martes, 27 de febrero de 2018

gensanta


Forges

¡Gensanta!, Blasillo, hermano
en la isla fugitivo,
náufrago sin un abrigo
y sin muslamen a mano:
es formideibol, Mariano:
el funcionario me mata
con normativas de lata,
(sillón y libro la Concha,)
y tú buscando la loncha
del minúsculo bocata…

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sobre el asfalto
las palomas descienden
polvo de estrellas

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APUNTE DE LA LUZ SOBRE UN LIENZO BLANCO
Entonces recordé de pronto tus palabras.
Que me hablaste del mar y mis veleros,
y era tu piel de espuma,
(las sábanas, un tacto de sal que nos mordía.)
Me dijiste que el frío
llegaba hacia tus piernas. Te arropé varias veces,
como quien abrigara
aquel beso que nunca se ha olvidado.
(Mi piel tenía
la quemazón del agua cuando hierve.)
Con un hilo de voz me propusiste
que abriera los balcones.
Anudé las cortinas y me saltó un reluz
de nieve en los cristales.
Comprobé que no todo se había derrumbado.
(La calle, intacta,
tal como la dejáramos,
después de este destierro.)
Me contaste la noche en mis llanuras,
(jugamos a decir oscuridad
en tres idiomas.)
Me enseñaste a ser alba y mediatarde,
(o habitar el crepúsculo,
casi cuando amanece.)
Describiste tus cuadros mientras se ensombrecía
la luz sobre tu boca,
(autorretrato a oscuras en mi espejo.)
Entonces recordé
de pronto que me amabas.
(Y muy lejos, aún era temprano.)

de Cristina Cocca
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VII

Es acaso el azar quien nos gobierna.

Igual que por azar
llegamos a este mundo
sin nada entre las manos.

Como si nuestra vida
fuese un barco sin rumbo
llevado por los vientos sin destino.

El azar navegando en el azar.

de “apuntes”, 2001
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POR FIN LLEGÓ EL DÍA

Rubén era un niño feliz. Cuando empezó la guardería no dio problemas, se entretenía con todo. Igualmente cuando pasó a primaria. Al llegar los carnavales, el colegio eligió el tema del agua. Su mamá le hizo una nube con gotas de agua y un arco iris; el siguiente año el tema elegido fue la caza, su mamá también se ocupó de buscar una escopeta de plástico y un pollo, también de plástico, que le colgó de la cintura. Al siguiente de granjero, también Rubén iba muy aparente, con sombrero de paja, unas zanahorias y una hazadilla.
Pero en sexto el colegio dejó libre el tema. Aquí Rubén exclamó: ¡por fin llegó el día! Su madre lo miró extrañada, y Rubén le dijo: mamá, quiero ir de niña, cómprame un vestido; y quiero que me llaméis Rebeca. Ese día salió del armario.
Sus padres empezaron la lucha con la burocracia, y menos mal que no le habían bautizado. Al año siguiente le matricularon como Rebeca.

Amelia
(de SONRISAS)

martes, 20 de febrero de 2018

AL ASUNTO DE ESCRIBIR


KAILASH
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chapoteando
burbujean las ondas
lucha de medios

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AL ASUNTO DE ESCRIBIR


Al asunto de escribir, y no es engaño,
le he echado yo más de un año
a la luz de tanta lumbre
que nos es raro que hoy, u hogaño,
algún versillo redondo se me alumbre.

Por mor desa llama viva que suponen,
me llegan algunos días
gañanes, tahúres, ciegos, tuercedías…
a que les enseñe presto algunas cuadernas vías,
cuando no silvas hermosas
o facturas de sonetos olorosas.

Yo me niego de primeras,
pues me conozco un montón
y me tengo por guarreras
en el arte más hortera
de la poetización.

Luego cedo, pues soy manso,
y, a mayores, soy narciso,
y me hago pis por el piso
si presiento que en un friso
mi nombre se hará remanso…
así que me pongo ganso,
tomo pose de pensar
y hago camino al andar
acompañado del neto
pupilo y puro paleto
que me vino a preguntar.

Primero le inquiero, astuto,
sobre los fines al caso
de su inquietud de fracaso
en el arte de trovar…
¿si es por amor o por odio,
si es por sexo o por un podio
en un parnasillo impar?

