martes, 29 de diciembre de 2020

CONTRACORRIENTE

navidad secuestrada


 CONTRACORRIENTE

 Hay algo que agradecer al año que se va, y no es que se vaya. A fin de cuentas, todos se van: todos nos vamos. Pero este 2020 tan denostado nos ha dado muchas alegrías además de las tristezas por las pérdidas humanas, y por las otras, las económicas. Una de sus dádivas ha sido la constatación de que se puede vivir de otra forma, haciendo aflorar lo mejor de cada persona en incontables situaciones; otra, la fácil recuperación de la naturaleza cuando se le da la oportunidad, y la constatación de que otro mundo es posible; y la más sorprendente, el descubrimiento de la ciencia, de los científicos, de avances en la investigación logrados en tiempos muy cortos; la cooperación multinacional en campos comunes y la esperanza de aprendizajes y frutos en ese sentido.

      Hay muchas otras razones para agradecer el paso de este año, pero deberíamos reflexionar en un mantra que se ha hecho popular durante la pandemia: volver a la normalidad. Esa es la mayor equivocación que podemos asumir. En un momento idóneo para la reflexión, no podemos considerar prioritario volver a cometer los mismos errores: todos debemos plantearnos cómo hacer este mundo sostenible, pensar en el futuro, ser conscientes de lo que dejamos para nuestros hijos… ¡Huy!, que me temo que estoy cayendo en un tópico más. No, vale, borrar eso: vamos a seguir con lo nuestro, olvidemos lo del aire y la contaminación, consumamos a tope como si no hubiera un mañana, carpe diem, y cada cual que aguante su vela.

Lo siento, no volverá a suceder.

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«LÍDERES»

 

      Por organismos internacionales de toda solvencia España ha sido declarado el mejor país del mundo para nacer, el más sociable para vivir y el más seguro para viajar solos sin peligro por todo su territorio. Según The Economist, nuestro nivel democrático está muy por encima de Bélgica, Francia e Italia.

      Pese al masoquismo antropológico de los españoles, este país es líder mundial en donación y trasplantes de órganos, en fecundación asistida, en sistemas de detección precoz del cáncer, en protección sanitaria universal gratuita, en esperanza de vida solo detrás de Japón, en robótica social, en energía eólica, en producción editorial, en conservación marítima, en tratamiento de aguas, en energías limpias, en playas con bandera azul, en construcción de grandes infraestructuras ferroviarias de alta velocidad y en una empresa textil que se estudia en todas las escuelas de negocios del extranjero. Y encima para celebrarlo tenemos la segunda mejor cocina del mundo.

      Frente a la agresividad que rezuman los telediarios, España es el país de menor violencia de género en Europa, muy por detrás de las socialmente envidiadas Finlandia, Francia, Dinamarca o Suecia; el tercero con menos asesinatos por 100.000 habitantes, y junto con Italia el de menor tasa de suicidios. Dejando aparte la historia, el clima y el paisaje, las fiestas, el folklore y el arte cuya riqueza es evidente, España posee una de las lenguas más poderosas, más habladas y estudiadas del planeta y es el tercer país, según la Unesco, por patrimonio universal detrás de Italia y China.

      Todo esto demuestra que en realidad existen dos Españas, no la de derechas o de izquierdas, sino la de los políticos nefastos y líderes de opinión bocazas que gritan, crispan, se insultan y chapotean en el estercolero y la de los ciudadanos con talento que cumplen con su deber, trabajan y callan.

 de Manuel Vicent

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AÚN NO HE LLORADO

 Hoy quiero compartir con vosotros lo que escribí el pasado 28 de junio porque el día 24 de diciembre, por la noche, por fin lloré por la falta de mi madre.

 28 de junio de 2020

Cuando llegas a cierta edad –mi edad ya me parece incierta–, la relación con la muerte se empieza a hacer infame y hasta vulgar, perdiendo esa calidad mítica que le otorgaba la juventud y tomando un cariz que se acerca más a la carnicería y al supermercado que al sentimiento profundo de lo inexorable.

En los últimos meses me han tocado varias muertes cercanas –casí podría decir que muchas, porque han sido muchas– y algunas de ellas capaces de llevarme al sentimiento de lo perplejo –fundamentalmente por la cercanía de edad y por la afinidad vital y cultural–, y entre ellas, la de mi madre, en la que he sido un actor secundario de carácter y a la vez un espectador absorto de una sordidez final que no debiera estar permitida ni por ley ni por moral. Mientras mi madre acababa, yo observaba a mi hermana y a mis hijos, notaba su dolor y admiraba sus lágrimas –lágrimas verdaderas– mientras sentía estupor por mi entereza de ánimo –que a veces confundía con frialdad y sentía remordimiento por ello–. Ellos apenas han tenido en su vida relación con la muerte, cosa que a mí me ha sido dada por un azar tremendo, lo que ha terminado construyendo en mí una coraza fuerte, a la vez que me ha educado en la tramitación de los finales inexorables.

