los crucificaban y seguían cantando, caía el jefe y se suicidaban sobre su tumba, despreciaban la vida y amaban la guerra sobre todas las cosas. La de vueltas que ha tenido que dar el mundo para que ahora sus descendientes se nieguen a ejercer el noble oficio de las armas, y el ejército se vea obligado a contratar mercenarios extranjeros.
Tanta rudeza era compatible con el amor a la belleza e incluso con cierta tendencia a recargar la ornamentación. Recuerde el lector a la Dama de Elche. En realidad, si nos fijamos en el tocado femenino, había para todos los gustos, según tribus, desde aquellas en las que, como Rita Hayworth, ampliaban la frente afeitándosela, hasta las que se enrollaban el cabello y formaban sobre la cabeza un tocado fálico, dos usos que perduraron hasta, al menos, el siglo XVII en el País Vasco.
En esta Babel de tribus no existía conciencia alguna de globalidad. Fueron los buhoneros fenicios y griegos, llegados al reclamo de nuestras grandes riquezas minerales, quienes consideraron la Península como una unidad, los primeros que percibieron que, por encima de la rica variedad de sus hombres y sus paisajes, aquello era España.
¿España?
Sí, escéptico, lector: ESPAÑA. Ya entonces se llamaba España. La hermosa palabra fue usada por los navegantes fenicios, a los que llamó la atención la cantidad de conejos que se veían por todas partes. Por eso, la denominaron i-shephamim; es decir: «el país de los conejos», de la palabra shapán, «conejo».
No el león, no el águila: durante mucho tiempo el humilde, evocador y eufemístico conejo fue el animal simbólico de España, su tótem peludo, escarbador e inquieto. El conejo se acuñaba en las monedas y aparecía en las alusiones más o menos poéticas; la caniculosa Celtiberia, como la llama Catulo (Carm. 37,18), es decir, la conejera, España la de los buenos conejos.
No era el simpático roedor el único bicho que llamaba la atención por su abundancia. Los griegos también llamaron a la Península Ophioússa, que significa «tierra de serpientes». No obstante, para no espantar al turismo, prefirieron olvidarse de este nombrecito y adoptar el de Iberia, es decir la tierra del río Iber (por un riachuelo de la provincia de Huelva, probablemente el río Piedras, al que luego destronó el Ebro, que también se llamaba Iber). No obstante, el nombre que más arraigó fue el fenicio, el de los conejos, que fue adoptado por los romanos en sus formas Hispania y Spania. De esta última procede España, bellísimo nombre que durante mucho tiempo sólo tuvo connotaciones geográficas, no políticas. Por eso, el gran escritor luso Camoens no tiene inconveniente en llamar a los portugueses «gente fortissima de Espanha».
«España -escribió Estrabón-, se parece a una piel de toro extendida... Casi toda ella está cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regado. El norte es muy frío; por ser muy accidentado y estar al lado del mar, se encuentra incomunicado respecto a las demás tierras, así que resulta inhóspito. El sur es, casi todo él, fértil, especialmente la zona próxima al estrecho de Gibraltar.»
Durante bastante tiempo esta tierra de conejos estuvo más abierta a África que al resto de Europa.
La verdad es que los doce kilómetros del estrecho de Gibraltar resultaban más fáciles de salvar que los escarpados Pirineos. De hecho, los iberos procedían del mismo tronco que los bereberes africanos, y los romanos incluso consideraron su colonia marroquí, la Mauritania Tingitania, una provincia de Hispania. Del mismo modo, Fernando III el Santo, el rey más despabilado de nuestra historia, consideraba natural continuar la reconquista en tierra africana. De no haber muerto cuando preparaba la expedición, quién sabe si ahora parte del Magreb sería cristiano.
Juan Eslava Galán
“Historia de España contada para escépticos”. Capítulo I.
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ADIVINA QUIÉN ERES
(juego de mesa familiar)
El juego convocaba a la familia
sentada alrededor de la candela:
dotados de una extraña identidad
tratábamos de divinar el nombre
inscrito en el papel de nuestra frente
y oculto en el papel insuficiente
que habita tras un sí o tras un no.
Formulabas preguntas sin sentido
y nosotros reíamos soberbios
al ver cómo una nueva confusión
se revelaba en la horma de tu rostro.
Pero cuando ya todos conseguimos
conocernos mejor tras la pesquisa
y sentirnos dichosos en la piel
de Cristiano Ronaldo, Bob Esponja,
Jesucristo, Pinocho, Lola Flores,
aún tratabas tú de reconocerte
dentro del laberinto que ya entonces
el Alzheimer venía sepultando
tu nombre de mujer y tu apellido,
inútil alfabeto con mi letra
inscrito en el papel sobre tu frente,
la frente de quien yo llamaba madre.
©Pablo García Casado
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VILLANCICO DE 2020
(El caso de Sherlock Holmes y el Niño perdido)
Llamaron a Sherlock
y a su amigo Watson.
No aparece el Niño,
-lloraban los Magos-
no está en su pesebre
junto al buey astado
ni la burra torda
ni el ángel abstracto
(que unas veces toca
y otras va tocando
con la lira lira
lirolo lorailo…)
-¿Dónde está María?
-Aquí estoy, fregando.
-¿Y José? -Se ha ido
por el aguinaldo.
-¿Y Herodes Antipas
qué hace el malvado?
-A ese ni le esperan
ni estánle esperando.
Sacó la su pipa
de fumar el sabio
de Londinum, luego
dijo: “Dear Watson,
abra su libreta
y vaya apuntando
que su amigo Conan
querrá publicarlo.”
Quitaron lo absurdo,
lo imposible y raro,
lo improbable luego,
más tarde lo extraño,
y después de darle
al cerebro un rato
Sherlock Holmes dijo
sonriendo a Watson:
-El Niño se ha ido
a hacer pis al baño.
Ya se acabó el cuento,
perdón, digo, el caso.
Jesús Urceloy
diciembre de 2020
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Un día del año recogían tierra blanca
de la que había junto al río.
Metíanla en un cesto.
De aquello, agua y aceites
formaban unas figuras
que colocaban en las casas,
a las que se les cantaban canciones.
Unos dicen que era cosa de magia
para pedir lluvias.
Otros, que era por los ancestros.
(Lo que no se veía era que la tierra se coloreaba luego, con sustancias no conocidas. Dentro iban también cristales. Aquellas figuras se guardaban pero no a la vista. Sin estar, señoreaban todo.)
© Teresa Soto
“Crónicas de I”
III PREMIO INTERNACIONAL MARGARITA HIERRO FCPJH
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