sábado, 27 de noviembre de 2021

 

Susana y los Viejos

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EL POETA

I

                               Jaime Gil de Biedma
                                             In memoriam

Veyrat está de pie
frente al paisaje.

Ya sabe que no sabe
y casi no presiente.

Tuvo sueños y poco tiene
que no haya profanado.

Palabras ofrecidas
como putas, cansadas
frases que un día
pudiera unir un muchacho
en versos verdaderos.

Sólo le queda resignarse a morir,
como un hecho ineludible de la especie.

Querría salir de la barbarie
e iniciarse en la noche temblorosa,
al aire limpio, al frágil tallo.

Quién sabe, tras cruzar la sombra o el amor.
Ha perdido a su hermano.

 II

Unificó el poeta
el mundo
que en cada uno
se dispersa
o aniquila -oculto
hasta la gloria
de la noche
final
celebrada
ruina o simetría. Halló
también
la lengua donde
terminan
todos
los lenguajes -en
la vertiente
oculta
inhabitable del aire.

 ©Miguel Veyrat (Valencia, 1938)

***

EL NIÑO Y LA LUNA

La luna y el niño juegan
un juego que nadie ve;
se ven sin mirarse, hablan
lengua de pura mudez.


¿Qué se dicen, qué se callan,
quién cuenta una, dos y tres,
y quién, tres, y dos, y uno
y vuelve a empezar después?

¿Quién se quedó en el espejo,
luna, para todo ver?
Está el niño alegre y solo:
la luna tiende a sus pies

nieve de la madrugada,
azul del amanecer;
en las dos caras del mundo
—la que oye y la que ve—

se parte en dos el silencio,
la luz se vuelve al revés,
y sin manos, van las manos
a buscar quién sabe qué,

y en el minuto de nadie
pasa lo que nunca fue...
El niño está solo y juega
un juego que nadie ve.

©Mariano Brull (poeta cubano, 1891-1956)

***

LOS BUENOS DÍAS

Con una mirada franca, golosa y observadora, camina como una diva, igual que si fuera por la alfombra roja de un gran evento.

Es la dueña de la situación; no se le pasa nada desapercibido, y dice ¡aquí estoy yo! a cualquiera que se le pase por delante.

Olfatea sin parar y de lejos descubre donde está su pequeño premio: ya no mira nada ni a nadie, va directa al grano y con impaciencia exige el tributo.

Fátima señala con el dedo y le dice: ¡siéntate! Ella obedece y recibe su golosina.

Así son los buenos días de Rita, la perrita que anda como Marilyn Monroe.

©Fabián López (Club La Sonrisa)

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martes, 16 de noviembre de 2021

 


Mercado de esclavos

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¿Quién fue quien me compró, para empezar?


En el mercado de esclavos azotado por el viento del norte aquel día, yo
con cadenas en pies y cuello
fui comprado solo
y luego llevado al confín de la tierra
donde ni siquiera florecían las dalias negras
comprado por esos hombres
cantores de cristianos himnos
que gobiernan este vasto mundo civilizado.

Soy un esclavo
y los huesos del esclavo vitalicio
tienen que moverse
como pesadas ruedas oxidadas
en esta alba civilización cristiana.

Sea perro o
buey
puede darle alimento para gallinas.

Era, para mí, una larga
larga ruptura con la humanidad.


Acostumbrada a habitar la tierra tenebrosa

mi cabeza
quedó seca como el trigo.

De noche me acosté en el heno
y conté las estrellas del mundo
una por una.

Eran más dulces que las cañas del azúcar
liberadas del dolor, del vocerío y los látigos de cuero.

Contemplé aquellas estrellitas
remotas piedras frías
hasta que se desvanecieron.

Oh, esclavos
para los hombres amarillos, tan diferentes
esta civilización cristiana
es demasiado cruel para nosotros.

Cuando me desperté
de repente un zapato enorme
pisoteó mi cara como si fuera grava.
“Ya está muerto...
Compra otro”.

Oh, amigos, oh cristianos himnos.
Oh, Merry Christmas.
Compra otro esclavo nuevo.