Todos contestan primero
que buscan el verdadero
camino hacia la poesía…
luego, cuando corre el día,
van mostrando su venero,
que casi siempre es putero,
pues pretenden que el puntero
penetre como un venablo
en un cuerpo de mujer…
y, pinchado el alfiler
en su diana precisa,
yo amablemente les hablo:

Ha de antiguo, y es sabido,
que para tocar poesía
hace falta esa alcancía
que aquí llamamos papel
[los hay de pura verjura,
de satén o, si está dura
esa cosa del rimar,
los tienes cuadriculados,
con rayitas a los lados
y hasta de milimetrar];
luego se hace necesario
un instrumento corsario
que lleve tinta en su alma
[bolígrafos, lapiceros
plumas de ricos plumeros,
rotulador y compás
–que a veces viene divino
en lo de redondear–]…
y una mesa, cómo no,
que puede ser de alta encina
o de esos pinos que empinan
los montes con un pinar
[la mesa es muy necesaria,
pues le gusta a la fragaria
tesitura de los versos
que se apoyen los anversos
de las hojas primorosas
en superficie segura
y que no sea rugosa];
a más, una buena silla,
con cojín y barandilla,
con respaldo y balancín
te ha de venir de perilla.

Con el material dispuesto
y una luz de cielo raso
–mejor dos, pues se da el caso
de que se te funda a un paso–
ya podemos empezar
con el trámite payaso
de entreabrir en el Parnaso
la puerta del mueblebar.

Si quiere ser un poeta de combate
nuestro neobotarate
ha de hacérsele notar
que debe pisar la calle
por do bien que se la halle,
que debe entrar en tabernas
hasta que en las contubernas
le permitan opinar,
que ha de dormir en prostíbulos
[pero siempre sin follar],
que ha de beber con obreros,
con peones del textil
y con pordioseros mil
que se gastaron su paro
en esos juegos tan raros
que bonolotan al gil…
hecha la apuesta de calle,
es fácil que con reposo
nuestro botarate halle
algún verso en ese poso…
escríbalo, dele vueltas,
metaforícelo un poco
y al cabo de un par de copos
al pavo de su poema
ya le habrá crecido el moco.

Si el gañán se nos deviene
romántico anglosajón,
ha de jugar al rondón
de amar sin comerse un rosco
[es decir, que se me entienda,
ha de desear sin prenda,
arder sin poder tocar
y, cuando más le apetezca,
a la cama sin coitar].
No es fácil este proceso castrativo,
pues deja al poeta esquivo,
rijoso, blando y nocivo…
cuando no lo deja enfermo y ojeroso.
Incluso algunos tendencian a ser fidias
y blandamente se estatuan o suicidian.
Si el gañan pasa el proceso
de ver y oler a su musa
sin catarla,
tiene el poema en la fusa,
incluso en la semifusa y en la blanca.
Sufrir cuatro palabritas
medidas silabeando
y el poema ya está andando.

Si el morucho se me va por lo difícil
y pretende hacer la críptica poesía
que tiene en Patrocinio padre y guía,
simplemente le ubico el diccionario
frente a sus breves ojos combinarios
y le ruego que al azar lance el anzuelo
y lleve a su papel el negro velo
de lo que ha de ser verso inexcrutable
[dará lo mismo que se lea en bable,
en asturcón o en lírico castúo,
pues será bueno y, además, loable
su resultado memo].

Demasiado ya he dicho en este trecho
y, quiero que se entienda, doy por hecho
que con esta ripiosa lección mía
no vuelva ya ningún poeta en vías
a pedirle consejo a este deshecho
de hombre, de escritor… que está en barbecho
por falta de poemas estos días.

Estoy harto de mí…
¿cuánto más he de estarlo de esa horda
de aprendices que piden soga y borda?

Si aún no logré tensar con nitidez mi cuerda,
lo diré claro y alto: ¡Que a la mierda!

de Luis Felipe Comendador
(2009)
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VI

Inmerso en los problemas de la vida,
cegado por la prisa, sin nostalgia
de lo que dejo atrás,
olvido la sonrisa, la alegría
de vivir, de mirar al sol nacer
cada mañana. Y una noche
de insomnio y desazón, miro dentro de mí;
busco, pero no estoy…

Una oración evoco
y trato un armisticio con mi alma.


de “apuntes”, 2001

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KAILASH
(Taller SONRISAS)

