martes, 26 de marzo de 2019

BORRADOR DE UN POEMA


Nacimiento del arroyo de La Vegiga, en la falda de La Najarra, Miraflores
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bajo la roca
cuna de La Vejiga
canta la fuente

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BORRADOR DE UN POEMA

Me levanto a las seis aunque detesto madrugar.
Me pone malo el agua fría pero abro el grifo de agua fría
y aguanto diez segundos bajo el chorro.
Me gusta el café solo y me sienta mal la leche
pero le echo un golpe de leche al café y lo tomo con azúcar
aunque no me gusta endulzarlo.
Solo fumo cuando atardece, y aún así
enciendo tan temprano un Camel:
si todo sale según lo previsto
al terminar el día me habré fumado cajetilla y media.
Detesto oír la radio en la mañana, esos comentaristas
que avisan del apocalipsis a diario,
pero prendo la radio y oigo un bocazas
decir que España se rompe y que hay que echar a los moros.
Gomina en el pelo. Agua de colonia.
Sus zapatos y su pantalón y su camisa.
No bebo alcohol pero a las seis y media estoy
en la barra del Zettelmeyer
tomándome un coñac.
Me deprimen los tambores de la prensa deportiva
pero ahí estoy leyendo el Marca, un reportaje
sobre el mercado de fichajes de este invierno.

¿A qué viene todo esto?
Digamos que es costumbre familiar.
Cuando se muere un padre alguno de sus hijos
tiene que regalarle un día,
hacer durante un día las cosas que el difunto ya no hará,
ponerse en su lugar.
El día de regalo, ya te digo.
Son las siete y se yergue ahora la pregunta:
¿qué hacía mi viejo toda la mañana?
¿qué hacía un hombre de cincuenta y nueve
años en paro desde hacía dos
después de cuarenta años de trabajo?
Supongo que buscar trabajo ansioso,
pensar en el suicidio mientras llegaba el infarto
que al fin puso remedio a sus tristezas.
No sé. Era demasiado orgulloso
para arrastrarse a pedir algún favor o mendigar unas faenas.
A las nueve tengo que volver a casa
para llevar a Joaquín a la guardería y me preguntará
por qué no lo lleva el abuelo como siempre
-y siempre ahí significa tres meses a diario-.
Se va, se va, el poema se me va por lo anecdótico.
No es más que un borrador.

Mientras regalo el día me sacuden recuerdos del difunto:
a veces tiernos o hilarantes o brutales.
No me pegó jamás (claro que sí pegó a mi madre
una vez, después fue a emborrachase,
volvió a las tantas repitiendo su cantinela insoportable
"me tengo que matar" "qué he hecho" "tengo que matarme"
shalalá:
estuve un año sin dirigirle la palabra,
-tiene algo de mérito porque yo tenía doce años-).
Era de sangre muy caliente, yo creo que era bipolar,
había días que el mundo era un cachorro que estaba pidiéndonos
que saliésemos a jugar con el,
y otras era un campo de concentración
en el que nos había tocado el papel de prisioneros.
Se quejaba de su puta suerte muy a menudo.
He heredado algunas cosas suyas, no puedo negarlo.
La relación con el dinero por ejemplo: gastarlo
cuando lo tengo como si no hubiera mañana, no darle
importancia alguna y pasar luego meses penando
por haber gastado los ahorros y decirme qué idiota eres,
no darle importancia al dinero
te hace pensar en el dinero a todas horas.
También la frialdad emocional es suya.
Ese esconderse suyo para echar unas lágrimas por algo.

Mi padre tuvo una infancia complicada.
Hijo de madre soltera en la España de los cuarenta.
Lo inscribieron en el libro de familia como hermano de su madre.
Esas cosas pasaban en los heroicos días
del nacionalcatolicismo.
Se crió en un café cantante. Lo despertaban de madrugada
a los diez o doce años para que fuera por hielo.
Debió ver cosas muy edificantes
que le sirvieron luego para no escandalizarse por nada.
Se salvó mediante el fútbol.
Jugaba bien, se soñaba estrella de los estadios, como tantos,
como yo mismo más adelante.
Por las mañanas trabajaba en un taller de mecánico
mientras cumplía 21 y podía sacarse el carné de camión,
y por las tardes entrenaba.
Lo fichó el Atlético Sanluqueño, camiseta verdiblanca.
Luego conoció a mi madre en la Alameda Vieja.
Ella quedó embarazada y se casaron
como era lógico en la época.
Dejó el fútbol, empezó con los camiones.
Llegué yo.
A veces le tomaba el pelo diciéndole:
tú que querías ser futbolista y terminaste
conduciendo los autobuses que llevan a los futbolistas
del aeropuerto al hotel, del hotel al estadio, del estadio al aeropuerto.
Dejaba de hablarme durante semanas.