 Miyoshi Nagashima (Japón, 1917-2011)

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Estás ahí

Está ahí, en el móvil. Nunca lo había usado. Y es tan simple… Busco un número, y lo vinculo. Salgo a pasear en la franja correspondiente, sin intención alguna, pero, quizá por aburrimiento, por un cierto acaso…, por un a ver qué pasa, abro la aplicación. Una infinidad de puntos pululan en la pantalla. Identifico al mío, distante, porque estoy en campo abierto y tiene una coloración distinta. Entre los puntos de la pantalla hay otro que brilla ligeramente más. No le doy importancia, hasta que advierto que se separa del mogollón. Es entonces cuando reparo en él, y lo sigo. Sale hacia mi posición. Cruza la avenida, sube hacia los depósitos... Su movimiento es pausado, de modo que no va haciendo deporte o corriendo. Como he elegido el número al azar, no sé de quien se trata, pero intuyo que debe ser conocido. El punto se acerca y, a lo lejos, una persona viene en mi dirección. Bueno -me digo-, me voy, sigo mi paseo… pero remoloneo en el altozano hasta que, por la proximidad, identifico a la persona que se acerca. La conozco. Me parece mal irme, y la espero. Ella me había visto de lejos, y luego, de cerca, me llama por mi nombre mientras yo escondo mi teléfono en el bolsillo. Hablamos, a una distancia prudente, durante casi media hora: nos ponemos al día, nos deseamos suerte y esas cosas. No menciono nada de la App… Ahora ronda en mi cabeza: ¡que no lea esto!, ¡que no se acuerde…! Cuando nos despedimos, dice: 

    -Me alegra mucho verte, hablar...; es tarde, y he olvidado en casa el móvil; adiós, hasta otro día...

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TORTUOSO CAMINO

 

Transito por sendas y veredas. Arroyos, animales y plantas me observan.

Intento procrastinar, aplazar mi farragoso y confuso estado mental.

Un ruido ex profeso me persigue, un rebaño de 155 ovejas balan al unísono, y en coro me repiten 155 veces ¡¡A por ellos oeoeoe…!!

Acelero la marcha, de reojo veo cómo, en un estricto gesto marcial, se agrupan disciplinadamente en corro. Intercalan cabezas y culos  unos contra otros hasta confundir una cosa con otra, llegando a pensar si no serían lo mismo…

Agilizo el paso, siempre anhelé ser autónomo, autosuficiente y libre; independiente no me atrevo a pronunciar en los tiempos que corren de posverdad.

Ahora me persigue un grupo uniformado de jóvenes excursionistas (niños vestidos de gilipoyas mandados por gilipoyas vestidos de niños) con atuendos patrios, que nunca adoctrinados, quede claro.

Acarrados corean el “Vamos a contar mentiras tralará”, que por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas…

Entonces ya sí que me pongo a correr. La pureza del oxígeno dopa mi cerebro y mi pensamiento.

Cuánto daño sufrido, cuánto miedo y resignación nos dejó nuestro sátrapa.

Cuarenta años de franquismo, más cuarenta años de posfranquismo son ochenta años, muchos, demasiados años.

Agotado, me siento en una piedra al borde de mi querida fuente, y cierro los ojos.

Transustancialmente veo a cientos, miles, millones de idiotas en paro, con un trapo en sus ventanas, y al mismo tiempo 29.000 delincuentes fiscales brindando en sus yates. Milagros de la vida.

Entonces, despierto y atento, conscientemente ahora, decido echarme al monte.  

 

©Pedro García

sábado, 6 de noviembre de 2021

 


más allá del espejo


PANDEMIA

 

“La salud no puede ser un negocio”, sentimiento que se cuelga de la balconada de Casa García.

Recogimiento y silencio de todo el pueblo.

Es la ausencia de ruidos donde veo tanta belleza.

Son las 20:00 horas, unimos las manos en apoyo a los que curran y velan por la higiene de todos, por el bien común.

Largos paseos clandestinos con Rita.

Emociones de soledad, temor.