El presente escrito tiene su origen en una foto que recibí por wasap, en la que se ve una impresionante Luna rojiza. La foto iba acompañada del siguiente comentario: “Kailash, monte sagrado cuya cima nadie ha pisado todavía”. Este dato es inexacto. Me explicaré: entre las cosas que más aprecio, guardo un escrito de mi padre que se refiere al Kailash. En el momento que sucedieron los hechos que en él se describen, mi padre tenía treinta y cuatro años, coincidiendo con su viaje al Tibet, donde sin dar explicación alguna, estuvo desaparecido durante veinticinco años. El relato dice así:
Para mi esposa e hijos, a los que he querido hasta la locura.
Espero, cuando leáis este escrito, juzguéis con benevolencia la tristeza y el estado de permanente ausencia que mostré desde mi regreso del Tibet. Desde entonces, todos y cada uno de los días, he vivido con la vehemente idea de romper el silencio y explicar lo que me sucedió allí. A la postre he callado porque, como fácilmente comprenderéis, en cualquiera de los casos, la verdad se volvería contra mí y os dañaría también a vosotros. Ni siquiera en este momento tengo la certeza de hacer bien, no obstante, no soporto que la cobardía sea el último pensamiento que me quede en la vida. Plenamente lúcido os cuento mi verdad.
El cinco de junio, a las 4 a.m., el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Kamandú. En la aduana declaré que visitaba el país por motivo religioso. Mentí cuando dije que pretendía unirme a los peregrinos que anualmente realizan la kora o circunvalación del monte Kailash para ganar la gracia de Buda o de Shiva. El agente nepalí debió entenderlo así: me miró incrédulo. Estampó el sello en el pasaporte e hizo ademán para que continuara mi camino. Tuve el tiempo justo para tomar, en un modesto chiringuito, una taza de te caliente y unos dulces de dudoso aspecto, antes de subir a una destartalada camioneta que me llevaría al Tibet, donde se hallaba mi destino, el monte sagrado Kailash, que se eleva a 6.714 m.de altitud. El último pico importante del mundo, cuya cima nadie había pisado hasta entonces, porque allí está la morada del bondadoso Buda, dios de la máxima dicha, y también la de Shiva, díos de la destrucción y la transformación, acompañados de sus respectivas consortes Dorje y Parvati. El recorrido fue un calvario, al extremo de agotar mis fuerzas, obligándome a permanecer en un maloliente catre durante una semana preso de vómitos y diarreas. Era consciente de hallarme en un lugar remoto e inhóspito, un frágil europeo a los ojos de las personas que me cuidaban, cuyas necesidades eran tantas, que me hacían sentir culpable de mis dolencias. Con la enfermedad medianamente vencida y amparado por la oscuridad de la noche, decidí completar el objetivo de mi viaje: subir a lo más alto del Kailash. Quería ser el primero. Me enfrenté a estrechas y empinadas canales; torrentes de agua que daban origen a imponentes ríos como el Bramaputra; inclinadas laderas cubiertas de inestables bloques de roca; siempre progresando por el laberinto que los dioses habían imaginado para subir. El sol lucía radiante cuando llegué al borde de un glaciar colgado en una extensa plataforma, sembrado de amenazantes seracs y profundas grietas de paredes azul turquesa y fondos oscuros por donde corría el agua a una gran velocidad, arrastrando piedras que producían un ruido aterrador. Anochecía cuando pude ver, muy lejos todavía, la cima del Kailash. Me sentía agotado, pero decidí continuar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Los pasos eran cortos, muy cortos y lentos, lentísimos por la mucha fatiga y la escasez de oxigeno. En la plenitud de la noche, bajo un cielo estrellado como nunca he vuelto a ver, surgió de repente un resplandor casi cegador que, como poderoso imán, me atrajo hacia él. Por fin había llegado el día: estaba pisando la mismísima cima del Kailash. A mis espaldas oí ruidos. Me volví: a corta distancia estaba un hombre delgadísimo, harapiento, desgreñado, ojeroso y mirada asustadiza; sentados, alrededor de una mesa, dos hombres, de imponente aspecto, y entre ellos, también sentadas, dos mujeres, de aspecto más imponente todavía. De inmediato comprendí que invadía la morada de los dioses. Me acerqué a la mesa con temor. Buda, con amable gesto me indicó que tomara asiento. Shiva lanzó varios rayos originando otros tantos truenos. Parvati me tranquilizó, “No te asustes, son artificios de bienvenida” miró a Dorje y al unísono me dijeron, “No eres el primero ni serás el último” y mirando cariñosamente al delgadísimo y harapiento hombre le anunciaron “Por fin ha llegado el día que esperabas” Inmediatamente comprendí que había dejado de ser libre, sometido a la voluntad de aquellos personajes en pago de mi vanidad. No volví a ver más ni tener noticia alguna del delgadísimo hombrecillo. El tiempo transcurría y mi ánimo se doblegaba sin ninguna esperanza, sin embargo confieso haber disfrutado algún momento durante el secuestro. En mi cautiverio no sufrí maltrato. Al contrario: comía y gozaba en igualdad con los dioses hasta la edad en que el deseo languidece. Era patente que mi cuerpo envejecía mientras los dioses y sus consortes gozaban de juventud inmutable y eterna. La desesperación se acrecentaba; a pesar del tiempo transcurrido, nadie después de mi se atrevía a escalar el Kailash. Al final, haciendo una excepción, decidieron en el veinticinco aniversario de mi llegada, mi libertad. Los cuatros me guiaron hasta un collado desde donde el descenso al valle no presentaba mayor dificultad. Puedo afirmar que los dioses lloran. El regreso a casa me resultó más difícil que la ascensión al Kailash.

