martes, 19 de enero de 2021

 ¿QUÉ OPINIÓN TIENES DE LOS VIEJOS?

Afueras de Getafe (Campo de la laguna)


De Senectute

Cicerón: una reflexión sobre la ancianidad

María Eugenia Góngora

 

  Decana de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, María Eugenia Góngora es académica del Departamento de Literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades, además de ser la directora de la Revista Chilena de Literatura.

 

El tratado de La Ancianidad de Cicerón, publicado por la editorial LOM, nos permite acercarnos a uno de los escritos más significativos de este gran político, orador, retórico, traductor de los filósofos griegos y pensador que fue Cicerón, y que se nos ha conservado, como lo indica Oscar Velásquez, en varios cientos de manuscritos.

      La Introducción al texto que nos ocupa nos acerca en sus rasgos esenciales tanto a la biografía como a la cercanía de Cicerón con los estoicos y el pensamiento aristotélico, y al platonismo en lo que se refiere, en particular, a la inmortalidad del alma. Marco Tulio Cicerón nació en una familia de “hombres nuevos”, -caballeros o eques- en Arpino, en el año 106 y fue muerto en Gaeta en el año 43 AC, asesinado por sus enemigos políticos.

      La fórmula escogida por Cicerón para desarrollar su pensamiento sobre esta edad de la vida fue la del diálogo, un recurso literario bien probado en la tradición filosófica. A través de las preguntas y respuestas de sus protagonistas, los lectores somos guiados con aparente facilidad y cercanía a pensar y discurrir sobre las potencialidades de la vida y también sobre la muerte, gracias al artificio del diálogo sostenido en este caso por el ilustre Catón el viejo, (llamado también el Censor), con dos de sus amigos, ambos más jóvenes que él. Como explica el autor en su dedicatoria a su amigo Ático:

       “Hemos atribuido todo el diálogo no a Titono, como Aristón de Ceos -poca autoridad tendría en el contexto de una fábula- sino a un anciano Marco Catón, para que la conversación tuviera mayor autoridad. Imaginamos a Lelio y a Escipión junto a él, admirando cómo soporta tan fácilmente la ancianidad, y a él mientras les responde”.1

      Y termina Cicerón su dedicatoria afirmando que la conversación de Catón explicará todo su propio pensamiento.2

      Gracias entonces a esta conversación imaginada, a estas voces que se hacen presentes gracias a la escritura de Cicerón, somos conducidos con gracia y poder persuasivo a valorar las características de la ancianidad en comparación con otras edades, y también, de manera igualmente persuasiva, somos llevados a pensar en la muerte, a primera vista siempre más cercana a la ancianidad que a las otras edades de la vida; pero como nos lo recuerda la voz de Catón, nadie puede asegurar que estará vivo al final del día: “Que se ha de morir no cabe duda, y que es incierto si en ese mismo día”.3

      Invita a prepararnos así para la muerte, ya desde la juventud, una edad que también está asediada por la muerte y de manera a menudo más violenta que la ancianidad.

      En este escrito sobre temas que de alguna manera nos tocan a todos de cerca, el autor nos conduce de manera firme (pero nunca autoritaria), a reflexionar sobre sus afirmaciones y a gozar, inevitablemente, cuando pareciera que sus argumentos coinciden con los de la mayoría de nosotros, solo para descubrir al momento siguiente, que esos argumentos y ese “sentido común” que nos gobiernan pueden constituir una falacia o, en el mejor de los casos, un “error común”.

      Nos recuerda en primer lugar que, a pesar de las quejas frecuentes contra la vejez y sus desdichas, nada que traiga consigo la necesidad de la naturaleza puede ser malo.

      Este principio recorre todo la argumentación de Catón /Cicerón y se intensifica en la descripción de la vida buena4 y de la vida sana que aconseja a los ancianos, considerada en muchos de sus aspectos como un modelo ejemplar, hasta el día de hoy.