Le recordamos a Blas que la siesta se acaba, y que no se preocupe, que tenemos papel higiénico para todos.

La diarrea mental y el agobio lo aliviamos con sobredosis de mascarillas.

¡Sorpresa!, nos visita la Filo.

Brazos abiertos de bienvenida.

Nunca nieva a gusto de todos.

Con el Almeida y la Ayuso ya somos zona catastrófica.

Pacientemente valoro el tiempo y la compañía de mis amores.

Con poco, cuánto.

La tecnología hace su función: nos entretiene y nos (des) informa.

Ahora más que nunca sé que el verdadero negocio no está en nuestra salud, y sí en la ignorancia y el miedo.

La pandemia perfecta.

Lo sospechaba.

 

© Pedro García, “Perico”

Club escritura “sonrisas”

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PENSAR LA REVOLUCIÓN

 

      El gobierno no reside en el gobierno, sino que está incorporado en los objetos y las infraestructuras que organizan nuestra vida cotidiana (y de los que dependemos completamente). Toda Constitución es papel mojado, la verdadera Constitución es técnica, física, material. La escriben quienes diseñan, construyen, controlan y gestionan la infraestructura técnica de la vida, las condiciones materiales de existencia. Un poder silencioso, sin discurso, sin explicaciones, sin representantes, sin tertulias en la tele (y al cual es del todo inútil oponerle una contrahegemonía discursiva).

      Según explica el brillante y contradictorio autor italiano Curzio Malaparte en su libro clásico y maldito Técnica del golpe de Estado, aquí mismo estaba el corazón de la discusión entre Lenin y Trotsky la víspera de la revolución rusa. Para Lenin, se trataba de suscitar y organizar un levantamiento general de las masas proletarias que desembocase en el asalto al Palacio de Invierno. Para Trotsky, por el contrario, la revolución no pasaba por combatir a pecho descubierto al gobierno y a sus ametralladoras, ni por tomar palacios o ministerios, sino por adueñarse de la organización técnica de la sociedad: centrales eléctricas, ferrocarriles, teléfonos, telégrafos, puertos, gasómetros, acueductos, etc. Para ello, no se necesitaban masas proletarias algunas, sino una tropa de asalto de “mil técnicos”: obreros especializados, mecánicos, electricistas, telegrafistas, radiotelegrafistas, etc. A las órdenes de un ingeniero-jefe de la revolución: el mismo Trotsky.

 ©C.I.

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sábado, 30 de octubre de 2021



frutos del bosque

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JUGANDO CON FUEGO

(memorias de ayer)

 

Invierno de 1939. Nuestra casa está inhabitable, y nos mudamos a la casa de mis tíos, al nº 25 de la calle Hachero, en el Puente de Vallecas.

      Tengo doce años, y no asisto a ninguna escuela. Tampoco mis cinco amigos, que viven en el entorno y rondan mi edad.

      Como son tiempos duros, de mucha penuria y necesidad, nuestra dedicación diaria es buscarnos la vida, y ayudar a nuestras familias.

      Recorremos las calles destrozadas y sucias; escarbamos entre los escombros, y apartamos todo lo que nos puede ser útil en casa, o para venderlo a los traperos y chatarreros: muebles rotos, hierros, somieres, utensilios de cocina, ropa usada… arramplamos hasta con la madera, hendida y chamuscada, que logramos rescatar de los escombros. Son muchas las viviendas destruidas durante los bombardeos.

      Abandonamos una de las viviendas hundidas dejando a buen recaudo nuestro botín, y entramos a saco en la siguiente.

      Su estado es similar a la anterior: la destrucción de esta calle debió hacerla el mismo ataque.

      Hay ratas por todas partes.

      Nos cuesta identificar las habitaciones. Un boquete deja ver la profundidad más allá del suelo.

      A veces encontramos cadáveres…

      Uno del grupo se arriesga a ver si debajo del destrozo hay algo útil, y se baja al hoyo. Una puerta de madera, astillada y medio oculta por los cascotes, llama su atención.

      Acudimos a su voz de alerta, y al momento nos juntamos abajo. Enseguida empezamos a retirar escombros, piedras, ladrillos, maderas…, hasta dejar un paso suficiente.