Y bien ya son las nueve. Mi madre ni siquiera se sorprende
de verme oliendo a él, vestido de él, dispuesto a hacer
lo que él hubiera hecho de estar vivo.
Llevar a su primer nieto a la guardería.
Un nieto que lleva su nombre y que es también hijo de madre soltera.
¿Por qué no me lleva el abuelo como siempre?
El abuelo ha muerto, peque.
Ah, vale.
Pero lo puedes seguir viendo: están los sueños.
Ah, claro.
¿Qué hacía mi padre toda la mañana?
Una zona de sombra o libertad hasta las 2,
cuando tenga que regresar a recoger a Joaquín a la guardería.
Me invento que se dedicaba a conducir.
Casi cuarenta años conduciendo
camionetas, camiones, pomposos coches de magnate, valencianas,
y de repente, el paro,
la quiebra de la empresa por orden del gobierno,
una indemnización y hasta la vista.
Me gustaba de niño,
verlo llegar en un interminable tráiler,
en cuya cabina -con una palanca de cambios del tamaño de un bastón-
nos apilábamos sus hijos mientras él subía a comer.
Y los camiones cisternas en los que alguna vez me llevó a Cádiz:
él cargaba en el puerto mientras yo, quice años, dieciséis,
me iba de librerias.
Ahora que lo pienso, si me preguntaran
qué hiciste con tu padre,
tendría que responder: kilómetros, muchos kilómetros.
Más kilómetros compartimos que palabras.

Hay algo que nunca le perdonaré,
ni siquiera mientras le regalo el día.
Chicuelo, nuestro bóxer.
Nos lo trajo una tarde y unos meses después nos lo quitó.
Él, que nunca le hacía caso a mi madre, se lo hizo en aquello.
Joaquín, no bebas. Y seguía bebiendo.
Joaquín, no fumes. Y seguía fumando.
Joaquín, no tardes. Y volvía a las tantas si volvía.
Joaquín, deshazte del perro. Y se deshizo del perro.
Qué cabrón.
Nos hizo creer que Chicuelo se había escapado
y allá que nos fuimos todos los hermanos a buscarlo.
Gritábamos su nombre en barrios en los que antes
no hubiéramos entrado ni hartos de droga
igual que los chavales de esos barrios
no entraban en el nuestro.
Volvíamos de nuestras expediciones con las manos vacías
y el ánimo arrasado.
Todos nos ocultábamos para que los otros no nos vieran llorar.
Qué cabrón.
También él se ocultaba.
Se dio cuenta a los dos días que perder un perro
era mucho más grave de lo que su elocuente infancia cruel
podía permitirse.
Una vez Chicuelo se meó en el pasillo
y él cogió al perro y le metió el hocico en los orines:
así aprenderá que aquí no se hace,
a mí me lo enseñaron cuando chico.
Se meaba en la cama, y para enseñarle que eso no se hacía,
que no tenían plata para colchones y sábanas,
le hundían la cara en la mancha de meado.
Pero siguió meándose en la cama algún tiempo más.
Se levantaba y antes de que le hundieran la cara en la mancha de orín
él mismo hundía la cara.
Mucho más tarde, cuando Chicuelo era sólo un fantasma
que se nos aparecía en sueños,
e iba del sueño de uno al de otro como familiar solitario
que cada tarde visita a un pariente para recordarles que existe,
mi padre nos contó que lo dejó en la carretera de Trebujena.
Primero nos dijo que se lo había dado a unos de una finca,
pero la verdad fue más fuerte que él
y años más tarde nos la tuvo que contar.
Vi claramente al perro extrañado en el camino,
pensando que era un juego de su amo,
se metía en el coche y él tenía que perseguirlo,
pero aceleraba y aceleraba,
lo miraba por el espejo retrovisor y le decía adiós a Chicuelo.
Y el perro se cansaba y se paraba y se iba empequeñeciendo
sin saber que iba a agrandarse nuestra angustia.
Qué pedazo de cabrón.

El día de regalo lo emplearé en conducir por la carretera de Trebujena.
Han pasado más de veinte años y seguro que Chicuelo
murió atropellado o desfalleció de hambre o lo encontró alguien
y lo adoptó o lo utilizaron unos miserables
para que se entrenaran unos perros de pelea.
Pero yo conduzco en el papel de mi padre
por la carretera de Trebujena
buscándolo en aquellos días felices de mi infancia
en que los hermanos nos peleábamos por ser los primeros
en regresar a casa
par sacar a Chicuelo.
Creo que es la única vez que odié a mi madre, cuando supe.
Si encontrara a un perro cualquiera en el camino
lo montaría en el coche de mi padre
y se lo llevaría de regalo a Joaquín, su nieto.
Después por la tarde, tras comer y tras la siesta -que nunca duermo-
me tomaré otro café con leche, pugnando con la náusea,
iré al España a tomarme un par de finos,
le compraré cupones al ciego y haré una quiniela
aunque jamás me gasto un duro en juegos de azar,
y más tarde veré algún programa bobo de televisión
y me tomaré un gin-tonic por toda cena,
un Camel detrás de otro para acabar el día de regalo,
hasta que toque irse a la cama,
encenderé la radio, aunque me tortura oír la radio de madrugada,
esos programas de gente que llama para contar tragedias
que quizá le hicieran sentir a mi padre
que tampoco le iba tan mal.

