sábado, 13 de febrero de 2021

(...) 5000 años. ¿Es cierto, Jorge?

 


Ahí estamos

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CARTA DE PRESENTACIÓN

 

Estimado señor, no se confunda.

Yo no soy ese que a la puerta llama

de la celebridad, o de la fama

cautivadora, ciega, pudibunda;

 

pero tampoco a la nauseabunda

puerta de la traición y la soflama,

ni con extravagancias grita y clama

contra forma viviente o moribunda.

 

Yo solo soy arista en la saeta.

Látigo. Soplo. Corazón.   Cadenas.

El clavo que martilla el carpintero.

 

El trazo de la regla.     La libreta

de mí recibe gozos y condenas:

No soy más que carbón de lapicero.

 

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-DIOS CREÓ EL MUNDO EN SIETE DÍAS HACE 5000 AÑOS.

-¿ES CIERTO, JORGE?

 

 Bienvenido. Y felicidades. Estoy encantado de que pudieses conseguirlo. Llegar hasta aquí no fue fácil. Lo sé. Y hasta sospecho que fue algo más difícil de lo que tú crees. 

 

     En primer lugar, para que estés ahora aquí, tuvieron que agruparse de algún modo, de una forma compleja y extrañamente servicial, trillones de átomos errantes. Es una disposición tan especializada y tan particular que nunca se ha intentado antes y que sólo existirá esta vez. Durante los próximos muchos años -tenemos esa esperanza-, estas pequeñas partículas participarán sin queja en todos los miles de millones de habilidosas tareas cooperativas necesarias para mantenerte intacto y permitir que experimentes ese estado tan agradable, pero tan a menudo infravalorado, que se llama existencia.

 

     Por qué se tomaron esta molestia los átomos es todo un enigma. Ser tú no es una experiencia gratificante a nivel atómico. Pese a toda su devota atención, tus átomos no se preocupan en realidad por ti, de hecho ni siquiera saben que estás ahí. Ni siquiera saben que ellos están ahí. Son, después de todo, partículas ciegas, que además no están vivas. (Resulta un tanto fascinante pensar que si tú mismo te fueses deshaciendo con unas pinzas, átomo a átomo, lo que producirías sería un montón de fino polvo atómico, nada del cual habría estado nunca vivo pero todo él habría sido en otro tiempo tú). Sin embargo, por la razón que sea, durante el periodo de tu existencia, tus átomos responderán a un único impulso riguroso: que tú sigas siendo tú.

 

     La mala noticia es que los átomos son inconstantes y su tiempo de devota dedicación es fugaz, muy fugaz. Incluso una vida humana larga sólo suma unas 650.000 horas y, cuando se avista ese modesto límite, o en algún otro punto próximo, por razones desconocidas, tus átomos te dan por terminado. Entonces se dispersan silenciosamente y se van a ser otras cosas. Y se acabó todo para ti.

 

     De todos modos, debes alegrarte de que suceda. Hablando en términos generales, no es así en el universo, por lo que sabemos. Se trata de algo decididamente raro porque, los átomos que tan generosa y amablemente se agrupan para formar cosas vivas en la Tierra, son exactamente los mismos átomos que se niegan a hacerlo en otras partes. Pese a lo que pueda pasar en otras esferas, en el mundo de la química la vida es fantásticamente prosaica: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, un poco de calcio, una pizca de azufre, un leve espolvoreo de otros elementos muy corrientes (nada que no pudieses encontrar en cualquier farmacia normal), y eso es todo lo que hace falta. Lo único especial de los átomos que te componen es que te componen. Ése es, por supuesto, el milagro de la vida.

 

     Hagan o no los átomos vida en otros rincones del universo, hacen muchas otras cosas: nada menos que todo lo demás. Sin ellos, no habría agua ni aire ni rocas ni estrellas y planetas, ni nubes gaseosas lejanas ni nebulosas giratorias ni ninguna de todas las demás cosas que hacen el universo tan agradablemente material. Los átomos son tan numerosos y necesarios que pasamos con facilidad por alto el hecho de que, en realidad, no tienen por qué existir. No hay ninguna ley que exija que el universo se llene de pequeñas partículas de materia o que produzcan luz, gravedad y las otras propiedades de las que depende la existencia. En verdad, no necesita ser un universo. Durante mucho tiempo no lo fue. No había átomos ni universo para que flotaran en él. No había nada…, absolutamente nada en ningún sitio.

 

     Así que demos gracias por los átomos. Pero el hecho de que tengas átomos y que se agrupen de esa manera servicial es sólo parte de lo que te trajo hasta aquí. Para que estés vivo aquí y ahora, en el siglo XXI, y seas tan listo como para saberlo, tuviste también que ser beneficiario de una secuencia excepcional de buena suerte biológica. La supervivencia en la Tierra es un asunto de asombrosa complejidad. De los miles y miles de millones de especies de cosas vivas que han existido desde el principio del tiempo, la mayoría (se ha llegado a decir que el 99 %) ya no anda por ahí. Y es que la vida en este planeta no sólo es breve sino de una endeblez deprimente. Constituye un curioso rasgo de nuestra existencia que procedamos de un planeta al que se le da muy bien fomentar la vida, pero al que se le da aún mejor extinguirla.