      La luz del sol se cuela por resquicios dejados por las bombas, e ilumina lo suficiente el interior. Filas de cajas se alinean a uno y otro lado, cerradas y llenas de polvo.

      Todos entramos, y, con la máxima precaución, nos acercamos a ellas. Contienen munición. Balas de fusil, y granadas de mano. Un Mauser, con la culata rota, se apoya, desmayada, sobre una de las cajas.

 

      Hemos vuelto a la cueva. Nos hemos juntado más de veinte: todos de edad pareja, excepto uno. Es mayor: tiene diecisiete.

      Este chico se erige en guardián del botín, y nos recibe a todos con benevolencia: controla el yacimiento para que no nos ocurra ningún accidente.

      Quizá participó en la guerra, o al menos tiene algún tipo de formación militar.

      Todos buscamos lo mismo: chatarra. Nunca preguntan sobre el origen, pero la munición sin disparar no la admiten en la chatarrería, por lo que debemos explosionarla antes de llevarla.

      El chico de diecisiete nos nuestra cómo desactivarlas: hay que despojar la bala del cartucho, vaciar gran parte de la pólvora, y volver a montarla. Luego se quema en un fuego, detona el fulminante, y queda listo como chatarra.

      Cada día vamos a por un puñado. Unas cincuenta balas el viaje. Poco a poco. Hasta que las agotamos.

      No hubo ni un solo accidente.

      También explosionamos las granadas. Eran de palo, y nos enseña cómo tenemos que lanzarlas después de retirar la anilla, para que no nos explote en la mano.

      Lo hacemos en un campo, entre Villaverde y Vallecas.

      Tampoco hubo desgracias.

      Eran tiempos difíciles.    

 

©Santiago Hueva Becerril

Club escritura Sonrisas

 

sábado, 16 de octubre de 2021

La senda botánica


UNA HISTORIA REAL

   "Me llamo Isabel, y tengo 86 años. Vivo en una residencia de la Comunidad de Madrid, y tengo Alzheimer en grado medio.

   "Estoy bien en la residencia. Pero, desde hace un tiempo, “aquí” pasan cosas muy raras que nadie nos explica.

   "Estamos encerradas en nuestras habitaciones, no nos dejan salir porque dicen que hay “un virus”, y nos podemos contagiar; no sé lo que es eso, y nos ponen mascarillas si vamos al médico.

   "Pero lo peor es que no podemos ver a nuestros hijos, ni a los amigos…, y yo me encuentro muy sola. No entiendo nada.”

 —Ayer fui a verla. Estaba en el patio, al sol. Pasó el Covit. Con su Alzheimer lo ha olvidado. (Una sensación agridulce me queda al recordar el 8 de marzo, su manifestación… y, pocos días después, el silencio, estar encerrados…)

 ©Eutropia Haro

Escritura “La Sonrisa”

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MIEDO  

Miedo a ver un coche de la policía acercarse a mi puerta.
Miedo a dormirme por la noche.
Miedo a no dormirme.
Miedo al pasado resucitando.
Miedo al presente echando a volar.
Miedo al teléfono que suena en la quietud de la noche.
Miedo a las tormentas eléctricas.
¡Miedo a la limpiadora que tiene una mancha en la mejilla!
Miedo a los perros que me han dicho que no muerden.
Miedo a la ansiedad.
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo a quedarme sin dinero.
Miedo a tener demasiado, aunque la gente no creerá esto.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y miedo a llegar antes que nadie.
Miedo a la letra de mis hijos en los sobres.
Miedo a que mueran antes que yo y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre cuando ella sea vieja, y yo también.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día acabe con una nota infeliz.
Miedo a llegar y encontrarme con que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar lo suficiente.
Miedo de que lo que yo amo resulte letal para los que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado.
Miedo a la muerte.
Ya he dicho eso.