      (También me gustaría aludir, y solo para recordarlo como una referencia tardía, y sobre la que podemos volver durante la conversación, a las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, un texto poético del siglo XV, que me parece notablemente cercano al pensamiento de Cicerón, tal como está puesto en boca del sabio Catón, sobre todo en lo que consideraré uno de sus temas de fondo, el que podemos llamar el de la “vida buena”, la que da sus frutos en la ancianidad, siguiendo en esto el pensamiento de Cicerón.) 4

      Pero además, con un dejo de humor, Catón hace notar las contradicciones de quiénes se lamentan de las cargas de la vejez: “Todos desean alcanzar [la ancianidad] y se quejan de ella cuando la han conseguido: tan grande es la inconsistencia y la sinrazón de la necedad”.

      5 Mientras los sabios no tienen nada que reprochar a la ancianidad, afirma en otro lugar, los insensatos hacen recaer sobre la vejez sus propios defectos, sus propios errores.6

      A esa insensatez y a esa necedad se opone, insistirá la voz de Catón, la sabiduría de quiénes, como dice de sí mismo, “seguimos la voz de la naturaleza, un guía óptimo, como a un dios, y a ella obedecemos”7.

      El discurso de Catón se va a centrar en cuatro temas que se refieren a lo que se suele decir de la ancianidad y va a discurrir sobre esas opiniones y los errores en los que ellas se sustentan.

      En esta presentación voy a enumerar y describir brevemente esos cuatro temas centrales y me detendré algo más en los temas que me han llamado la atención en esta (para mí) la primera lectura del diálogo.

      Cuando en el curso del diálogo Catón recoge las cuatro causas por las cuales la opinión común nos quiere persuadir de las miserias de la ancianidad, las enumera así:

      “Una porque nos aparta de las actividades profesionales; otra porque vuelve al cuerpo más enfermizo; una tercera porque priva de casi todas las experiencias placenteras; una cuarta porque no dista mucho de la muerte.

      Examinemos estas razones, [continúa Catón], si les parece bien, su importancia y hasta qué punto son justas”8.

      En cuanto al primer tema, el de las actividades que de acuerdo a Catón se pueden practicar durante la vejez, sobresalen, a mi parecer, los ejemplos de hombres ancianos, como él mismo, que continúan, aunque algo debilitados, ejerciendo la oratoria, o bien algunos que continúan sus tareas en la vida política o en el ejercicio de la justicia como magistrados; pero por sobre todas las otras actividades, los mayores pueden enseñar a los más jóvenes con su ejemplo y sus consejos.

      Todas estas capacidades me parecen estar contenidas en la sucinta afirmación puesta en boca del sabio Catón, cuando, utilizando un símil militar, así como una comparación de la vida con la figura del árbol y sus frutos, dice así:

      “las armas más universalmente apropiadas de la ancianidad, Escipión y Lelio, son las habilidades artísticas y los ejercicios propios de las virtudes; las que cultivadas en cada etapa de la existencia, luego de una vida larga y plena, producen frutos admirables”.

      Me parece particularmente interesante la semejanza que establece Cicerón a través de Catón, su portavoz, entre el cultivo de las virtudes y el trabajo del campo, explorando ampliamente la comparación entre la vida humana y el ya mencionado cultivo de la tierra.

      Tomando el ejemplo de sus propios vecinos, Catón recuerda que los campesinos plantan sus árboles pensando en que aprovechen a la próxima generación.9 Afirma que los ancianos campesinos responderán siempre que ellos plantan “para los dioses inmortales, que no solo han querido que yo reciba estos bienes de mis mayores, sino que los transmita también a mis descendientes”.10

      En segundo lugar, en cuanto al tema de las enfermedades asociadas a la vejez, y en sus consejos para los ancianos, aconsejando combatir la pérdida de la memoria o de las fuerzas, Catón insistirá en la necesidad de preservar la autonomía, el ejercicio y la comida moderadas; y reitera que no se debe socorrer solo el cuerpo sino también la mente y el espíritu, mucho más.11

      Y si vemos a un anciano “crédulo, olvidadizo o descuidado”, afirma Catón que “estos son defectos no de la vejez sino de una ancianidad torpe, indolente y somnolienta”.12