 

     Una especie media sólo dura en la Tierra unos cuatro millones de años, por lo que, si quieres seguir andando por ahí miles de millones de años, tienes que ser tan inconstante como los átomos que te componen.

 

     Debes estar dispuesto a cambiarlo todo (forma, tamaño, color, especie, filiación, todo) y a hacerlo reiteradamente. Esto es mucho más fácil de decir que de hacer, porque el proceso de cambio es al azar. Pasar del «glóbulo atómico protoplasmático primordial» -como dicen Gilbert y Sullivan en su canción- al humano moderno que camina erguido y que razona, te ha exigido adquirir por mutación nuevos rasgos una y otra vez, de la forma precisa y oportuna, durante un periodo sumamente largo. Así que, en los últimos 3.800 millones de años, has aborrecido a lo largo de varios periodos el oxígeno y luego lo has adorado, has desarrollado aletas y extremidades y unas garbosas alas, has puesto huevos, has chasqueado el aire con una lengua bífida, has sido satinado, peludo, has vivido bajo tierra, en los árboles, has sido tan grande como un ciervo y tan pequeño como un ratón y un millón de cosas más. Una desviación mínima de cualquiera de esos imperativos de la evolución y podrías estar ahora lamiendo algas en las paredes de una cueva, holgazaneando como una morsa en algún litoral pedregoso o regurgitando aire por un orificio nasal, situado en la parte superior de la cabeza, antes de sumergirte 18 metros a buscar un bocado de deliciosos gusanos de arena.

 

     No sólo has sido tan afortunado como para estar vinculado desde tiempo inmemorial a una línea evolutiva selecta, sino que has sido también muy afortunado -digamos que milagrosamente- en cuanto a tus ancestros personales. Considera que, durante 3.800 millones de años, un periodo de tiempo que nos lleva más allá del nacimiento de las montañas, los ríos y los mares de la Tierra, cada uno de tus antepasados por ambas ramas ha sido lo suficientemente atractivo para hallar una pareja, ha estado lo suficientemente sano para reproducirse y le han bendecido el destino y las circunstancias lo suficiente como para vivir el tiempo necesario para hacerlo. Ninguno de tus respectivos antepasados pereció aplastado, devorado, ahogado, de hambre, atascado, ni fue herido prematuramente ni desviado de otro modo de su objetivo vital: entregar una pequeña carga de material genético a la pareja adecuada en el momento oportuno para perpetuar la única secuencia posible de combinaciones hereditarias, que pudiese desembocar casual, asombrosa y demasiado brevemente en ti.

 

     Este libro trata de cómo sucedió eso… cómo pasamos, en concreto, de no ser nada en absoluto a ser algo, luego cómo un poco de ese algo se convirtió en nosotros y también algo de lo que pasó entretanto y desde entonces. Es, en realidad, abarcar muchísimo, ya lo sé, y por eso el libro se titula Una breve historia de casi todo, aunque en rigor no lo sea. No podría serlo. Pero, con suerte, cuando lo acabemos tal vez parezca como si lo fuese.

 

     Mi punto de partida fue, por si sirve de algo, un libro de ciencias del colegio que tuve cuando estaba en cuarto o quinto curso. Era un libro de texto corriente de los años cincuenta, un libro maltratado, detestado, un mamotreto deprimente, pero tenía, casi al principio, una ilustración que sencillamente me cautivó: un diagrama de la Tierra, con un corte transversal, que permitía ver el interior tal como lo verías si cortases el planeta con un cuchillo grande y retirases con cuidado un trozo que representase aproximadamente un cuarto de su masa.

 

     Resulta difícil creer que no hubiese visto antes esa ilustración, pero es indudable que no la había visto porque recuerdo, con toda claridad, que me quedé transfigurado. La verdad, sospecho que mi interés inicial se debió a una imagen personal de ríos de motoristas desprevenidos de los estados de las llanuras norteamericanas, que se dirigían hacia el Pacífico y que se precipitaban inesperadamente por el borde de un súbito acantilado, de unos 6.400 kilómetros de altura, que se extendía desde Centroamérica hasta el polo Norte; pero mi atención se desvió poco a poco, con un talante más académico, hacia la dimensión científica del dibujo, hacia la idea de que la Tierra estaba formada por capas diferenciadas y que terminaba en el centro con una esfera relumbrante de hierro y níquel, que estaba tan caliente como la superficie del Sol, según el pie de la ilustración. Recuerdo que pensé con verdadero asombro: «¿Y cómo saben eso?».     