de Blas Mendiola
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martes, 13 de febrero de 2018

UNA VISITA ESPECIAL


la espera...
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en una guerra
el hombre más sensato
es fratricida

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UNA VISITA ESPECIAL

Llego, te busco, te veo, te miro.
Me miras, me ves.
Te beso, me besas, espero…
Te pregunto cómo estás.
Contestas, hablas,
pero tus palabras se enredan,
las mías se frenan.
Nos vamos, andamos,
cantamos, miramos, nos vemos,
estamos tan cerca y a la vez tan lejos.
El tiempo se para, el mundo se aísla.
Tu mundo es otro, donde tú te encuentras.
Qué difícil es mirarte porque teniéndote cerca,
el abismo me aprieta, me ahoga.
Tu aspecto me anima,
no veo dolor, no veo sufrimiento.
Al final descubro que el mal es de otro,
tal vez el mío no es el tuyo,
tú en tu mundo pareces conforme.
Solo cuando me marcho
el corazón se me encoge,
te miro, me duele, me miras
y siempre parece que dices:
¿Dónde te vas?, ¿por qué te vas? No me dejes…
Solo un consuelo,
te olvidas, me olvidas, me pierdes,
TE QUIERO.

De Esperanza Fernández
(Sonrisas)
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V


En el alba de un abril,
en un vertedero agraz,
sobrevivía un rapaz
con los dientes de marfil.
Sucio de cara y perfil,
conforme su atrevimiento,
mirando la flor del viento,
el muchacho sonreía.
Ni el hambre de cada día
ocultaba su contento.

El raterillo vigila,
con su mirada curiosa,
la tarea laboriosa
preparando la mochila.
Ha descubierto tranquila
a la dueña de la casa;
empuja la puerta, pasa
de la cocina, registra,
y su cuidado administra,
porque, ¡malo si fracasa!

Y ya metido en faena,
ha cerrado la ventana,
abre un cajón, y devana
por su cuenta, y por ajena,
lo que, canto de sirena,
se le antoja saquear.
Vigila y vuelve a mirar
la cocina y el fogón:
toda su preocupación
está puesta en escapar.

Con su carita de pillo
envidia toda la casa,
y de sala en sala pasa
por las puertas y el pasillo.
La mujer toma un cepillo
de barrer; calla y espera.
Asco de mundo. Quimera.
Y con ternura suspira
hasta que el niño se pira.
Que se lleve lo que quiera.

de “apuntes”, 2001
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del taller SONRISAS

Allí estuve. Camino del refugio de Pombie con el objetivo de ascender al pico Midi D`Ossau. Paquita, mi compañera, tuvo un tropiezo: se rompió un dedo. Mis dos niños, que nos acompañaban, decidieron dejar el intento. Paquita se negó y nos obligó a continuar. Así lo hicimos. Con gran esfuerzo alcanzamos el collado, desde donde se iniciaba la parte difícil. Tres chimeneas o canales. La ascensión fue bellísima. Un padre y sus dos hijos.

de Blas Mendiola
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martes, 6 de febrero de 2018

LÍNEA III


Foto de Jorge: desde la ventana
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LÍNEA III

Buscando solución a sus problemas
se echó sobre la muerte
lanzándose a las vías

Los demás maldijeron
llegar tarde al trabajo.


de Carmelo González González, “Exorcismo”.
(incluido en "poemas robados", 2008)

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ADELHEID

Se arrodilló en la nieve y ahí mismo
ahí donde caía
brotó verde la hierba
tierna como si fuera
verano cuando el verde es más perfecto,
si en vez de invierno julio
un día de septiembre.
Era hierba y crecía sin semilla.
Estaba blanca nieve lívida
mordida por el frío
y respiraba apenas
un aire entre los dientes.
Las yemas de los dedos secas,
los labios muertos, las rodillas rotas
manchadas por la savia de esas hojas
recién nacidas de una fuerza
innominada.


de Eleonora González Capria
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IV

En el campo, los hombres,
los campesinos,
en la tierra trabajan
por pan y vino.

