Colores del otoño
PORQUE A VECES HAY QUE
DESCANSAR
DE
(a Luis Alberto de Cuenca)
Azules las piscinas
y llenas de sirenas
con bañadores divinamente
escasos,
con tirantitos liebres
que juegan a caerse
levemente,
con pies siempre desnudos
y llamadas al sol
para que creme
como una mano diestra
las pieles intocadas...
Azules
como unos ojos azules
que te miran
y no sabes si desean
o simplemente miran...
Y ese protocolo de la ropa...
Sacarse sin pudor la
camiseta,
bajarse el pantalón o la
faldita,
colocarse los pechos
en los tersos cazuelos con
engaño
o sacarse sin más el bañador
de la fragua opresora de las
nalgas,
solo con dos deditos...
¡Oh, Dios!...
Azules las piscinas
y el pelo recogido
en moños o coletas,
el antebrazo sobre los ojos
y el cuello presentado
para lamerlo a tientas
o llenarlo de flores
o de joyas carísimas
o de manos incluso...
¡Oh, Dios!...
Azules las piscinas de
lapislázuli
cuando el cuerpo se estira
y alza su corto vuelo
para romper la calma
del agua tragacuerpos...
Y ser el agua
rodeando el volumen
y jugar a lo arquímedes
en ese más o menos...
¡Oh, Dios!...
Y los cuerpos mojados,
empapados y plásticos,
subiendo la escalera
de acero inoxidable,
los cuerpos apretados de
agua,
enervados del frío pasajero
de ese salir al aire,
con sus puntas afiladas de
pronto.
¡Oh dios!,
afiladas...
Y el goteo fantástico
que sucede sin más entre los
muslos
mirando a contraluz.
Azules las piscinas
que topacian los cuerpos
hundidos
que se deslizan
como cremosos peces
imposibles,
azules como esos ojos
tan capaces de ahogar
y ser ahogados
en saliva reciente...
¡Oh, Dios!...
Pero ya están vacías las
piscinas azules
o dejadas al gesto de la vida
primaria
de las algas golosas
que todo lo hacen verde...
Despobladas piscinas
verdes de los otoños,
vaciadas de cuerpos
y de deseos cándidos,
solitarias por meses
hasta que el tiempo escampe.
©Luis Felipe Comendador
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En las
residencias...
En las residencias
de ancianos, la relación con los objetos se desvanece. Buyng-Chul Han decía que los objetos, cuando son verdaderamente
nuestros, guardan en su materia una huella del alma, un rastro del tiempo
vivido. Pero aquí nada nos pertenece. Las cosas llegan y se van, impersonales,
funcionales, ajenas a toda biografía.
El cepillo, la taza, la manta: todos se
parecen. No hay en ellos el peso del recuerdo ni la promesa del porvenir. Son
objetos sin historia, sin tacto propio, sin ese brillo que nace del uso íntimo
y del cuidado reiterado. En su neutralidad, los objetos institucionales nos
devuelven a la intemperie, como si la vida se despojara de sus signos.
Entonces inventamos. Fingimos reconocer en
una silla o en una taza algo de lo que fuimos. Les damos nombres, les prestamos
afecto, y por un instante parece que nos devuelven la mirada. Pero sabemos que
mienten, o quizás que solo cumplen su papel de consuelo. Aun así, en ese gesto
de invención, hay una forma de resistencia: crear sentido donde todo tiende al
anonimato.
En ese mínimo acto —poner una flor en un
vaso idéntico a los demás, doblar una manta como si fuera la de la casa
antigua, guardar una carta en el cajón de una mesa compartida— se abre una
grieta de humanidad. Los objetos no nos pertenecen, pero nosotros los tocamos
con una intención que los rescata del vacío. Allí, en ese roce silencioso, la
memoria todavía respira. Y mientras algo respire, aunque sea en lo más leve, la
vida sigue diciendo su nombre.
© Inés Fontana
Trotti