 

     No dudé ni siquiera un instante de la veracidad de la información -aún suelo confiar en lo que dicen los científicos, lo mismo que confío en lo que dicen los médicos, los fontaneros y otros profesionales que poseen información privilegiada y arcana-, pero no podía imaginar de ninguna manera cómo había podido llegar a saber una mente humana qué aspecto tenía y cómo estaba hecho lo que hay a lo largo de miles de kilómetros por debajo de nosotros, algo que ningún ojo había visto nunca y que ningunos rayos X podían atravesar. Para mí, aquello era sencillamente un milagro. Esa ha sido mi posición ante la ciencia desde entonces.

 

     Emocionado, me llevé el libro a casa aquella noche y lo abrí antes de cenar -un acto que yo esperaba que impulsase a mi madre a ponerme la mano en la frente y a preguntarme si me encontraba bien-. Lo abrí por la primera página y empecé a leer. Y ahí está el asunto. No tenía nada de emocionante. En realidad, era completamente incomprensible. Y sobre todo, no contestaba ninguno de los interrogantes que despertaba el dibujo en una inteligencia inquisitiva y normal: ¿cómo acabamos con un Sol en medio de nuestro planeta y cómo saben a qué temperatura está?; y si está ardiendo ahí abajo, ¿por qué no sentimos el calor de la tierra bajo nuestros pies?; ¿por qué no está fundiéndose el resto del interior?, ¿o lo está?; y cuando el núcleo acabe consumiéndose, ¿se hundirá una parte de la Tierra en el hueco que deje, formándose un gigantesco sumidero en la superficie?; ¿y cómo sabes eso?; ¿y cómo llegaste a saberlo?

    

     Pero el autor se mantenía extrañamente silencioso respecto a esas cuestiones… De lo único que hablaba, en realidad, era de anticlinales, sinclinales, fallas axiales y demás. Era como si quisiese mantener en secreto lo bueno, haciendo que resultase todo sobriamente insondable. Con el paso de los años empecé a sospechar que no se trataba en absoluto de una cuestión personal. Parecía haber una conspiración mistificadora universal, entre los autores de libros de texto, para asegurar que el material con el que trabajaban nunca se acercase demasiado al reino de lo medianamente interesante y estuviese siempre a una conferencia de larga distancia, como mínimo, de lo francamente interesante.

 

     Ahora sé que hay, por suerte, numerosos escritores de temas científicos que manejan una prosa lúcida y emocionante (Timothy Ferris, Richard Fortey y Tim Flannery son tres que surgen de una sola estación del alfabeto, y eso sin mencionar siquiera al difunto aunque divino Richard Feynman), pero lamentablemente ninguno de ellos escribió un libro de texto que haya estudiado yo. Los míos estaban escritos por hombres -siempre eran hombres- que sostenían la curiosa teoría de que todo quedaba claro, cuando se expresaba como una fórmula, y la divertida e ilusa creencia de que los niños estadounidenses agradecerían poder disponer de capítulos que acabasen con una sección de preguntas sobre las que pudiesen cavilar en su tiempo libre. Así que me hice mayor convencido de que la ciencia era extraordinariamente aburrida, pero sospechaba que no tenía por qué serlo; de todos modos, intentaba no pensar en ella en la medida de lo posible. Esto se convirtió también en mi posición durante mucho tiempo.

 

     Luego, mucho después (debe de hacer unos cuatro o cinco años), en un largo vuelo a través del Pacífico, cuando miraba distraído por la ventanilla el mar iluminado por la Luna, me di cuenta, con una cierta contundencia incómoda, de que no sabía absolutamente nada sobre el único planeta donde iba a vivir. No tenía ni idea, por ejemplo, de por qué los mares son salados, pero los grandes lagos no. No tenía ni la más remota idea. No sabía si los mares estaban haciéndose más salados con el tiempo o menos. Ni si los niveles de salinidad del mar eran algo por lo que debería interesarme o no. (Me complace mucho decirte que, hasta finales de la década de los setenta, tampoco los científicos conocían las respuestas a esas preguntas. Se limitaban a no hablar de ello en voz muy alta.)

 

     Y la salinidad marina, por supuesto, sólo constituía una porción mínima de mi ignorancia. No sabía qué era un protón, o una proteína, no distinguía un quark de un cuásar, no entendía cómo podían mirar los geólogos un estrato rocoso, o la pared de un cañón, y decirte lo viejo que era…, no sabía nada, en realidad. Me sentí poseído por un ansia tranquila, insólita, pero insistente, de saber un poco de aquellas cuestiones y de entender sobre todo cómo llegaba la gente a saberlas. Eso era lo que más me asombraba: cómo descubrían las cosas los científicos. Cómo sabe alguien cuánto pesa la Tierra, lo viejas que son sus rocas o qué es lo que hay realmente allá abajo en el centro. Cómo pueden saber cómo y cuándo empezó a existir el universo y cómo era cuando lo hizo. Cómo saben lo que pasa dentro del átomo. Y, ya puestos a preguntar -o quizá sobre todo, a reflexionar-, cómo pueden los científicos parecer saber a menudo casi todo, pero luego no ser capaces aún de predecir un terremoto o incluso de decirnos si debemos llevar el paraguas a las carreras el próximo miércoles.

