viernes, 27 de noviembre de 2020

 

FRANCISCO BRINES. PREMIO CERVANTES 2020

 

Celebrando el premio





FRANCISCO BRINES, PREMIO CERVANTES 2020

     La concesión del Premio Cervantes, el 16 de noviembre de 2020, a Francisco Brines (Valencia, 1932) ha generado una intensa corriente de complicidad literaria. La euforia es colectiva y unánime. Lo sé. Pero el yo personal quiere que recree aquí algunas instantáneas vitales compartidas con el poeta de Oliva. La memoria y las fotografías de la evocación dejan en la retina esa luz sutilísima de lo atemporal.  Conocí al poeta en Madrid, en los meses finales de un año de plenitud literaria. El 23 de noviembre de 1999 conseguía el Premio Nacional de las Letras y la repercusión mediática llenó su agenda de eventos. En la tertulia posterior de una lectura saludé al poeta, me firmó mis manoseados libros y acordamos fecha para preparar una larga entrevista en la revista Prima Littera, que yo coordinaba por entonces. Comimos juntos el 20 de enero de 2000, tomamos café y me invitó a su piso madrileño en Moncloa. Allí me regaló su poesía completa, publicada por Tusquets en 1997 y una maravillosa tarde de tertulia incansable sobre la generación del cincuenta. Ese mismo año organicé una lectura del poeta en la biblioteca del instituto público donde trabajaba, una comida con profesores en Chinchón y la presentación de la revista nº 6 de Prima Littera, con mi entrevista en páginas centrales. Nos vimos después para que yo conociera a uno de sus mejores estudiosos, José Olivio Jiménez y para disfrutar de algunos paseos por la calle Serrano, visitando tiendas de antigüedades. Aquella acogida del poeta solo se repitió dos o tres veces más, pero jamás he olvidado su palabra cordial y su sensibilidad cercana y celebratoria. Así que el retorno a sus poemas ha sido un hábito mantenido en el tiempo.

   Francisco Brines compiló su obra por primera vez en 1974 y tituló el conjunto Ensayo de una despedida, aserto que refleja como realidad primaria del ser la temporalidad; estamos hechos de pérdidas sucesivas. El sintagma se repite en ediciones posteriores, que añaden nuevas composiciones y algunos cambios poco relevantes. La última antología, Entre dos nadas (2017) crea un orden nuevo en el personal trayecto lírico, ya que sus piezas han sido elegidas por casi trescientos lectores. Por tanto, esta colaboración múltiple y amistosa da fe de un cálido homenaje al que pone prólogo Alejandro Duque Amusco, quien señala los registros de Brines como aguja magnética. Hay en toda la producción una intensa coherencia, un pensamiento circular que se alimenta de redundancias. Los cimientos creadores son el fluir y la belleza. El tiempo es tránsito que nos va despojando hasta el vacío final y la oscuridad de la nada; la belleza es el modo de interrogar el entorno, que pone luz a los reflejos de la infancia e identifica al hombre con la naturaleza. En ambos centros germinales cobra sentido la palabra como revelación y vida. A través de la escritura se aspira una realidad que la memoria crea y dota de emoción; la palabra poética es también una respuesta vital que permite renacer el pasado en el ahora.   Su primer libro Las brasas (1960) obtuvo el Premio Adonais, el más importante galardón de la posguerra. Las composiciones de esta amanecida ya son elegíacas. Están escritas desde la memoria de un sujeto que reflexiona sobre el paso de los días. Sentimientos y sensaciones se marchitan, dejan entre las manos una menguada cosecha. En el presente, la esperanza no tiene sentido.  La segunda entrega de Brines, El santo inocente cambia de título muy pronto y se denominará Materia narrativa inexacta. Sombras del mundo clásico que hablan en monólogos dramáticos dan cuenta de las meditaciones del hombre; ese sustrato común de la conciencia permite que el amor sea en nuestro devenir un recurso liberador. Los poemas, expuestos con escueta narratividad, refuerzan la objetividad del discurso. El itinerario se enriquece en 1966 con Palabras a la oscuridad, que se alzó con el Premio de la Crítica. El título sugiere que el misterio de la noche es interlocutor en quien el verbo deposita la emoción del mundo, esas perdurables impresiones del paisaje de Elda, la inquietante presencia de los otros o los signos desvelados de la soledad y la muerte.  Aún no es un libro renovador. Aparece en 1971 e incorpora una importante veta satírica; predomina en su contenido el conceptismo y el tono sentencioso. Hay abundantes procedimientos expresivos -parónimos, aliteraciones, rimas internas…- y utiliza un léxico novedoso, aunque también están presentes las habituales preocupaciones de Brines como el derrumbe continuo de la carne. Insistencias en Luzbel aborda una poesía metafísica, centrada en el largo trayecto que va desde el engaño de la plenitud de la infancia hasta la nada. La vida entonces -como ya expusimos- se convierte en ensayo de una despedida; solo es vivida plenamente en el breve sueño de los sentidos donde hay una ética de lo celebratorio, un estoicismo que indaga en el carpe diem y conjuga presente y captación de la belleza. Sus últimos libros son el patrimonio del poeta en el tiempo y tienen la mirada crepuscular de la elegía. En El otoño de las rosas un viajero en la parte final de su trayecto hace balance y sabe que el itinerario fue lo que vivió. El rescate es ocasión propicia para cantar el entusiasmo de haber sido.