Raymond Carver                        

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martes, 5 de octubre de 2021



TIEMPO DE COLORES

Otoño

Aprovechemos el otoño
antes de que el invierno nos escombre

entremos a codazos en la franja del sol
y admiremos a los pájaros que emigran
ahora que calienta el corazón
aunque sea de a ratos y de a poco

pensemos y sintamos todavía
con el viejo cariño que nos queda

aprovechemos el otoño
antes de que el futuro se congele
y no haya sitio para la belleza

Mario Benedetti







martes, 11 de mayo de 2021

púas en el jardín

 

 

 

POEMA DE AMOR

 

 

saltas entre las piedras

arrancas cascabeles en cristalino chorro

 avanzas por la nieve

 te aquietas en la balsa minúscula

 te viertes al borde de la linde

 y por la senda cruzas refulgente

 un breve y largo beso nos detiene

 yo, luego, sigo hacia la cima

 mientras en la ladera tú te pierdes…

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«Por qué escribo poemas en prosa (cuando mi verdadero amor es el verso)» Ensayo de Rosmarie Waldrop

 

Rosmarie Waldrop es, sin dudas, una figura fundamental de la poesía estadounidense contemporánea. Nacida en Kitzingen, Alemania, cruzó el Atlántico a mediados del siglo pasado y desde entonces ha trabajado sin cesar en una obra tan prolífica como fascinante: cerca de cuarenta libros de poesía y un número similar de traducciones de Edmond Jabès, Paul Celan y Helmut Heissenbüttel, entre otros, además de ensayos, novelas y libros de artista. Como si se le pudiera pedir más, en 1961, junto a su esposo Keith Waldrop, fundó Burning Deck, una de las editoriales más influyentes en la poesía de vanguardia norteamericana.

      A continuación presentamos su ensayo «Por qué escribo poemas en prosa (cuando mi verdadero amor es el verso)», en traducción de Simón López Trujillo, donde la autora reflexiona sobre su propia obra poética y los elementos que nutren, tensionan y dirigen su escritura.

 Amo la forma en que el verso se rehúsa a llenar todos los espacios disponibles en la página, de modo que cada verso reconoce lo que no es.

       [La poesía] es el arte mismo de los desvíos, hacia el cuadro blanco de la página, hacia lo olvidado, hacia el espacio vacante hecho visible, esa falta de mundo en la que se formulan nuestras palabras. (Heather McHugh)

       Y amo la forma en que el ritmo de la poesía, quizás su esencia misma, surge desde la tensión, el desajuste entre verso y oración, entre la detención en el «corte» que interrumpe la conexión sintáctica y el empuje hacia adelante del significado que intenta completar la oración.

       Contraria a la opinión heredada que ve en la poesía el lugar de un calce logrado y perfecto entre sonido y significado, la poesía vive, en cambio, solo en su desacuerdo interior. (Giorgio Agamben)

       Por una fracción de segundo este vacío lo detiene todo. Suspende la seguridad del enunciado para reintroducir la incertidumbre, lo posible y lo potencial. Según Friedrich Hölderlin, la distancia de la cesura —el lugar adicional de disyunción para la poesía métrica— bloquea el encantamiento hipnótico del ritmo y las imágenes:

       la cesura (la interrupción contrarrítmica) se vuelve necesaria para bloquear la sucesión torrencial de representaciones… de modo tal que se haga manifiesta… la representación misma.

       Un vacío que muestra la representación misma. (Yo diría: el lenguaje mismo). El silencio que hace posible la música.

       O quizás:

       la forma del pensamiento, la música impersonal del silencio flotando sobre cada página como un fantasma sacado de una tierra de sombras. (Russell Edson)

       Así mismo, un poco más tangiblemente, nos deja sentir el campo magnético entre las dos dimensiones, el empuje horizontal de la energía se inunda, vertical, orquestal. Un aura.

      Yo perseguía este vacío, esta exhibición numinosa del lenguaje. Intenté exacerbar la tensión y disyunción entre oración y verso manteniendo los versos muy cortos mientras que abría los confines de la oración a un flujo casi interminable.