 

     Así que decidí que dedicaría una parte de mi vida (tres años, al final) a leer libros y revistas y a buscar especialistas piadosos y pacientes, dispuestos a contestar a un montón de preguntas extraordinariamente tontas. La idea era ver si es o no posible entender y apreciar el prodigio y los logros de la ciencia (maravillarse, disfrutar incluso con ellos) a un nivel que no sea demasiado técnico o exigente, pero tampoco completamente superficial.

 

     Esa fue mi idea y mi esperanza. Y eso es lo que se propone hacer este libro. En fin, tenemos mucho camino que recorrer y mucho menos de 650.000 horas para hacerlo, de modo que empecemos de una vez.

 

de Bill Bryson

INTRODUCCIÓN de “Una breve historia de casi todo”

Bill Bryson nació en Des MoinesIowa, y fue educado en la Universidad de Drake (Drake University), pero dejó los estudios en 1972 al decidir irse a viajar por Europa durante cuatro meses. Volvió a Europa el año siguiente con un amigo suyo del instituto, Stephen Katz (se sabe que este nombre no es el real). Algunas experiencias de este viaje las narra en forma retrospectiva en el libro Neither Here Nor There: Travels in Europe, que también incluye un viaje similar, realizado por Bryson veinte años después. Fuente: wikipedia.org

¡¡Atención!! El administrador de este blog cede su ejemplar de  “Una breve historia de casi todo”, de Bill Bryson, a quien lo solicite.

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ANOCHECIENDO

 

No sé qué hacer con esta sombra

que me lleva hasta ti.

Tú, haciéndote ceniza

en tu tumba de esquina soleada

esperando que vuelva convertido.

No sé si llego adelantado o tarde.

¿A qué hora habíamos quedado?

No sé qué hacer con esta sombra

que me pide dormir, dormir, dormir…

Échate a un lado madre,

que voy muerto de sueños.

 

de Manolo Romero

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martes, 2 de febrero de 2021

 

EL CANTO DE LA CHINITA

 

La claridad asoma en la ventana cuando ya en el salón he colocado las tazas el café magdalenas cruasanes la leche y el azúcar y vamos arrimando nuestras sillas. Justos en el aseo, tomamos nuestros bártulos y salimos del camping, sigilosos. Vamos al Noreste, la Casa del Barquero, o la del Parque, los dos nombres son válidos. Se trata de una obra peculiar, bien conservada, ubicada en el margen del pantano subiendo el río Alberche a nuestra izquierda, a media legua de La Rinconada, por la senda que lleva a Navaluenga. La marcha son al menos tres kilómetros de ida, y algo más de vuelta, pues el regreso proyectamos hacerlo en la subida hacia La Martijila por la senda de Navaluenga hasta llegar a la que ronda el Monte Agudo y bajar hacia el Cerro de las Víboras. Partimos de una cota 784; bajamos al pantano, 732, y llegaremos a 1017 si conseguimos enlazar con la senda del Cerro. Después todo será un descenso cómodo por la ladera hasta llegar al camping por el parking, el punto de salida.

       La Casa del Barquero, cota 771, ahora del Parque, fue centro de trabajo y residencia de un empleado de la compañía que construyó la presa el año 13 (1913), y luego adjudicado a la Confederación Hidrográfica del Tajo, Organismo estatal de aquella cuenca. Cuando el pantano se llenó y las fincas y caminos quedaron bajo el agua, los agricultores, ganaderos, y demás jornaleros del monte y la resina, se quedaron aislados; el barquero y su barca paliaron el bloqueo.

       Desde el camping bajamos al embalse por la senda de la Depuradora. Vamos de cara al Este. El tramo es corto, 321 metros, pero perdemos 52 de cota hasta llegar al agua inexistente. Remontar el Alberche era lo convenido. El monte es un enredo de bosque bajo y pinos; una senda torcida baja junto un arroyo que delimita el camping. A la izquierda se yergue un farallón rocoso cuya altura impresiona, 773; el contraste con el descenso al lecho del lago alienta el aliciente de aventura. La zona guarda cérvidos y guarros en su fronda. A sus pies el arroyo va casi siempre seco, y lo bordea: a él vierten los caudales cuando se desparraman las tormentas sobre el recinto de acampada, con desnivel de 27 metros, donde las caravanas vivaquean.

       Y por el Suroeste, a la derecha, sobresalen peinando el horizonte varios cerros: El Chamorzo Grande, 1307 metros; el Chico, 1184, y el Canto de la Chinita de 957. A la derecha del Canto se halla el Portacho de los Conejos, junto a una altura de 992 metros, y a la izquierda otra roca de 925 metros, ambas sin nombre, equidistantes, a 332 y 335 metros, respectivamente, de la Chinita. Y más abajo el Roble, en la cota 763.

      Sus laderas visibles miran por Lanchaquebrada a la Garganta del Iruelas y, entre ellos, las ventanas, o Portachos, como aquí se dice, culminan en quebradas escabrosas, aliviaderos rápidos del agua generada por tormentas terribles en el Valle. Estas tormentas son imprevisibles en las estribaciones del Sistema Central, Sierra de Gredos.