(Dejaré aquí este borrador de poema,
quizá algún día mi hijo lo descubra entre mis cosas,
y piense: un día de regalo, vale, padre,
y se levante como yo a las tantas, aunque le guste madrugar,
y se tome un café solo y sin azúcar, aunque le siente mal,
y se duche con agua muy caliente aunque prefiera la templada,
y se vaya a caminar aunque lo suyo sea el gimnasio,
y luego abra mi computadora
aunque escribir no sea su modo de estar en el mundo,
y encuentre este poema en borrador
y ajuste cuentas conmigo
y me regale uno de los milagrosos días de su vida
cuando el milagro de la mía haya terminado
y corrija y termine este poema).

Juan Bonilla
Poemas pequeño-burgueses
Renacimiento, 2016
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LA NADA


Una mesa. Y un banco. Y el vacío.
La nada se apodera de la pluma
y se van de viaje a una nube que sube,
paso de caracol, por la escalera.
Un pájaro farfulla, y acudo, por si acaso,
pero vuela, vuela, vuela
a un suave trotecillo de gacela
y me deja su nada en la cortina.
Descubro que la brisa
capotazos le pega a la ventana,
y destrozan mis ojos pedazos de cristal
y de visillo en busca de la cosa
esa que yo buscaba tan… ¿me sigues?
Dos horas, tres; cuarenta…
Sudo la tinta. Subo la escalera.
Me aposento en la nube. Busco el nido
como depredador empedernido,
pero nada de nada. Yo en el banco
y en la mesa el papel, planchado, blanco.
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LA LUZ ES COMO EL AGUA


En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
—De acuerdo —dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
—No —dijeron a coro—. Nos hace falta ahora y aquí.
—Para empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
—El bote está en el garaje —reveló el papá en el almuerzo—. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
—Felicitaciones —les dijo el papá ¿ahora qué?
—Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
—La luz es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
—Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada —dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
—¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? —dijo Joel.
—No —dijo la madre, asustada—. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
—Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber —dijo ella—, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
—Es una prueba de madurez —dijo.
—Dios te oiga —dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

Gabriel García Márquez
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martes, 19 de marzo de 2019

Kati Díaz



Escultura de Demetrio Ramos, en Loranca
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qué maravilla
tanto tiempo empleado
por un instante

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LA LOBA

Yo soy como la loba.
Quebré con el rebaño
y me fui a la montaña
fatigada del llano.

Yo tengo un hijo fruto del amor, de amor sin ley,
que no pude ser como las otras, casta de buey
con yugo al cuello; ¡libre se eleve mi cabeza!
Yo quiero con mis manos apartar la maleza.

Mirad cómo se ríen y cómo me señalan
porque lo digo así: (Las ovejitas balan
porque ven que una loba ha entrado en el corral
y saben que las lobas vienen del matorral).

¡Pobrecitas y mansas ovejas del rebaño!
No temáis a la loba, ella no os hará daño.
Pero tampoco riáis, que sus dientes son finos
¡y en el bosque aprendieron sus manejos felinos!

No os robará la loba al pastor, no os inquietéis;
yo sé que alguien lo dijo y vosotras lo creéis
pero sin fundamento, que no sabe robar
esa loba; ¡sus dientes son armas de matar!

Ha entrado en el corral porque sí, porque gusta
de ver cómo al llegar el rebaño se asusta,
y cómo disimula con risas su temor
bosquejando en el gesto un extraño escozor...

Id si acaso podéis frente a frente a la loba
y robadle el cachorro; no vayáis en la boba
conjunción de un rebaño ni llevéis un pastor...
¡Id solas! ¡Fuerza a fuerza oponed el valor!

Ovejitas, mostradme los dientes. ¡Qué pequeños!
No podréis, pobrecitas, caminar sin los dueños
por la montaña abrupta, que si el tigre os acecha
no sabréis defenderos, moriréis en la brecha.

Yo soy como la loba. Ando sola y me río
del rebaño. El sustento me lo gano y es mío
donde quiera que sea, que yo tengo una mano
que sabe trabajar y un cerebro que es sano.

La que pueda seguirme que se venga conmigo.
Pero yo estoy de pie, de frente al enemigo,
la vida, y no temo su arrebato fatal
porque tengo en la mano siempre pronto un puñal.

El hijo y después yo y después... ¡lo que sea!
Aquello que me llame más pronto a la pelea.
A veces la ilusión de un capullo de amor
que yo sé malograr antes que se haga flor.

Yo soy como la loba,
quebré con el rebaño
y me fui a la montaña
fatigada del llano.

