lunes, 24 de noviembre de 2025


Colores del otoño


PORQUE A VECES HAY QUE DESCANSAR

DE LA POESÍA SOCIAL

(a Luis Alberto de Cuenca)

 

Azules las piscinas

y llenas de sirenas

con bañadores divinamente escasos,

con tirantitos liebres

que juegan a caerse levemente,

con pies siempre desnudos

y llamadas al sol

para que creme

como una mano diestra

las pieles intocadas...

 

Azules

como unos ojos azules

que te miran

y no sabes si desean

o simplemente miran...

Y ese protocolo de la ropa...

Sacarse sin pudor la camiseta,

bajarse el pantalón o la faldita,

colocarse los pechos

en los tersos cazuelos con engaño

o sacarse sin más el bañador

de la fragua opresora de las nalgas,

solo con dos deditos...

¡Oh, Dios!...

 

Azules las piscinas

y el pelo recogido

en moños o coletas,

el antebrazo sobre los ojos

y el cuello presentado

para lamerlo a tientas

o llenarlo de flores

o de joyas carísimas

o de manos incluso...

¡Oh, Dios!...

 

Azules las piscinas de lapislázuli

cuando el cuerpo se estira

y alza su corto vuelo

para romper la calma

del agua tragacuerpos...

Y ser el agua

rodeando el volumen

y jugar a lo arquímedes

en ese más o menos...

¡Oh, Dios!...


Y los cuerpos mojados,

empapados y plásticos,

subiendo la escalera

de acero inoxidable,

los cuerpos apretados de agua,

enervados del frío pasajero

de ese salir al aire,

con sus puntas afiladas de pronto.

¡Oh dios!,

afiladas...

Y el goteo fantástico

que sucede sin más entre los muslos

mirando a contraluz.

 

Azules las piscinas

que topacian los cuerpos hundidos

que se deslizan

como cremosos peces imposibles,

azules como esos ojos

tan capaces de ahogar

y ser ahogados

en saliva reciente...

¡Oh, Dios!...

 

Pero ya están vacías las piscinas azules

o dejadas al gesto de la vida primaria

de las algas golosas

que todo lo hacen verde...

Despobladas piscinas

verdes de los otoños,

vaciadas de cuerpos

y de deseos cándidos,

solitarias por meses

hasta que el tiempo escampe.

 

©Luis Felipe Comendador 

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En las residencias...

 

En las residencias de ancianos, la relación con los objetos se desvanece. Buyng-Chul Han decía que los objetos, cuando son verdaderamente nuestros, guardan en su materia una huella del alma, un rastro del tiempo vivido. Pero aquí nada nos pertenece. Las cosas llegan y se van, impersonales, funcionales, ajenas a toda biografía.

     El cepillo, la taza, la manta: todos se parecen. No hay en ellos el peso del recuerdo ni la promesa del porvenir. Son objetos sin historia, sin tacto propio, sin ese brillo que nace del uso íntimo y del cuidado reiterado. En su neutralidad, los objetos institucionales nos devuelven a la intemperie, como si la vida se despojara de sus signos.

     Entonces inventamos. Fingimos reconocer en una silla o en una taza algo de lo que fuimos. Les damos nombres, les prestamos afecto, y por un instante parece que nos devuelven la mirada. Pero sabemos que mienten, o quizás que solo cumplen su papel de consuelo. Aun así, en ese gesto de invención, hay una forma de resistencia: crear sentido donde todo tiende al anonimato.

     En ese mínimo acto —poner una flor en un vaso idéntico a los demás, doblar una manta como si fuera la de la casa antigua, guardar una carta en el cajón de una mesa compartida— se abre una grieta de humanidad. Los objetos no nos pertenecen, pero nosotros los tocamos con una intención que los rescata del vacío. Allí, en ese roce silencioso, la memoria todavía respira. Y mientras algo respire, aunque sea en lo más leve, la vida sigue diciendo su nombre.

 

© Inés Fontana Trotti