Un  sujeto poético que nos comunica la estéril razón de la existencia es el protagonista de La última costa. El epígrafe sugiere la perspectiva desde la que están escritas las composiciones. Se divisa la geografía litoral cuando el mar nos ofrece su  distancia, como si no fuera posible el retorno. El viajero lleva consigo la memoria que le permite recuperar el territorio de la infancia y recrear las sensaciones que en el pasado la definieron.

La antología consultada Entre dos nadas incluye algunos poemas del libro en preparación Donde muere la muerte. Su apertura “Brevedad de la vida” es un largo balance en prosa poética cuyo argumento deja el poso exacto de la aceptación: existir es el principio de la nada. Solo la escritura conjetura una posible salvación del olvido, un plano de permanencia en el recuerdo capaz de trascender la espalda fría del tiempo.
    En Selección propia, una edición del autor, publicada en 1995 por Letras Hispánicas, hay un estudio introductorio fundamental para entender su poética. Se titula “La certidumbre de la poesía”. El trabajo se hilvana a partir de un conjunto de reflexiones clarificadoras. A pesar del recelo al analizar la propia poesía, sugiere que la poética nace de la praxis como los poemas nacen de la necesidad. Sus indagaciones se orientan hacia el proceso de creación. Cuando el devenir nos destierra del paraíso de la infancia la palabra se convierte en fortaleza que salvaguarda la dimensión individual del hombre. Los versos son refugio que permiten construir una realidad que emana de nosotros mismos porque es interior y se nos otorga como revelación. Así va apareciendo el mundo del poeta, sus concretas experiencias vitales expresadas con un lenguaje donde la intuición dirige la evolución de una obra que ha hecho de la precisión y la claridad norte y rumbo. Como Antonio Machado o Luis Cernuda, Francisco Brines es un poeta del tiempo. Su palabra es recuento del existir desde una conciencia ética, dejar en el poema las huellas desgajadas que empiezan a borrase en un tacto de arena.

 José Luis Morante

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EL MÁS HERMOSO TERRITORIO

 

El ciego deseoso recorre con los dedos

las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,

y nada le apresura. El roce se hace lento

en el vigor curvado de unos muslos

que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.

Allí en la luz oscura de los mirtos

se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,

el feliz cuerpo vivo.

O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,

en el posar cansado de un ocaso apagado.

 

Del estrecho lugar de la cintura,

reino de siesta y sueño,

o reducido prado

de labios delicados y de dedos ardientes,

por igual, separadas, se desperezan líneas

que ahondan. muy gentiles, el vigor mas dichoso de la edad,

y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro.

Son dos sombras rosadas esas tetillas breves

en vasto campo liso,

aguas para beber, o estremecerlas.

y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua,

este dormido campo, y llega a un breve pozo,

que es infantil sonrisa,

breve dedal del aire.

 

En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles

se yergue el cuello altivo que serena,

o el recogido cuello que ablanda las caricias,

el tronco del que brota un vivo fuego negro,

la cabeza: y en aire, y perfumada,

una enredada zarza de jazmines sonríe,

y el mundo se hace noche porque habitan aquélla

astros crecidos y anchos, felices y benéficos.

Y brillan, y nos miran, y queremos morir

ebrios de adolescencia.

Hay una brisa negra que aroma los cabellos.

 

He bajado esta espalda,

que es el más descansado de todos los descensos,

y siendo larga y dura, es de ligera marcha,

pues nos lleva al lugar de las delicias.

En la más suave y fresca de las sedas

se recrea la mano,

este espacio indecible, que se alza tan diáfano,

la hermosa calumniada, el sitio envilecido

por el soez lenguaje.