Alfonsina Storni

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ENTRE BAMBALINAS
(Kati Díaz)


El arrugado texto en mano temblorosa.
Una sala pequeña se amontona
(estrecho camerino de comuna)
de nerviosas esperas.
El peso del papel en la memoria
se adivina en el rostro recompuesto,
perfilado de leve maquillaje,
tras de las bambalinas.
Con palabras de aliento y confianza,
mide la directora la fuerza de la danza.
Le dice a cada una: ¡estás divina!
Y el aforo calibra su mirada
escondida en el lienzo,
entre las bambalinas.

En el colmado patio
cede la luz su sitio con sordina.
Se apagan lentamente los murmullos
y sólo un sol alumbra el escenario.
Ocupándose va. Como un rosario
de colores y encanto; de andar de bailarina
con figuras que salen apocadas
de entre las bambalinas.
Brillan entre temores de novel.
Recitan su secreto y su calvario
bordando su papel.
Elucubran, conspiran, aman, mienten…
Cuando las emociones o la risa
a las tablas salpican con su brisa
trasciende la cocina
y vibran auditorio y bambalinas.
Avanza la función. Ya todo pasa
como en la vida o en la propia casa:
el discurso camina más fluido;
los pasos, naturales.
De momento en momento
a la vista se cuece el argumento,
y en ese desvelar de la sorpresa
el final se vislumbra, se avecina.
No sin preocupación. La directora,
mira, respira hondo y se domina
entre las bambalinas.

El aplauso final: música lenta,
embriagadora, mágica y eterna
penetra en el oído. Desbordante:
como la mansa lluvia en la pradera.
Empapa los sentidos, enardece
el noble corazón de la farándula,
pues sólo su sonido
apaga los vacíos de la farsa
y llena los bolsillos de auténtica soldada.
Saludan con donaire. Solicitan
tan sólo ese minuto de gloria, bien ganado,
y, huérfanas, las tablas abandonan:
la luz, el decorado…, hasta quedar ocultas
detrás de la cortina de cretona,
anónimas, sutiles, cristalinas.
Un poco más allá de bambalinas.
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LO QUE NO RECORDAMOS Y QUE VIAJA CON NOSOTROS

Ayer empecé a ver la película “Los mejores años de nuestra vida” (1946) de William Wyler, sobre tres soldados norteamericanos que regresan a su casa después de que se haya acabado la Segunda Guerra Mundial. Pensaba que no la había visto, pero en realidad sí. Me percaté de ello en cuanto apareció en escena un marinero que en vez de manos tiene dos ganchos y trata de encender una cerilla con ellos. En ese momento supe que había visto esta película de niño, sentado en el sillón con mi padre, en la casa de mis abuelos, posiblemente un sábado por la noche.
Los tres excombatientes llegan a su ciudad, cogen un taxi y el soldado sin manos se baja delante de su casa. Los otros dos miran cómo salen a recibirle sus padres y su novia. La novia llora al verle, le abraza y él se queda con los brazos rígidos, pegados al cuerpo. Según se aleja el taxi uno de los dos excombatientes le dice al otro: “Es sorprendente cómo en la marina le han enseñado a usar esos ganchos”, y el otro responde: “Sí, pero no le han enseñado cómo abrazar a su chica, ni cómo acariciarle el pelo”. Es una escena tremenda, perturbadora, con un cierre quizás un poco cursi, pero de una eficacia contundente.
Lo cierto es que se me saltaron las lágrimas y acabé pensando que no era por la construcción de la escena, que podría serlo, sino porque las imágenes activaron un recuerdo primitivo en mí, una primera conmoción infantil que había olvidado de un modo consciente, pero que seguía en mi interior de un modo profundo.
Recuerdo la fascinación de aquellas películas para adultos que vi de niño, la sensación de que no entendía todo, la intuición de las corrientes turbias que movían a los adultos, pero que me fascinaban sin acabar de comprenderlas. ¿Hasta qué punto nos configuraron la mente aquellas películas sin que seamos conscientes? ¿Cuántas películas que pensamos que no hemos visto han formado parte de nuestra educación sentimental y modificado nuestra mirada sobre el mundo?

David Pérez Vega
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martes, 12 de marzo de 2019

LA PARADOJA DE WOOLF



ocho de marzo
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vibra la tarde
feminismo corean
saltan y bailan

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UNA Y OTRA VEZ

una y otra vez
no atiendo a razones:
canto las canciones
que me canta un pez

tengo la cabeza
llena de abubillas:
me crecen bombillas
que beben cerveza

amantes, quillotras
no son cual la mía:
la mía, poesía,
no es como las otras

vamos por el cielo
encendiendo el fuego:
mas detrás del juego
más nos luce el pelo

Gonzalo Escarpa

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EL MÚSICO
(adaptación del Cuento de Auguste Villiers de L´Isle Adam, 1839-1898)


Cerca de la frontera,
entre picos serranos y montañas,
dos pueblos caminaban de la mano,
prósperos los pudientes,
los pobres, pobres,
mayoría de primos y de hermanos.

