Casandra
Hablo porque mi corazón lo necesita. Pero el muerto que habita entre mi sangre sabe que mis palabras son sus hijos y que antes de que nazcan una mano asesina los borra con premura, de manera que acaso mi silencio sea más elocuente que mis gritos. Mas ni siquiera la desesperanza, la infame incertidumbre de mi inútil destino, logran apaciguar mi corazón y convertirlo en un destino mudo. Hablo porque los perros que vigilan mis noches aúllan a una muerte que se viste de niña y que pocos descubren y que muchos abrazan como si se tratara de la vida. Sé que mis advertencias sufrirán el destino de las tristes rameras que van de lecho en lecho apagando una fiebre tan ciega como el mundo. Pero si os acercáis a la puta más vieja en el oficio os dirá que ninguno preguntó por su nombre, que nadie se asomó al dulce precipicio de sus blancos terrores y que fue un espejismo sembrado en frío mármol.
Pero mi corazón se abrasa entre los hielos de la sabiduría. Conozco la implacable avaricia que mora en la esperanza. Sé que la hiel más dulce y venenosa brota del falaz girasol de la ilusión. Me ha sido dado conocer que la estirpe de los humanos, ese extraño y doloroso proyecto abandonado por los dioses y que tal vez jamás vuelvan a retomar, esa famosa estirpe a la que pertenezco, vive en la necia confianza de un destino sagrado. Tenéis el corazón parado en la hora incierta de la felicidad. Y así, desprevenidos, no os apercibiréis de la fiera antropófaga que lo habita. Huelo la sangre de sus colmillos cada vez que mis labios arden sobre una piel amada. Y recelo de mí como la hiena de su propio hijo. Y aún así, no lograré eludir mi cierta desventura.
Casandra, hija de la razón y los instintos, qué vocación la tuya tan desmedidamente solitaria y tardía. Deberías hablar a los que aún no han nacido. Deberías poner los labios sobre todos los vientres abultados y susurrar allí tus tristes advertencias. Tal vez siquiera uno de ellos entraría en la vida y no en la Historia. Mas todo ha sido ya previsto: tu lucidez y su absurda ignorancia, tu grito y su sordera. El cielo cada vez está más bajo, no lo mires. Niégale el llanto amargo que te abrasa, acércate hasta el mar y deja allí tus lágrimas.
Francisca Aguirre
(Detrás de los espejos)
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