Duro trabajo,
con el sol en la espalda
y en sombra el amo.


Bajo la luna llena,
todas las noches,
cantan coplas y versos
a sus amores.

Y en el oscuro,
se adormecen sus voces
en un susurro.


Princesita morena
de risa clara:
tú que quitas la pena
con algazara,

ríe sin duelo
y dame tu alegría:
dame tu beso.


de “apuntes”, 2001
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TRABAJOS DE TALLER

Rapero
(a Pablo Hásel)

No pongas en tus palabras
al rey ni a algún otro mandatario,
no lo escribas, no lo cantes,
no lo nombres a diario:
puedes convertirte en presidiario.

Ya lo sabes, no me importa,
esto es pura estratagema,
ya soy viejo, ahora estoy en otro tema,
si por no ser joven no lo soy,
sí soy un viejo antisistema.

Quieren manejar mi mente,
soy consciente,
pienso solo y tengo mis convicciones;
aunque nunca me lo explican, yo ya sé
por qué suben las acciones.

Ahora los duques contratan,
como tantos empresarios,
esclavos de nuevo cuño:
son los llamados becarios,
que trabajan con muchos títulos
y no reciben salarios.


de Santiago
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La carta blanca

Me veo… como una hoja seca a merced del viento. Él se arrebuja en una silla de enea, pegado al sol del mediodía que cruza los cristales. Entro y salgo de las salas llenas de cachivaches, por donde campo a mis anchas. Me acerco vacilante con algo en la mano, y le pregunto con mi lenguaje primario: “¿Qué ez ezto, abelito?” Él me mira ausente, y hace un gesto ininteligible. Me pierdo en otra sala; revuelvo lo que me viene en gana, y se repite el periplo a la silla de enea; y la pregunta; y la respuesta. Hasta que llego con una cajita de madera. El abuelo se turba visiblemente e, intentando no mostrar sorpresa, ni demasiado interés, me dice con voz temblona: -Déjalo donde estaba. Y no lo abras nunca…

Evoco la silla vacía en aquel año, e incluso en los siguientes, cuando ya no vivíamos en la casa, que frecuentábamos de forma puntual. Alguna de esas ocasiones, ya con más aplomo y reserva, había buscado la cajita sin éxito, hasta que el tiempo diluyó aquel afán en una sensación de sueño o irrealidad.

Un día descubrí el misterio de la caja, sumando los cuchicheos de los mayores sobre ella. Deduje, entre palabras y silencios, cómo de muchachos, el abuelo y los chicos y chicas del barrio, habían ideado un juego diabólico al que le dedicaban la última noche del año. Juntos lo fueron perfeccionando, hasta compilarlo en treinta y tres cartas de baraja, en cuyas caras describían objetivos a cumplir durante el nuevo año. Sólo una, que se les pasó, estaba en blanco; y decidieron que, si alguien la recibía, pondría sus propias metas.

Crecí y vislumbré la intriga del juego. Y, cuando me ausenté a la ciudad para completar mis estudios, se vino conmigo el germen: la idea para reproducir la baraja, y jugar en las tardes de frío y tedio con mis colegas. Pero nunca lo llevé a cabo: otros cuidados llenaban nuestras horas, aunque siempre conservé mi secreto interés por la cajita.

Una Navidad en que regresé al pueblo, pregunté abiertamente por el juego de cartas. Enseguida advertí alarma e incomodidad en los rostros familiares. Ante su renuencia a hablar, una de las tías, después de cerciorarse de lo que yo sabía, me advirtió de aquella orden del abuelo: “Déjala donde está y no la abras nunca.”

Hoy, 31 de diciembre, tengo cita con la casa. Quizá la última. Entro, y un inexplicable impulso me lleva directamente a la sala donde la encontré hace tantas décadas. La he rescatado, he abierto su tapa y veo que un folio amarillento envuelve la baraja. La saco, sopeso el mazo y barajo: suena como un aleteo de palomas. Disfruto su sólida textura. Huele a pasado. Corto, y tomo una carta al azar… Está en blanco.

Con ella en la mano, despliego el papel. Y ahí están las fechas y nombres de los niños que sacaron la carta blanca, y no sobrevivieron a ese año… El del abuelo. Y el mío…

de Pedro
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