De la muerte de mi madre he aprendido mucho: la doble moral que sujeta los protocolos sanitarios e impide poner dignidad cuando ya no queda nada, el ardido negocio de la muerte, la pesetera actitud religiosa de quienes administran sacramentos con factura y la diferencia que existe entre el hombre y las leyes armadas por el hombre. Mi madre murió deshecha físicamente, le sobraron semanas de vida que nadie quiso evitarle y eso propició que lo que iba a ser un recuerdo hermosísimo de paso, terminase empañado de dolor y de cierta sensación de miserabilidad. Mi madre no se merecía eso, ni ella ni nadie, y sé a ciencia cierta que se lo debemos a esos integrismos seculares venidos de la sinrazón religiosa (en unos días, mi padre le hará una misa, pero yo no iré, y no iré por decencia y por integridad moral y racional, que yo ya despedí a mi madre como se merecía hace muchos días y no necesito más teatro).

Como decía, he tenido la buena o mala suerte, que no lo sé, de asistir a demasiados finales –aún recuerdo al suicida que cayó frente a mis ojos en el patio de luces de la casa de mis padres un primero de enero– y eso me ha hecho duro. He llorado por algunos de esos muertos, pero aún no he podido llorar por mi madre, y quizás sea porque la siento aún a mi lado, sonriendo y haciéndome roscas de nata o deliciosos filetes empanados, porque aún soy capaz de pedirle prestados unos euros para salvar el mes y esperar su respuesta inmediata: ‘¿Necesitas más, hijo?’. Y quisiera llorar mánsamente, como lo hacen mi hermana y mi padre o como lo hacen mis hijos, llorar de impotencia. Imagino que un día de estos lo haré. Lloraré, pero no será de tristeza, como lloré antes por mis otros muertos, que esta vez lloraré de alegría por haber tenido una madre tan hermosa y tan buena.

Y eso.

 [Luego escribí los versos que siguen]

 

Hoy sale en el pasquinero

de nuestra estrecha ciudad

mi madre con marco negro

y esa costumbre vulgar

de una cruz en cabecera

para el que quiera cruzar.

 

No es mi deseo más grato

verla publicada ahí,

pero este pueblo es pacato

y hay que pasar por el rato

–mi padre lo quiere así–

de aguantar al timorato,

al quedabién y al ingrato

que, mientras vivió mi madre,

fue el tipo más baladí.

 

de Luis Felipe Comendador

diariodeunsavonarola.blogspot

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MALOS RECUERDOS

"La vergüenza es un sentimiento revolucionario."

Karl Marx

 

Llevo colgados de mi corazón
los ojos de una perra y, más abajo,
una carta de madre campesina.


Cuando yo tenía doce años,
algunos días, al anochecer,
llevábamos al sótano a una perra
sucia y pequeña.

 

Con un cable le dábamos y luego
con las astillas y los hierros. (Era
así. Era así.
Ella gemía,
se arrastraba pidiendo, se orinaba,
y nosotros la colgábamos para pegar mejor).

 

Aquella perra iba con nosotros
a las praderas y los cuestos. Era
veloz y nos amaba.

 

Cuando yo tenía quince años,
un día, no sé cómo, llegó a mí
un sobre con la carta de un soldado.

 

Le escribía su madre. No recuerdo:
«¿Cuándo vienes? Tu hermana no me habla.
No te puedo mandar ningún dinero…»

 

Y, en el sobre, doblados, cinco sellos
y papel de fumar para su hijo.
«Tu madre que te quiere.»
No recuerdo
el nombre de la madre del soldado.

 

Aquella carta no llegó a su destino:
yo robé al soldado su papel de fumar
y rompí las palabras que decían
el nombre de su madre.

 

Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo,
pero aunque tuviese el tamaño de la tierra
no podría volver y despegar
el cable de aquel vientre ni enviar
la carta del soldado.

de Antonio Gamoneda

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FELIZ 2021

 

De niño, con paciencia, sin recelo

esperaba.

 

A menudo, en la espera,

contenía el aliento.

 

Era,

la apnea voluntaria,

mi truco favorito,

porque el pulso interior se d i l a t a b a

hasta que mis pulmones recobraban,

exhaustos, el resuello;

y el tiempo, su latido.

 

Creía, con aquel juego inocente,

detener el reloj,

acercar el futuro.

 

Aprendí, sin embargo,

lo que el tiempo ya sabe:

 

el final de la espera es la utopía.

 

De Matías Muñoz / feliz 2021

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