       Para no

      Dispersar

      pienso cada movimiento de

      mi mano

      voltea

      la página

      el intervalo en todo su derecho

       Pero empecé a echar de menos las oraciones complejas, la posibilidad de digresión, de espacio. El espacio de un movimiento diferente, menos lineal: una danza de sintaxis.

La coma permanece independiente allí donde los bordes de los cuerpos se tocan. (Vêra Linhartová)

       El párrafo en prosa parecía ser precisamente la clase de espacio donde la forma podía proveer «un centro alrededor del cual, no una caja dentro de la que» (Ezra Pound).

       Para escribir como laminándome a través de los tipos de madera que conozco, árboles, libros, en una improbable búsqueda de floración.

       Entonces cambié el estrés por la angustia [stress for distress], como dice Charles Bernstein. La angustia de falta de coordenadas, de los desestructurados espacios de la prosa, del territorio inexplorado de la página. El entusiasmo y el terror de la apertura versus el desafío del cierre: en la oración completa y, más radicalmente, en la proposición.

      Luchaba con el sueño como alguien leyendo una oración abstrusa. (Robert Duncan)

       No. Esto no era tensión suficiente. No la necesaria para compensar la ausencia de desvío, de margen. Debía intentar mover el vacío y el desajuste desde el margen hacia adentro.

       el espacio vacío que dejo al centro de cada poema para permitir la penetración (Lawn of Excluded Middle, II)

       Debo cultivar los cortes, las discontinuidades, rupturas, grietas, fisuras, hendiduras, tropiezos, escollos, saltos, cambios de referencia y vacíos dentro de la dimensión semántica. Dentro de la oración. Hacer estallar su serpentina belleza del movimiento.

 Velocidad, otra vez. Una diferente. Una energía que ata y desata constelaciones antes de que puedan petrificarse en un mapa.

 «Jardinería del espacio» [Gap gardening], la he llamado. Mi principal herramienta de jardinería es el collage. Y es quizás solo otra manera de hablar de la poesía como lenguaje concentrado. (Como lo saben Pound y el idioma alemán, dichten = condensare). Dando pasos densos que recortan.

 En The Reproduction of Profiles todos mis poemas partían de frases de Wittgenstein. Algunos otros de frases de Mei-mei Berssenbrugge, y otros de Kafka.

      Había confundido la Torre de Babel por la Ebriedad de Noé.

      Desplazamiento, diálogo, metamorfosis. Escribimos sobre un palimpsesto. Dejar intacta la cita transporta la «Descripción de una lucha» (Kafka) por entero, junto a un aire de la destrucción que es la Beatriz de la creación.

      En [la cita] está espejada la lengua angelical en la que todas las palabras, sobrecogidas por el contexto idílico del significado, se han vuelto lemas en el libro de la Creación. (Walter Benjamin)

      Con un aire más soberbio, el rechazo de Wittgenstein de «las preguntas fundamentales» viene a probar «que los ríos más profundos no son, de hecho, ríos en absoluto».

      El desplazamiento me importa menos que el destello de luz en el corte, los bordes irradiando energía. La fragmentaria, «rasgada», naturaleza de los elementos. Una cita íntegra como la oración sobre la Torre de Babel es la excepción y funciona como un indicador de caminos.

      Fascinación por la sintaxis lógica. «Si-entonces». «Porque». Pero yo intento socavar la certeza y autoridad de la lógica al deslizar en medio cuadros de referencia, compadeciéndome, en especial, de la lógica puesta en contra del cuerpo.

       El cuerpo es, después de todo, nuestro medio para tener un mundo. Incluso para tener lógica.

       El teatro retórico: ¿una mujer se dirige a su amante?

      ¿Un diálogo entre dos lados de una mente?

      El diálogo cultiva por definición, por el cambio constante de perspectiva, las separaciones. Lawn of Excluded Middle continúa el uso del «tú» retórico. Pero en el tercer volumen de la trilogía, Reluctant Gravities, decidí dar a la segunda persona igual peso y duración. Esto me llevó a la pregunta: ¿quiero que las voces sean distintas? ¿Quiero, por ejemplo, dar el vocabulario científico a la voz masculina y a la voz femenina las afirmaciones sobre el lenguaje? La verdad es que no me interesan los personajes, la psicología, ni el tradicional «hablante» o máscara de la poesía. Las voces no «representan», sino que formulan el espacio sináptico entre ellas. A excepción de este constante cruce de la separación en la que ambas podrían haber sido una sola voz. Por esto también es que las voces no siempre se involucran con lo que la otra ha dicho. Giran bruscamente, buscando su propio tren de pensamiento y por ende ampliando la separación, el espacio, la tensión, marcando el corte.