      En tercer lugar y en lo que se refiere a la pérdida de capacidad para experimentar los placeres, Catón exclama, quizás algo sorpresivamente: “¡Oh brillante regalo de la edad, si en verdad esta nos arrebata eso (aquello) que es el mayor defecto en la adolescencia!”. En los párrafos siguientes desarrolla una fuerte acusación contra los efectos de la búsqueda del placer, sobre todo en el plano de la vida política:

       “De ahí (es decir de esa búsqueda del placer) las traiciones a la patria, de ahí los trastornos en las repúblicas, de ahí nacen las confabulaciones clandestinas con los enemigos; en una palabra, ningún acto criminal, ninguna mala acción existe que el deseo del placer no lo impulse a aceptar; los estupros, adulterios y todo tipo de infamia parecida no es provocado por otros alicientes que los del deseo; y como la naturaleza o algún dios nada diera al hombre más excelente que su entendimiento, nada hay más enemigo de este divino regalo y don, que el placer”.13

      Un poco más adelante, Catón se pregunta: “Pues bien, ¿a qué tanto que decir sobre el placer? Porque no solo no hay acusación alguna contra la ancianidad, sino más bien mucha alabanza en el hecho de que ella no echa excesivamente de menos el placer”.

      Glosando a Platón en el Timeo 69d, llamará a los placeres “cebo de males”.14 Y en otro lugar, Catón compara a la vida dedicada al placer, a la ambición, las rivalidades, las enemistades y todas las pasiones, con un verdadero “servicio militar” del cual se descansa al llegar la ancianidad; esta nos permite, en cambio, “el estar consigo mismo, y como se dice, (el) vivir consigo mismo”.15

      Esta ‘vida consigo mismo’ traerá también otros placeres, como los de la lectura, la escritura y la agricultura, la que Catón describe con un auténtico deleite en sus detalles: la fuerza de la tierra, el crecimiento de las vides, las mieses y los prados, el pasto para los animales, los enjambres de abejas, la variedad de las flores. No puedo sino recordar aquí las Geórgicas de Virgilio, compuestas algunas décadas más tarde (29 AC).

      En esta última obra se puede percibir también una admiración por la agricultura y por la belleza, y el placer asociados al cultivo de la tierra. Esta forma de vida parece ser la más cercana a la Edad de Oro en la que reinaba Saturno, escribe Virgilio; la Justicia dejó allí, entre los campesinos, sus últimas huellas antes de abandonar la Tierra. (Geórgicas, Libro II).

      En el diálogo de Cicerón, por otra parte, culmina la alabanza a la vida en el campo como la “vida buena”, la vida más feliz imaginable, afirma Catón, dedicada al cumplimiento de un servicio, ya que el cultivo de los campos es beneficioso para todo el género humano y está también asociada al culto a los dioses.16

      En este mismo sentido y recordando sus argumentos a propósito de las distintas edades de la vida, planteará Catón su propuesta sobre la muerte, la última de las causas por las cuales la “opinión común”, el “sentido común” teme a la ancianidad.

      Refuerza sus planteamientos recordando que debemos asumir la brevedad de la vida y trabajar en todas sus dimensiones lo que ella nos va ofreciendo en las distintas etapas; “no hay razón para afligirse más que lo que los hombres de campo se afligen cuando el encanto del tiempo primaveral ha pasado, y llega el verano y el otoño. Porque la primavera es como la juventud, un presagio, y es signo de frutos que están por venir; mientras que las estaciones restantes han sido dedicadas a cosechar y a recoger los frutos”.17

      La muerte, que se asemeja tanto al sueño, es esa realidad cierta que nos toca a todos, que está de acuerdo con la naturaleza y que, por lo mismo, no puede ser mala, como lo ha afirmado en otros momentos; “la naturaleza misma disuelve su propia obra, todo lo que ella en algún momento consolida”.18

      Y propone Catón hacia el final del diálogo sus creencias sobre la naturaleza del alma y de la muerte, ya que mientras más cerca está de ella, dice, “con mayor claridad la distingo”.

      Citando las palabras de Ciro el Mayor (Jenofonte, Ciropedia 8.7), afirma que así como el alma no es visible mientras estamos vivos tampoco es visible después de nuestra muerte, pero eso no es una prueba de su inexistencia y deberíamos confiar igualmente en su existencia más allá de la muerte.