Un poeta medraba
a costa de cantar en cada esquina
musicando sus versos y sus cantos,
mas con el frío nadie lo auxiliaba.
Se tiró al monte, y el violín usaba
a modo de escopeta,
pues la luz de la noche conspiraba
con su miedo y su treta.

Andaba un caminante por la senda
que cruza la montaña,
y se topó con el del instrumento,
que la bolsa, cortés, le requería
rápido y al momento.
Llegó limpio a su casa el asaltado,
y una historia tejió de bandoleros,
disparos y pistolas
en donde su valor de caminante
sobresalía justo, como un guante.
Corrió la voz el pueblo
y al otro pueblo se corrió a voz.
Pero los principales,
con su pericia y su saber sagaz,
al hombre acorralaron
hasta que le arrancaron la verdad.
Mas nada pregonaron en el pueblo,
miedoso de ese mal.

Cercano el día de cobrar la renta
los amos dispusieron
con escándalo y miedo del lugar
montar una carreta
con provisión de fuego de escopeta
para salir al campo a recaudar.
Sus mujeres, ajenas al enredo
urdido por los ricos,
la partida lloraban de los bravos
y heroicos maridos,
temerosas
de que cayeran presos en las manos
de la terrible banda de bandidos.
Ellos regocijaban sus adentros
mostrando valentía,
mintiendo prepotentes
con la falacia vil de su osadía.
Partieron de mañana.
Las tasas en el carro cosecharon
amontonando bolsas de monedas
de pobres aparceros.

A la noche volvían
prietos en el crujir de la carreta.
En el camino abrían
sombras de luz al fuego del farol
y temores templando en la escopeta.
El cruce de senderos. Resplandores.
Mil sombras acechantes que se inventan,
se vienen y se van.
El postillón requiebra
con pulla y latigazos a la bestia,
y los hombres armados se consuelan
para salvar su bolsa de dineros.
Atesora la noche embravecida
chirriares de carreta.
Galopes de caballo. Rechinares de dientes.
Y hasta suena, lacónico, un silbido,
cuando se escapa un tiro,
y brota de la noche, iluminada,
nefasta balacera
de sombra en sombra y desde carro a carro.

En el bosque cercano,
bajo la telaraña de una triste cabaña,
el músico, con dos de sus secuaces
vecinos de los pueblos, se reprime de miedo
al escuchar disparos tan cerca del lugar.
Al silencio se asoman, cuando cesan.
Al cruce se aproximan temerosos,
y encuentran dos carretas
de muertos enemigos bien repletas.
Un triste bandolero le dice al compañero:
— estos son de mi villa.
— Y aquellos de la mía, —le responde—:
vayamos, avisemos… pero ¿a dónde?
— No se lo creerán, -les dice el vate-:
de nuestra historia siempre dudarán.

Y las bolsas tomaron de dinero.
Cruzaron la frontera
y tierra de por medio le pusieron.
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EN FAMILIA

En casa no nos gusta incomodar a nadie, señor comisario. Las cosas son como son. No había indicios, pero todos buscábamos algo. Mi madre buscó siempre el sosiego en la farmacia; mi padre en la mudez de un cigarrillo, convencido de que el cansancio y el frío están en las palabras, pero son otra cosa; mi hermana, cuando niña, en el reclinatorio de la ermita y después en la esquina más rentable del polígono sur. Yo que no busqué nada, encontré un libro y en él sigo.
Vivimos juntos el abuso feliz de sentirse en familia. Repare usted, señor comisario, que en las escalinatas de nuestra casa los sueños nunca dieron ningún paso.

JOSÉ LUIS MORANTE
(Del libro Cuentos diminutos)
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LA PARADOJA DE WOOLF