Inacabable lecho en donde reparamos

la sed de la belleza de la forma,

que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.

Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,

la dureza del agua, que es frescura,

la solidez del mundo que me tienta.

 

Y, muy secretas, las laderas llevan

al lugar encendido de la dicha.

Allí el profundo goce que repara el vivir,

la maga realidad que vence al sueño,

experiencia tan ebria

que un sabio dios la condena al olvido.

Conocemos entonces que sólo tiene muerte

la quemada hermosura de la vida.

 

Y porque estás ausente, eres hoy el deseo

de la tierra que falta al desterrado,

de la vida que el olvidado pierde,

y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo,

pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo.

 

FRANCISCO BRINES

"El otoño de las rosas" 1990

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La crisis como modo de gobierno tu

presencia modificante al punto de querer

decir antes de que sea un poema

sobre el oxígeno. Mi devoción es redundante. Madre, madre, madre.

El tercer eje este tren atraviesa Castilla en diciembre del

tostado al verde la nervadura de los árboles que podrían ser un

grito pero no pura calma aprovecha camino a casa donde tu

entusiasmo vibrando las paredes, piel suave, el baño, la cena, un nombre

que me gusta más que el mío mamá para Decir lo extra

ordinario desde el punto de vista de un pájaro que

se detiene un instante no soy yo.

 

Julieta Valero

"Los tres primeros años", Vaso Roto 2019

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domingo, 15 de noviembre de 2020

LA MAESTRA


 Madroños en un patio de Getafe

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¿CUÁNDO UN TEXTO ES POESÍA?

Cuando leo un poema, suelo disculpar sus posibles imperfecciones: falta de ritmo, errores de medida, excesos verbales, aun anacolutos. No disculpo, desde luego, los lugares comunes ni la falta de originalidad. Pero todo ello lo minimizo si el poema contiene esa gema maravillosa que es un verso memorable.

     No pienso que la Poesía sirva sólo para lo que la Prosa puede hacer, y muy bien por cierto: narrar, contar, enseñar, describir, divertir. Esto es, no me opongo a que un poema narre, cuente, enseñe, divierta. Pero su función no acaba ahí, y con sólo eso está tristemente incompleta.

     Oigo a menudo inclusive el D.R.A.E. lo dice que el objetivo de la poesía es la “Belleza”. Aparte de que ese es un concepto demasiado cambiante, no la creo función exclusiva de la Poesía; yo encuentro bellísimo el Teorema de Pitágoras. Y las reglas del Arte... A estas alturas, ¿qué queda de ellas?

    En cambio, a veces, sólo contadas veces, encuentro en algún poema uno o dos versos que saltan desde el papel y me transportan a un mundo distinto. Que golpean sin misericordia, que descubren otra forma de mirar la realidad. Versos por los que vale la pena hacer un viaje a las antípodas, versos que abren puertas insospechadas. Esas líneas mínimas consiguen que el poema sea poesía y lo salvan, como nos dijo Luis Rosales una tarde en Prometeo. Versos con magia. Los que hacían a Emily Dickinson sentirse “como si le hubieran dado un tiro en la cabeza”. Ellos componen el meollo de lo que hoy llamo “poesía”.

     Si tratamos de recordar viejos poemas, veremos que sólo nos llegan fragmentos, versos sueltos. Así, “polvo seré, mas polvo enamorado”, “ojos claros, serenos”, “compañero del alma, compañero”, “recuerde el alma dormida”, “pero el cadáver, ay, siguió muriendo”, y mil más. Palabras felices que dan su valor al poema, que son el vehículo para que perdure y llegue hasta nosotros la Poesía.

    Por eso, lo que me hace sentirme ante un verdadero poema es la aparición de ese verso, a lo sumo un par de ellos, que se quedan ahí, vibrando, siempre distintos a sí mismos. Y ese momento justifica cualquier espera.

 © Juan Ruíz de Torres (poeta español)

(1931-2014)

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 PAVESAS Y DIOSES

 

O auer juntamiento con fembra placentera

Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

 

Al final de los años, importa poco o nada

dejar un rastro amable o una estela envidiosa,

iniciar la partida sobre un fulgor de rosa,

volverse como niño, ser apenas mirada.

 

Invencibles, los átomos del ardor de la amada

mueven lentos sus hilos, hacen verso la prosa

salvando negras penas, mientras la dueña hermosa

eterniza el instante de la boca besada.

 

Río de sangre ardiente que en la vena circula

o apenas deja hueco a la razón perdida,

muerte-luz del orgasmo, principio y despedida.