      Termina Catón su discurso dirigiéndose a sus amigos más jóvenes, Lelio y Escipión, afirmando que por todas las razones que ha expuesto, tiene “a la ancianidad por benigna; no solo no es molesta sino incluso grata”19.

      Y afirma enseguida su creencia en la inmortalidad del alma, tema que ha desarrollado ya en el curso del diálogo.

      “Porque si me equivoco en esto, el que creo que las almas de los hombres son inmortales, con gusto me equivoco, ni quiero, mientras vivo, que me saquen por la fuerza de este error, en el que me complazco; pero si ya muerto, como algunos filósofos insignificantes opinan que no sentiré nada, no temo que esos filósofos puedan burlarse (de mi error) una vez muertos. Porque si no habremos de ser inmortales, es deseable en todo caso para el hombre desaparecer a su tiempo apropiado: pues la naturaleza, como para todas las cosas, asigna igualmente un límite para la vida; además, la ancianidad es la escena final del acto de vivir, como la de un drama, en la que debemos evitar la sensación de cansancio, sobre todo cuando va unido a un sentimiento de saciedad. Esto es lo que tenía para hablarles sobre la ancianidad. Cuánto deseo que la alcancen, para que puedan confirmar con una real experiencia lo que han oído de mí”.

      Para concluir, solo quisiera recordar que esta línea de pensamiento, consecuente con una concepción de la vida humana como parte de un ciclo natural, alimentada por otra parte por una clara concepción ética y una admiración por los ejemplos de valor y de dignidad humanas, ejemplos que merecen ser recordados por la posteridad, tendrá una larga descendencia en otros escritos morales y doctrinales.

      Y es gracias a este diálogo imaginado por Cicerón, gracias a las palabras que se convierten en presencia, que su pensamiento se renueva y nos invita a una reflexión en común, a una conversación que será siempre actual y vigente.

de María Eugenia Góngora

---

HOTEL

 

Aquí la música

suena en cuartos minúsculos,

con muebles inestables

y ropa de ocasión. Cae la noche

y callamos. Callar es un vicio malsano,

como lo es la esperanza

o el amor imposible

o la curiosidad del cuerpo.

 

Como lo fue el asombro

cuando abriste la puerta de cristal

y, con deliberada parsimonia,

te aproximaste

moviéndote entre los objetos

igual que un tiburón. Volte face, pensé,

y, presuntuoso,

a punto estuve de gritarlo.

 

Nuestras inhibiciones,

una vez aprendidas,

adquieren el carácter de un ritual:

empieza por negarse

la fe a quien la conserva

y se acaba por ver en la derrota

una forma inservible de elegancia.

 

No es extraño que ahora

casi te encuentre fascinante; ahora,

cuando, apoyándote en un codo,

te yergues en la cama

–los ojos somnolientos, la carne no muy firme–

y con el dorso de la mano

te limpias la barbilla.

 

de Juan Manuel Muñoz Aguirre

(«Un campo de batalla antes de la batalla»)

---

JUNTO A LA PUERTA

 

La casa está vacía

y el aroma de una rencorosa esperanza

perfuma cada rincón

 

Quién nos dijo

mientras nos desperezábamos al mundo

que alguna vez hallaríamos

cobijo en este desierto.

 

Quién nos hizo creer, confiar,

—peor: esperar—,

que tras la puerta, bajo la taza,

en aquel cajón, tras la palabra,

en aquella piel,

nuestra herida sería curada.

 

Quién escarbó en nuestros corazones

y más tarde no supo qué plantar

y nos dejó este hoyo sin semilla

donde no cabe más que la esperanza.

 

Quién se acercó después

y nos dijo bajito,

en un instante de avaricia,

que no había rincón donde esperar.

 

Quién fue tan impiadoso, quién,

que nos abrió este reino sin tazas,

sin puertas ni horas mansas,

sin treguas, sin palabras con que fraguar el mundo.

 

Está bien, no lloremos más,

la tarde aún cae despacio.

Demos el último paseo

de esta desdichada esperanza.

 

de Guadalupe Grande

---