Hablaba hace unos días la escritora Ángeles Caso de un libro que relanza con motivo del 8 de marzo bajo un elocuente título, Ellas mismas, que incluye las semblanzas de varias pintoras y en el que analiza desde el punto de vista pictórico la vida de estas mujeres creadoras, como tantas, silenciadas por la historia y por la historiografía. Caso, licenciada en Historia del Arte, afirma que las mujeres se autorretratan más que los hombres: «Es como si necesitaran decir: “Esto lo hice yo”. El autorretrato es un género muy femenino, tanto en pintura como en fotografía.» Analiza el gesto de sus protagonistas y busca esos códigos ocultos de quien no tiene un púlpito desde el que dejar clara su presencia y su voz. Las reflexiones de la escritora me llevaron a pensar en otra obra a la que he recurrido mucho en los últimos años: Maternidad y creación: lecturas esenciales (Alba Editorial, Trad. Elena Vilallonga), en la que la fotógrafa canadiense Moyra Davey explora la vida y obra de autoras referenciales en la literatura (sin etiquetas, pero también en la literatura escrita por mujeres y en la literatura de contenido netamente feminista) como Doris Lessing, Margaret Atwood, Ursula K. Le Guin, Sylvia Plath, Elizabeth Smart o Tony Morrison. Y por más que leo o medito sobre el tema llego siempre a la misma, desgraciada, conclusión: como ya dijo antes otra escritora, también feminista, «para poder escribir una mujer necesita dinero y una habitación propia». Virginia Woolf habla de una habitación (con cierre en la puerta) y de una renta (500 libras, unos 30.000 euros de la actualidad), por lo que esta máxima, que desde las conferencias que pronunció la autora en Newnham College y Girton College el 20 y el 26 de octubre de 1928, respectivamente, se ha convertido en metáfora de la creación femenina y rasero por el que se mide la capacidad productiva de la mujer en términos de literatura —extrapolable a otras artes— ha llegado a encerrar una perversa paradoja: las mujeres han seguido creando sin habitaciones propias (físicas) y sin dinero (suyo o no), a veces sin trabajo, con muy poco tiempo, aprovechando los ratos que les dejaba el cuidado del hogar y la familia y en ocasiones, como dijo Alice Walker de la esclava negra Phillis Wheatley, «sin ser dueña ni siquiera de su propia persona». Moyra Davey reflexiona sobre todo esto en Maternidad y creación, resultado de las sensaciones que experimentó cuando, tras ser madre, hubo de aparcar cámaras y trípodes para cuidar de su hija, sintiendo esa inevitable culpabilidad que nos ataca cuando ambas maternidades, la artística y la física, se interfieren mutuamente.
Las nuevas formas de esclavitud como los contratos precarios y temporales y los trabajos por cuenta propia reducen aún más ese hipotético tiempo para la creación, ese espacio propio que es, a fin de cuentas, lo que reclamaba Virginia Woolf. Y todas estas circunstancias afectan especialmente a las mujeres, del mismo modo que el cuidado de los hijos y los dependientes de la familia sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas.
Casi un siglo después aquella frase de Virginia Woolf, sigue siendo cierta, como también lo es el estudio de Davey, mucho más moderno y en el que ya se contemplan gran parte de los problemas que nos afectan en la actualidad: en época de Woolf las mujeres estaban obligadas a salir de casa, incluso a formar parte de grupos organizados de acción cultural, tertulias o hermandades, era vital tener una habitación en casa que reuniera las condiciones de un compartimento estanco frente a las amenazas domésticas: el servicio, los niños, la intendencia. En una época en que las grandes casas contaban con despensa y cuarto de costura y plancha, un ala para los criados y, en muchas ocasiones, otra para los niños, no parece complicado robar unos metros cuadrados para instalar un escritorio y una pequeña biblioteca de cabecera. En cuanto al dinero, Woolf habla de «renta» y no de sueldo. Pocas mujeres tenían sueldo en su época, y las que lo tenían no disponían de mucho tiempo —ni espacio, ya fuese físico o metafórico— para crear. De modo que si aplicamos la receta Woolf al pie de la letra sólo las mujeres ricas, por familia o por matrimonio, estaban —están— en situación de producir literatura potable y digna de pasar a la historia. En época de Davey, la primera década de este nuevo milenio, la problemática es a un tiempo otra y la misma: la fotógrafa sintió el impulso de investigar, leer y escribir sobre las mujeres y la creación como vía para escapar a la sensación de aislamiento que le provocaba su reciente maternidad: el encierro en casa, los cuidados inevitables… La realidad frente a la que se encuentra tras la maternidad una mujer de su tiempo, independiente, con un trabajo propio que le pone en contacto con la realidad y le devuelve empuje, satisfacciones, y dinero. Ignoro cómo hizo frente, en lo material, a ese año aproximadamente que dedicó a preparar el ensayo. Pero hubo de ser de alguna de estas tres formas: o un estado del bienestar que le ofrecía una baja remunerada por maternidad, una pareja que se encargaba de la manutención o un colchón financiero que le daba la tranquilidad de apartarse temporalmente de la vida profesional. En otras palabras: Virginia exageró, o se quedó corta. O, simplemente, elaboró una metáfora aplicable sólo a la sociedad inglesa acomodada de 1928. Antes y después de ella se han dedicado a crear hombres y mujeres que, o bien tenían resuelto el gris asunto de la subsistencia, o podían simultanearlo con la escritura, la pintura o la música. Antes y después las coyunturas económicas han puesto a las mujeres en el escenario o las han arrumbado en el rincón de las tramoyas polvorientas. Cuando las mujeres han accedido al mercado laboral, históricamente, ha sido porque faltaban hombres, en situaciones de guerra o posguerra. Y cuando han salido de él ha sido porque sobraban hombres o, dicho de otro modo, porque faltaba trabajo: en situaciones de crisis económica, como la que hemos pasado recientemente. También, paradójicamente, muchas mujeres que son abocadas al paro, al despido o al cuidado de los dependientes del hogar (ancianos, enfermos y niños) dedican parte de su tiempo y su energía a escribir, quizá como vía para verter una capacidad actora y creadora que no encuentra proyección por otros medios. En una época en que hombres y mujeres, en un porcentaje muy alto, necesitan vivir de otra cosa para poder asegurar la subsistencia y poder crear con cierta tranquilidad, las nuevas formas de esclavitud como los contratos precarios y temporales y los trabajos por cuenta propia reducen aún más ese hipotético tiempo para la creación, ese espacio propio que es, a fin de cuentas, lo que reclamaba Virginia Woolf. Y todas estas circunstancias afectan especialmente a las mujeres, del mismo modo que el cuidado de los hijos y los dependientes de la familia sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas. En la maternidad, tómese esta palabra en el sentido más amplio posible, es donde reside hoy la brecha. Y paradójicamente también esas mujeres siguen creando: en una habitación sin llave, en un rincón de la cocina, en el sofá con los cascos puestos para no oír la televisión o en un portátil en el metro. Porque necesitan decir, como las pintoras de Ángeles Caso, «Esto lo hice yo». Lo cierto es que con dinero o sin él, con trabajo o sin él, con hijos o sin ellos, con habitación y cerradura o sin ella, las mujeres no han parado de crear, y eso se comprueba fácilmente si se echa un vistazo a la historia. Y ahí está Charlotte Perkins, que escribió esa maravilla titulada El papel amarillo cuando su marido la encerró, literalmente, porque pensaba que se había vuelto loca: tenía depresión posparto.
Con todo, las mujeres siguen siendo las que más trabas tienen a la hora de hacer cualquier cosa que trascienda su supuesta labor natural: incluso escribir, incluso ahora. En nuestra asociación menos del cuarenta y cinco por ciento de los miembros son mujeres, y aún así la cifra arroja un buen porcentaje relativo. Aunque quizá no todo sea cuestión de cifras sino, como decíamos antes, de circunstancias, de coyunturas. Y también de paradojas: cuando no dejan de sonar voces pidiendo que se publique a más mujeres escritoras, las mujeres de más de cuarenta y cinco años corren ahora el peligro de ser silenciadas. En una edad en la que se tiene madurez y oficio adquirido, un bagaje personal y profesional y un equilibrio, si no un control, de todos esos factores que nos complican la vida, el sector editorial se apunta al carro de Hollywood y quiere autoras de menos de treinta años con presencia en redes sociales. Así la carrera de la promoción es más fácil y rápida, supongo. Autoras de selfis con boca de pato y ni una cana. Otra vez, ay, la paradoja. No vale pararse, ni resignarse, ni conformarse. Tenemos que seguir diciendo «Esto lo hice yo» en cualquier situación, entorno o circunstancia. Ante cualquier obstáculo.