       Sus cauces naturales forman de súbito ingentes avenidas capaces de llevarse por delante todo lo que a su paso se interponga: arrasan con la tierra, socavan las canales, exhiben al desnudo las grandes masas pétreas célebres en el Valle; descarnan lanchas, crean monumentos, erigen rocas únicas, convexas, caballeras, emergidas del suelo pedregoso, y dan lugar a estampas mágicas que germinan cercadas por la fronda salvaje, exuberante, enmarañada; difícil de salvar al caminante.

       El Canto de la Chinita* es de las tres sin nombre la de menor altura, y se asoma al embalse cerca de Las Cruceras, antigua factoría resinera, hoy Centro de Turismo y de Interpretación del Parque en el Valle de Iruelas.

       El Canto, (cota 957), y La Chinita, son piedras caballeras sobre Las Cruceras: un pedrusco pelado sobre otro, visible sobre el cielo del horizonte azul como un grano de trigo a punto de caer desde lo alto de una lancha redonda hasta el Portacho de la Isiruela.

      Desde el retorcido tramo a la Depuradora, el horizonte pinta a contraluz del sol al Canto de la Chinita; su hechizo cautiva, y Blas sucumbe a él: ¡quiero ir allí!, señala firme con el dedo enhiesto… Yo le advierto, cuidado, pues se trata de una incursión compleja; que su subida es dura, y es alto el grado de dificultad; la perspectiva es falsa y engañosa; que no vamos dispuestos…; sé que lo sabe bien, pero se lo recuerdo: la vista en la distancia nada tiene que ver; la realidad del monte se ve cuando nos deje entrar, y entonces cataremos lo que nos vamos a encontrar. La mentalización es importante en la salida al monte. Nunca osaría llevar a nadie a una excursión de esa manera. Es peligrosa la improvisación. He subido las tres, incluso en solitario, y solo la atracción por la aventura justifica el intento. Es tierra inhóspita. Mas no se arredra; insiste. Percibo una razón para probarse después de su visita a las profundidades del Covid, y aquel corte de mangas del Aqueronte… Y allá vamos, los tres con Paky, que no objeta.

      La nueva meta dista del Camping 1534 metros. La ruta natural habría sido bajar al puente para seguir la carretera por la Perra Gorda hasta los Caballos, un pequeño rodeo, pero por estas fechas la Garganta va seca, y en lugar de volvernos hacia el puente, rebasamos la Depuradora junto a su aliviadero fétido, y cruzamos al frente el lecho, pedregoso y zafio, de lodos traicioneros y redondas piedras.

      Una vez superado, tomamos el embalse al Suroeste por la tranquila Senda de los Sentidos, entre la carretera y el pantano, delicioso paseo por la fronda de bosque y matorral, oculta al sol, cuya rutina muere en Las Cruceras.

      Por ella caminamos hasta la Peña del Roble, en línea con las tres, en la mitad del trecho; atalaya de roca en forma de combada plataforma, de 763 metros de cota, podio donde se aprecian impresionantes vistas del pantano. Cerca está el Picadero y el Canto, ambos a la derecha. Con los mapas del móvil, las rutas a seguir son variadas: un par de veces alcancé la cima, y ninguna fue igual. Y en un tercer intento, anterior a este, me desvié al Portacho de los Conejos, y opté por dirigirme hacia el Chamorzo Chico, al Sur de nuestra meta de hoy. Los tres cerros mayores comparten igual dificultad para salir de ellos: encontrar una ruta de bajada resulta más complejo que su acceso. Dejamos en su paz a la del Roble; abandonamos tristes la de los Sentidos, y animosos cruzamos la negra carretera. Una pista nos sale, amplia y taimada, girando hacia lo alto; linda con los caballos; discurre en la ladera y, aunque ya no lo vemos, estamos a 423 metros del Canto. Solo queda subir.