 

Amor es cosa fuerte que la razón anula,

un viento que nos quema. Y hasta el urgente adiós,

todos somos pavesa y somos todos dios.

 

Juan Ruíz de Torres

(2000)

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LA MAESTRA

 

Mamá, mamá.

¿Dónde estará mi madre, la maestra?

Llora la anciana huérfana.

Aquel jabón de olor sobre la ropa,

                                        un retrato,

de la mano, las dos, junto a la escuela.

Mamá, mamá, ¿por qué te empujan?

Son todos sus recuerdos…

                                        y el miedo desde entonces.

¿Dónde estará mi madre?

Ochenta años pesa

                                        la losa del silencio.

¿Dónde estará mi madre?

Alguien dice que más allá del río

en un hoyo, camino del hayedo:

el abrigo del bosque también se lo negaron.

                                        Allí la buscarán,

a mi madre, la maestra del pueblo.

Mamá, mamá.

                                        Hoy es el día.

Medio metro de tierra, pies abajo,

son quinientos milímetros de sombra.

                                        Mi madre, mi madre.

Apenas cien paladas, cuidadosas,

para alcanzar la luz el primer hueso:

                                        fémur de mujer,

cuarenta y seis centímetros y medio.

Allí alumbran su tibia, su cadera,

un pie completo dentro del zapato,

sus dos manos atadas con alambres.

Hay jirones de ropa y un anillo.

                                            Mi madre, mi madre.

Mamá, no volveremos a estar solas.

 

de Matías Muñoz

“Un temblor compartido”, 2019

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LA CASA DE NOÉ

Diario de a bordo, lunes. Me ha parecido escuchar un pequeño rumor de pasos por la cubierta de estribor. Tras un largo rato de observación ha salido entre dos tablas el hocico de un ratón. Le he dado un resto de corteza de jamón que había sobrado de la cena. He decidido llamarle Miguel, en honor al gran ratón de Disney. Miguel está solo. No tiene compañera ni descendencia. Miguel es como yo. Hay calma en los cuerpos y en las almohadas. Escucho de lejos el griterío de una manifestación airada. Me resisto a dormir para no despertarme con una pesadilla patriótica.

 Diario de a bordo, martes. La he estado observando durante una larga hora. Se trata de una mosca velluda y torpe. Insiste una y otra vez en salir a través del cristal. No entiende que la libertad está dentro. Al final, exhausta, se ha dejado coger. La he colocado en una caja de cristal con una cucharada de azúcar. Me ha parecido ver un gesto de agradecimiento en sus 100.000 ojos. Poco después han cruzado la cocina un par de escarabajos. Les he admirado como se admira a los supervivientes. Son esos bichos los que conseguirán superar la hecatombe nuclear. Todos moriremos, las tierras se agostarán y los mares hervirán por un sol inclemente, pero serán esos escarabajos los encargados de crear una nueva civilización. A él le llamo Adán y a ella Eva, y les he puesto el corazón de una manzana junto a su nido.

 Diario de a bordo, miércoles. He salido a que me dé el aire y he conseguido capturar un moscardón atontado. Lo he depositado junto a la mosca de ayer. No es bueno que la mosca esté sola. Han vuelto las oscuras golondrinas y en las macetas se han multiplicado las lombrices que servirán de alimento a los polluelos. Un hormiguero serpentea por la pared del balcón. Mañana seguiré su senda.

 Diario de a bordo, jueves. He sentido las caricias de los bigotes de Miguel en los pies. Miguel viene a decirme que la corteza de jamón es insuficiente. Miguel tiene novia y me la viene a presentar. Es una ratoncilla de color antracita y de ojos rosados. Les doy la bendición y les digo que lo que el hombre ha unido no lo separen los gatos. Ha llamado la señora Remedios que me trae algunas cosas del mercado. Me he hecho el dormido y la he oído mascullando detrás de la puerta que si le debo todo lo que me bebo y que cuándo le pagaré. Algún día, tal vez, aparecerá un viejo tesoro en la última playa.

 Diario de a bordo, viernes. La familia de Miguel ha crecido muchísimo. Adán y Eva han subido a cubierta y se ha producido el temido efecto llamada. El hormiguero arranca de la ventana, cruza el páramo del pasillo y la caravana se introduce por los muelles de mi cama. Jamás había estado tan acompañado. La nevera está vacía. Nada hay de comestible para alimentar a tantas parejas de animales minúsculos. Ya sólo quedo yo para saciarlos. Esta noche me devorarán lentamente y yo me dejaré morir con esos pequeños mordiscos que dan sentido a la reencarnación. La especie humana se acaba y otras más organizadas se nos llevarán a las profundidades. Adiós a Dios.