© AMELIA PÉREZ DE VILLAR
Las escritoras y el Día Internacional de la Mujer, escrito por Redacción ACE 7 marzo, 2019
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martes, 5 de marzo de 2019

ROPA INTERIOR


Getafe en flor

entre las ramas
dos pájaros cantando
melancolía
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ME EXTIENDO COMO UN TAPIZ


Me agarraré de un hilo y subiré
a la combada altura de las nubes.
La realidad es clara.
Marchan soldados
hacia una blanca muerte de mañana
en primavera.
Las voces de los niños
son de madera en las callejas
bajo un sol que no calienta.
Hay madres que sacuden telas
en las profundas vetas del aire.
Brisa en las ramas altas,
sonidos recostados en aleros,
pasos. Se cierran ventanas.
La realidad es clara.
Me cuelgo de este hilo de esperanza
y prometo alejarme de lo oscuro,
de las junturas, de las grietas
y simas de la noche.
De escuchar el horror que late bajo.
Sequía y ligereza para mí
en una copa recién amanecida.
Me entretejo con la realidad y me expando como un tapiz.
Me tiendo en la luz vibrante del mediodía.

Estefanía González
(de Nayagua)
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EL RODABALLO
(Cuento de “El pescador y su muxer”)


Una mujer hacendosa sus labores atendía
cada día
abnegada y complaciente, (y exigente)
con la casa y el mercado.
Guardaba sus frustraciones
en rincones
ocultos del corazón
temiendo, siempre temiendo tener que pedir perdón.
La mujer, en sus labores ocupaba su atención;
la vecina de fisgón de cuanto pasa en la calle;
los niños en las escuelas
del valle;
y el marido, pescador.