      Macizos de retama, zarzas, piornos, entreverados pinos, rocas escarpadas, pista que se diluye hasta extinguirse en una cruel canal: surcos de tierra suelta, reseca, pedregosa, roquedos caballeros desnudos, impactantes, y un desnivel abstracto nos fuerza a convenir un paso corto; a veces nos obliga a abandonarlo y seguir por el borde para avanzar salvando un salto seco. Una bifurcación, ¿por dónde?, dice Blas; es igual, se juntan más arriba, le respondo. Seguimos la de abajo, que rodea una gran lancha rocosa, razón de su desvío. A unos pasos nos sale otro ramal. Las dos alternativas, con similares trazas de canal, resultan ser escorrentías, aliviaderos, cantales ascendentes; tomamos a la izquierda. Poco más adelante nos encontramos con la disyuntiva dejada más abajo. Su izquierda lateral bronca, rocosa, con indelebles huellas torrenteras, muestra la maestría de las aguas roturando laderas a su antojo. Un poco más arriba descubrimos cómo las dos se unen, o se dividen cuando se desbordan. A los costados de los canalones, una vegetación rabiosa de pinos y de arbustos nos vigila. Por esa desazón hice primeros pasos en un campo a través, y un punto nos faltó para rendirnos. Consultamos el mapa, queremos evitar desviaciones, ya me pasó una vez con Los Conejos; no se oye ni un piar, ni aleteos de pájaros cantores o palomas, y el avistar de cérvidos o guarros alumbra por su ausencia, la experiencia confirma la idea subyacente: pisar el monte es avisar a sus vecinos la entrada de un intruso. Tal vez es la mitad de la ladera: le sale a Blas una canal minúscula justo a la izquierda, no está bien definida, porque está embozada: en un injerto diagonal discurre, y hacia arriba se apunta, estrecha, constreñida, distraída por abundantes ramas de retama. Más arriba se abre y ve más transitada, tal vez por animales de barranco. El ascenso por ella es agradable, poco a poco se aclara la maleza, y conseguimos avanzar un trecho sin tantos sobresaltos. El Canto de la Chinita sobresale al frente, las últimas distancias se nos hacen largas, suponemos estar aproximándonos al Portacho de la Isiruela, pero todo lo vemos cubierto de piornales y retamas, altos y entreverados, como si se tratara de una muralla arbórea propia de camuflaje, o de estrategia para la defensa; vamos a su través, y de improviso nos vemos en la base de la lancha, nos mira la Chinita desde arriba, fue un triunfo aproximarnos, la roca vertical nos corta el paso. A derecha e izquierda se cierra la pared por sus extremos: formaciones tenaces de maleza crecen entre las rocas: secos, leñosos y agresivos piornos disimulan escapes imposibles, el avance es incierto, a un lado y otro prolifera el piorno, la retama, la zarza, jaras pringosas, no recordaba bosque tan guerrero; decido por la izquierda: aunque han pasado años, rescata mi memoria la grieta desvelada en la incursión de un viejo tiempo, cegado de boscaje, hay paso en esa esquina, forzamos con las botas las matas que arrebujan los peñones; salvamos cada escollo, subimos un peldaño resquebrado; entramos en un claro de tierra revestido de matojos, en el que nos movemos con aprieto; apartamos las zarzas, y nos deja mirar: hay una grieta en la pared; hay un saliente, lo salvamos, y progresamos por un breve balconcillo que apenas se despega de la roca, nos lleva a la repisa imperceptible, pequeño mirador: nos aupamos; y la seguimos por su elongación: es un nervio, una grieta, un surco irregular en la pared, escalonado, adosado a la lancha en tortuosa diagonal hacia la cima; hay varios reservorios con tierra traicionera: uno promete, pero está copado por zarzas, y  en otro un pino sujeto firme al suelo entre la roca; al ansia del avance se oponen límites de vista, rodeamos el pino; tanteamos su aguante: lo dejamos; llegamos a otro claro, una repisa entre columnas pétreas sembrada de madera seca y matorrales vivos, y más allá una zarza nos muestra sus tentáculos señalando defensas agresivas, miramos a una piedra, es un estrado oblicuo, ineludible para continuar, Blas arriesga un rodeo, se iza en la pared, burla la grieta y se encarama encima; y desde arriba nos ayuda a superarla; desde aquella peana accedemos a otro tramo de grieta: se bifurca, nos pide exploración, por ahí no, vamos por ese lado, parece incierto, pero hay salida, pasamos bajo un arco de piedras caballeras, dejamos la lumbrera del increíble pórtico redondo, y al fondo vemos el pantano… ¡caray!, hemos llegado alto, un lagarto parece espatarrado.

       Un alto hacemos bajo el sol, y disfrutamos del vuelo de dos buitres: dibujan círculos bajo la cota nuestra: otean la ladera del cerro en una exhibición de su talento, podemos esperarlos, vuelven a aparecer dentro de un rato, pero seguimos marcha y descubrimos varias alternativas tentadoras, quizá con su salida cada una; decidimos tomar por un embudo que parece útil, al avanzar hallamos que al otro lado solo está el vacío; plegamos nuestros palos sobre las mochilas, echamos mano al suelo, que está alto, y pegados a la pared nos arrastramos por la canal angosta que sale a la derecha, nos aferramos a la roca buscando ese saliente, esa rotura, ese reborde que ayuda a que las manos sean los ojos, los pies y hasta el cerebro, y avanzamos cosidos a la lancha; más allá las arrugas nos abrazan en el ascenso lento; las rocas laterales alzan su mole al cielo; a nuestra espalda el verde mar de pinos llena el aire, superamos el tubo, y un pasaje se ofrece a nuestros ojos, lo tomamos, la lancha se dirige hacia el azul, los laterales prestan sus fisuras y las manos exploran, a la derecha se alza una promesa, la vista se desboca, y vemos a lo lejos La Chinita en escorzo, entre otras rocas, veremos si nos deja conquistarla; reptamos con el cuerpo pegado a la pared, el macizo rocoso, casi plano, emerge a la derecha: un nuevo mirador, al que me aúpo: la plataforma es amplia con excelentes vistas, y al aire La Chinita, lo recorro, y aviso: no hay salida, subir es una pérdida de tiempo, de energías… y una gozada.