        -¿Vivía solo, señora Remedios?

 El inspector Sábado acaba de tomar las medidas del cuerpo caído en la cocina, entre botellas vacías y latas semiabiertas. La señora Remedios ni siquiera lloraba. Decía que el señor Noé siempre había sido una buena persona, pero que de un tiempo a esta parte algo le había hecho cambiar. Bebía y bebía hasta altas horas de la madrugada. Hablaba como si en vez de estar en un ático estuviera navegando en una gran barca. A menudo, cuando había bebido mucho y el suelo y el techo parecían desplomarse sobre él, salía al balcón y miraba el horizonte con un catalejo. En más de una ocasión la policía le había llamado la atención porque las vecinas de las casas cercanas se veían espiadas por el sátiro del ático.

El inspector Sábado insistía: ¿había chinches, escarabajos, ratones? ¿Era aquella una casa higiénicamente irreprochable? Ya lo ve señor inspector, decía la señora Remedios. Aquí todo está limpísimo. Yo misma me encargaba de la limpieza. Y el señor Noé era un maniático del orden, dejaba siempre las botellas vacías en el descansillo, limpias como para volver a ser usadas. Bebía, sí, claro. Pero en esta casa nunca hubo insectos de ningún tipo. Y el inspector, tan pronto se fue el forense con el cuerpo de Noé, dijo: caso cerrado. Lo del diario de a bordo es cosa del delírium trémens. ¿Y eso qué es, inspector? No es nada: bichos en la cabeza.

joan barril

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sábado, 7 de noviembre de 2020


 

Teoría y juego del duende

Federico García Lorca

Madrid, 1933

 

Señoras y señores:

 

      Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.

 

      Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.

 

      No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.

 

      De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

 

      El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: "Esto tiene mucho duende." Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: "Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende."

 

      En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: “Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo"; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: "¡Ole! ¡Eso tiene duende!", y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende." Y no hay verdad más grande.

 

      Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: "Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica."

 

      Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies." Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

 

      Este "poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica" es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

 

      Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Núremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.

 

      No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.

 

      Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

 

      El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.

 

      El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

 

      La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

 

      Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

 

      Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.

 

La verdadera lucha es con el duende.

 

      Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: "Verdaderamente tú eres Dios escondido", al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

 

      Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o que desnude a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleve a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautreamont en la madrugada del boulevard.

 

      Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.

 

      Una vez, la "cantaora" andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

 

      Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: "¿Cómo no trabajas?"; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: "¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?" Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: "¡Viva París!", como diciendo. "Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa."

 

      Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.

 

      La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

 

      La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

 

      En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos "¡Alá, Alá!", "¡Dios, Dios!", tan cerca del "¡Olé!" de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de ¡Viva Dios!", profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

 

      Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

 

      Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

 

      Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

 

      Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte. En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas.

 

      En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

 

La sangre de mis entrañas

cubriendo el caballo está.

Las patas de tu caballo

echan fuego de alquitrán...

 

al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:

 

Amigos, que yo me muero;

amigos, yo estoy muy malo.

Tres pañuelos tengo dentro

y este que meto son cuatro...

 

hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

 

      La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado, la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar del que de toda la balada europea se destaque esta amada española:

 

-Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me miras, di?

-Ojos con que te miraba

a la sombra se los di.

-Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me besas di?

-Labios con que te besaba

a la sierra se los di.

-Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me abrazas, di?

-Brazos con que te abrazaba

de gusanos los cubrí.

 

      Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:

 

Dentro del vergel

Moriré

dentro del rosal

matar me han.

Yo me iba, mi madre,

las rosas coger,

hallara la muerte

dentro del vergel.

Yo me iba, madre,

las rosas cortar,

hallara la muerte

dentro del rosal.

Dentro del vergel

moriré,

dentro del rosal

matar me han.

 

      Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro ln Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.

 

      Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas.

 

      Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del XV y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

 

      Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

 

      En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

 

      Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.

 

      La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.

 

      Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.

 

      Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.

 

      Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.

 

      En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adora y se sacrifica a un Dios.

 

      Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis, y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.

 

      El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.

 

      Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

 

      En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.

 

      El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego.

 

      Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

 

      El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.

 

      Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

 

      España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.

 

      El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.

 

      El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

 

      Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.

 

      La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando el ciervo vulnerado por el otero asoma.

 

      La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte.

 

      La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo barrido y sierra seca.

 

      Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

 

      Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo.

 

      Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía láctea.

 

      Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.

 

      La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina, túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.

 

      El duende... ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.