Una mañana temprano,
en la mar
antes de salir el sol
un rodaballo nervioso,
correoso:
viejo, curtido, veloz,
en las redes se enredó.
Y no se pudo zafar del arte del pescador.
En la caja del arenque, debajo de un volador,
ocultaba sus escamas escudriñando avizor.
Ya en la lonja lo descubren las manos del pescador,
sorprendidas del tamaño, y lo guarda en su zurrón
pensando:
“con esta pieza, qué fiesta
nos vamos a dar los dos”.
Junto al hogar el hombre le descubre
a la mujer su hallazgo,
y enseguida preparan la cebolla y el ajo,
olla, sartén, aceite, perejil…,
mientras discuten
la forma de guisarlo.
Entre digos y dimes y diretes,
con la cola reseca
el pez dio un palmetazo
en el sobresaliente rabo
de un cazo.
Miraron sorprendidos al pez, al cazo, al rabo,
y se miraron
volviendo sus miradas a la boca labial del rodaballo.
—Por favor, que me muero, echadme al agua un rato.
Asustados quedaron mirando al pez, y al tiempo se miraron.
—¿Qué os pasa…?
¿Acaso nunca visteis hablar a un rodaballo?
¡Echadme al agua de una vez
que me desmayo!
El hombre abrió la boca y, sin nada que decir, dijo:
—Me callo.
Mas la mujer cerró bien la ventana;
trancó la puerta por si la vecina…;
se acercó al bicho y dijo:
—¡Repite lo que has dicho?
—Por caridad, señora, ¡Lo que quiera le doy
si al agua me devuelve!

El hombre, arrinconado en la esquina del lar
no daba crédito a lo que su mujer
al rodaballo acabó por arrancar.
Con el cazo regaba las escamas
matizadas de cera,
mientras iba cosiendo peticiones
como quien va bajando la escalera.
—¿Pulsera de diamantes? Está bien, la tendrás;
y anillos de rubíes y coral…—
Se perdieron las horas de comer.
El sol se fue, pero seguía
la letanía
del rodaballo envuelto en el sopor,
condescendiendo a los caprichos
de la mujer del pescador.
Apenas ya la voz se dibujaba
en los labios del pez
cuando supone el hombre
que le llegó la vez;
a un lado aparta a su temible esposa
y grita convencido:
“—¡Un barco!, ¡quiero un barco, pez amigo…!.”
Pero era tarde ya.
Un atracón de aire lo asfixió.

Y de ahí en adelante
la mujer del pescador
durante toda su vida,
siempre se lo reprochó.
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ROPA INTERIOR


Dejamos sobre las duchas de los hombres nuestros cuerpos
bien amarrados a la tubería solar.
Marcamos territorio como animales en celo
con las trusas saturadas de arena y el olor sideral que los aísla.
En los baños quedan restos del sexo que les hicimos ayer,
agua de flores y velas de vainilla derramada.
Lágrimas rotas en el encaje profano de la madrugada.
He perdido mis aretes disueltos en el jabón de una lujuria breve
y las cremas señor untan tus sábanas, como veneno de diosas argentadas.
Mira como arrebatamos la libertad de sus mentes.
Abrimos la culpa en el paraguas dilatado de la tarde.
Regresamos con sus hijos ocultándole el verdadero apellido de sus genes.
En ropa interior leemos nuestras páginas persiguiendo sólo su deseo,
cada línea de arroz es un gemido.
Puedo esconderme en mis sombreros, sin ser descubierta...
¿Adivinan?
Un sayo y un escudo que esquive los golpes del amor.
Hay algo más debajo del sombrero, te lo juro.
Armo el rompecabezas de las palabras sobre la cama,
un plano blanco para patinar desnudos, ropa interior negra, sin dolor,
y aunque lo diga todo, no llega transparente a tus sentidos.
No lo entiendes. Tendrías que aprender a desnudarme.
Dejamos la antropología de un asentamiento grave,
un asentamiento cercano a esta cultura débil, sexo fuerte,
inseguro, desterrado.
Leo las líneas que subraya el editor pero no fumo,
no alivio mi ansiedad... y ya no puedo olvidar lo que he vivido.
Tu baño aún conserva mis pociones, mis esencias, mi estela,
mi estampida,
guardo un tren, un alcatraz, una libélula
y la foto de espaldas que me hicieron dormida.
No soy encaje, ni concha ni malvada,
no es sólo lo que ves, porque me he ido.
Mis ideas son más que las espaldas profundas que ves en el museo.
Soy mi texto y lo que trato de ocultar en el peligro de la supervivencia,
ropa interior en frasco de otro baño. Otra humedad, mucho frío.
Los abrigos no existen, se regalan a otra mujer que fui en el ritual ajeno.
No hay nieve en el país y aunque rompa a llorar eternamente,
sólo en ropa interior logro salvarme.
Dejo mis textos en tu casa pero hay más,
más frívolo y profundo, más pagano. Escribo en los espejos y te encuentras
nadando en este olvido de artificio...
Tus ojos curioseando en la cartera,
buceando en el pasado como un niño. Sólo ves:
las fotos de la infancia con mi madre.

Wendy Guerra (Cuba, 1970)
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