       Regreso a la trinchera, y desde arriba observo que hay salida: las rocas abren un corral al fondo: un hueco; un pozo; no es grande, pero el suelo se ve llano, y un lateral abierto; sentado en el reborde, veo hierba abajo, Paky me alcanza, y aguardo su opinión: culmina por la izquierda, y se sienta en la roca, frente a la hierba, son dos metros, quizá algo más, hay un saliente en la pared que baja, junto a los pies colgando, abajo nos espera el claro entre las rocas, suelo de tierra, ralos matorrales; Blas nos alcanza; en la trinchera, abajo, descubre un hueco oscuro, sinuoso, intenta traspasarlo, y lo consigue. Paki se aproxima de frente a la caída, se deja resbalar hasta tocar el saliente con el talón, ya solo es cuestión de dejarse caer, y baja a los brazos de Blas. Yo prefiero saltar. Nos encontramos todos en el refugio y hoyo, entre rocas umbrías; la salida de los matorrales nos reclama, rodeamos las plantas, y damos a una zona favorable, andamos con destreza entre los roquedales y los piornos, ambos a igual altura, a la derecha, en un ascenso plácido. Entonces reparamos en que hemos hecho cima.

      La cumbre es un humilde pino dando sombra a la gran roca; la roca, cada roca, parece el fruto de la vegetación que la circunda; avanzamos entre ellas y, más allá de la que está más alta, en un suave descenso, la encontramos: es la Chinita del Canto, esperándonos al filo de su sima. Posa desnuda en el canchal enorme. Inclina hacia el vacío su oblongo cuerpo, exhibiendo el secreto que, desde la lejanía, su cara más visible enmascaraba: un esculpido banco para vivaquear de la subida. ¡Lo hemos conseguido! Fuera de aquel estrado, el palenque es un bosque impenetrable del que destacan pétreos monumentos megalíticos, inaccesibles, no por su altura, sino por la vegetación que las rodea: piornos, pinos, zarzas, jaras…, el sol aprieta, el descanso a la sombra de la Chinita nos advierte que no nos queda agua; el descenso preocupa.

      Hace cinco años, en agosto de 2015, pasé al otro lado del Portacho de la Isiruela y me interné en las praderas de más allá, hacia la presa; y por una senda entré en El Canto por el lado opuesto. La opción es buscar la cota 925, la roca de la izquierda, y utilizarla de salida. Pero el infierno de la plataforma del Canto es inabarcable: solo vemos lo inmediato. Podemos dar vueltas sin fin.

      Buscar rastros de animales es otra alternativa, ellos suben y bajan: identificar sus huellas resulta relativamente fácil, la dificultad radica en poder seguirlas, en esta labor empleamos casi dos horas, bajamos hasta donde llegan, generalmente un matorral impenetrable; más allá una sima; retrocedemos, seguimos otras huellas, descendemos hasta frondosidades de zarzas, y así una y otra vez, hasta que paramos a descansar, cada incursión, cada tentativa, es una madeja desmadejada, y volver al punto de partida, que no siempre es el mismo, para repetir una y otra vez el intento, nos está destrozando; la falta de agua pasa factura, nuestra resistencia se agota, estudiamos nuevas opciones, la ruta de subida no nos vale: el descenso por la pared se nos presenta muy arriesgado, rodear el cerro, explorar el otro lado, la idea no es nueva, pero el propósito de hacerlo desde la posición actual lo hace imposible: estamos a la altura media de la lancha de subida, no podemos retroceder a ella, al avanzar en la otra dirección para rodear el cerro nos sucede lo mismo que en los intentos de bajar: la vegetación inexpugnable, necesitamos subir a la cima, y explorar desde arriba, trazamos una recta virtual, y la seguimos, evidentemente, de recta nada, la subida es un tormento, para conseguirlo escalamos rocas, superamos rampas, caminamos por aristas, saltamos piedras caballeras, pasamos por debajo de peñascos; arrancamos yerbajos que nos estorban, retiramos troncos secos…, y al fin llegamos a la parte opuesta de la Chinita, una zona sembrada de piedras y vegetación, en donde se aprecian huellas de animales. Paky y yo las seguimos girando hacia la derecha, pero Blas toma la diagonal en plan cabra, por la parte más escarpada, y se dirige al lado opuesto: hacia La Chinita, de nada sirve ofenderse; nosotros seguimos nuestra ruta de rodeo al cerro, sin perderle de vista mientras salta entre los pedruscos, hasta que nuestras trayectorias convergen, y en ese flanco reconozco las hendiduras por las que, en los dos casos anteriores, pudimos descender a la ventana, al pie de la roca (en esas dos ocasiones vine con Luis, un viejo camarada del camping), al Portacho de la Isiruela, desde arriba contemplamos la panorámica: al frente se halla la cota 992, y más allá El Chamorzo Chico; y a la izquierda se extienden Los Prados y Peñas Bravas; desde ellas, una senda se acerca al Portacho y desaparece bajo los piornos y las retamas, que ocupan en toda su extensión las laderas de los cerros contiguos, (el del Canto y el 992), y el Portacho de la Isiruela, la inclinación de la lancha nos obliga a avanzar a paso de cangrejo: sentados, vamos impulsando el cuerpo columpiándolo con los brazos apoyados en la roca: así nos acercamos a la sima del macizo de la Chinita, la pared es abombada, su base incide en la lancha, en cuya intersección forma una junta o grieta inclinada hacia abajo marcada por raíces, por la que nos deslizamos para descender; poco a poco nos acercamos al bosque de retama y piornal hasta sumergirnos bajo su manto enrevesado, hostil; en los intersticios las raíces se agarran a las botas; tropezones y saltos entorpecen la inmersión en el piélago del entramado de piornos y retamas, y en él nos zambullimos lanzados desde las últimas rocas; las ramas, tercas, oponen resistencia con todas sus energías a nuestro avance agarrándonos de los brazos, de las piernas, de la ropa, con afán desesperado e imparable; en el forcejeo me paso del sendero llevado por la inercia, e inicio la subida de la otra ladera...

      Vencido y doblegado el bosque agotador, abandonamos el lago Estigia, no insistimos en llegar al pie de la lancha: nos basta con abatir al enemigo arbóreo, al que cedemos un rehén: un gorro de recuerdo (Blas lo dejó, sin duda, como pago a Caronte.). Una vez identificada la senda por la que antes subimos, nacida en la Isiruela bajo el océano boscoso, la retomamos a la inversa para descender. La vuelta es desesperada. A las dificultades propias de la pendiente se une la extenuación; y a las dos, la falta de agua: hace tiempo que agotamos las existencias; nos movemos bajo un sol de justicia, por eso el próximo objetivo es la Fuente de la Perra Gorda, La Perra Gorda es un pilón en un ensanche de la carretera al que le llega un hilito de agua; no le afecta la sequía, y hace poco lo vi limpio del verdín habitual, detrás hay una zona de praderas siempre verdes, lo que confirma la existencia de un venero persistente, voy pensándolo, y hablo de su ubicación para animar la marcha: que tiene agua (eso creo, eso espero…), la promesa de su caudal nos anima a seguir, y llegamos, y hay agua, y nos hartamos de beber, y llenamos las cantimploras, y nos desnudamos, y nos metemos en el pilón, y escandalizamos a todo el mundo. Un sueño. El sueño del descenso… Fueron 3´247 kms en 6 horas y 51 minutos. ¡De locos!

 *Blas puso nombre a la cota 957: “el Canto de la Chinita”, ubicado frente a Las Cruceras, en la Reserva Regional Valle de Iruelas. Septiembre de 2020."

©pbernal/2020

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 EL DÍA QUE ME DESHICE DE UN FAJO DE BILLETES

 

Y le dije puedes quedarte con tus tías y tus tíos ricos

y con tus abuelos y con tus padres

y su jodido petróleo

y sus siete lagos

y sus pavos salvajes

y sus búfalos

y con todo el estado de Texas,

queriendo decir las cacerías de cuervos

y tus paseos de los sábados por la noche

y tu biblioteca de tres al cuarto

y tus municipales encorvados

y tus artistas maricas

puedes quedarte con todo eso

y tus periódicos semanales

y tus famosos tornados

y tus sucias inundaciones

y todos tus gatos maullantes

y tu suscripción al Time,

y trágatelos, nena,

trágatelos.

Puedo manejar un pico y una pala de nuevo (creo)

y puedo conseguir

25 billetes por un combate a 4 asaltos (quizá)

claro que tengo 38 años,

pero un poco de tinte puede taparme

las canas;

y aún puedo escribir un poema (a veces),

no lo olvides, e incluso

si no me pagan,

es mejor que esperar la muerte y el petróleo,

y disparar a los pavos salvajes,

y esperar que el mundo

comience.

Muy bien, mendigo, me dijo, lárgate.

¿Qué?, dije yo.

Lárgate. Esta ha sido tu

última rabieta.

Estoy harta de tus malditas rabietas.

Siempre te comportas como un

personaje de una obra de O’Neill.

Pero yo soy diferente, nena,

no puedo

evitarlo.

Eres diferente, de acuerdo,

y ¡qué diferente, Dios mío!

No des un

portazo

al irte.

Pero, nena, ¡amo

tu dinero!

¡Ni una sola vez has dicho

que me amaras a mi!

¿Qué querías

un mentiroso o un

amante?

Tú no eres ninguna de las dos cosas,

¡fuera, mendigo,

fuera!

…Pero, nena…

vuelve a O’Neill.

Fui hacia la puerta,

la cerré suavemente y me fui

pensando: lo que ellos quieren

es un indio de madera

que diga sí y no

y que aguante las llamas y

no arme demasiado jaleo;

pero te estás

haciendo viejo, chico;

la próxima vez

no enseñes

tus cartas.

 

de Charles Bukouski

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