      ¿Y qué pasó con el sonido? Cuando el «verso libre» dio un paso al costado de la métrica se alejó de lo oral. El poema en prosa se mueve aún más lejos en esa dirección. Su sonido y su ritmo son más sutiles, menos inmediatos, menos «memorables». Si se cuenta algo, se cuentan palabras u oraciones más que acentos o sílabas.

      La definición del poema según Valéry como «una duda prolongada entre sonido y sentido» no funciona aquí, no al modo en que imagino que la pensó. Mi amado choque entre ambos (aún presente en el juego de palabras) ha sido desplazado. La fisura es ahora más entre sentido y sentido, sentido y sintaxis, densidad e intensidad.

      Pero hay muchos tipos de música. La sintaxis es ritmo, sonido en movimiento. Incluso si el sonido no parece estar en primer plano, es el cuerpo, la materialidad del poema. Lo que mueve la superficie que llamamos mente. Es (más que nada) el sonido que hace cortocircuito en la transparencia de la palabra ante lo significado, que algunos consideran su ventaja:

      Un símbolo que también nos interesa como objeto es una distracción. (Susanne Langer)

     Esta «distracción» es precisamente la que nos entrega la poesía digna de su nombre: la palabra como una cosa palpable, sensual, un cuerpo resonante. La palabra hecha carne. La carne de un pájaro, capaz de batir sus alas. Hacia esa especie de límite matemático donde, variando a Zukofsky, la palabra se acerca tanto al arte sin palabras de la música como a la música sin sonido del silencio.

 1997-1998 (traducción de Simón López Trujillo)

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CORAZÓN TAMBIÉN SE DICE PLATO VACÍO DE CERÁMICA, LIBRO DE CARTAS Y SERVILLETA

Ha caído una hormiga sobre la pantalla del computador

a las 14.27
en mi habitación

afuera hay un día hermoso que no importa
nada de esto importa
solo la hormiga
y ya se ha ido

yo quería contarles
pero se fue

no dejó nada
cómo podría hacerlo
era una hormiga

hay un frasco lleno de hierbas terapéuticas
una cinta de doble contacto

por qué a la gente no le importan las hormigas
si caen del cielo como caen del techo
en cualquier momento podrías recordar
te comerán el hígado
serás agüita para beber

hay una caja con todos los libros de Huidobro
una foto mía de cuando iba en el jardín
la hormiga no está se ha ido no pude hacer nada
ella vino como se fue
no importa yo
sé que es una hormiga más sobre el computador

pero creo que algunas de las hierbas del frasco se han podrido

hay una caja de fósforos vacía
yo podría guardar algo dentro
un millón de cosas

 

poema de Simón López Trujillo

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Simón López Trujillo (Santiago, 1994). Licenciado en Filosofía por la Universidad de Chile. Ha publicado Intemperie (poema-objeto, 2017). Es miembro fundador de la editorial Velando Bestias.

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miércoles, 21 de abril de 2021

Casandra


 

Casandra

 

Hablo porque mi corazón lo necesita. Pero el muerto que habita entre mi sangre sabe que mis palabras son sus hijos y que antes de que nazcan una mano asesina los borra con premura, de manera que acaso mi silencio sea más elocuente que mis gritos. Mas ni siquiera la desesperanza, la infame incertidumbre de mi inútil destino, logran apaciguar mi corazón y convertirlo en un destino mudo. Hablo porque los perros que vigilan mis noches aúllan a una muerte que se viste de niña y que pocos descubren y que muchos abrazan como si se tratara de la vida. Sé que mis advertencias sufrirán el destino de las tristes rameras que van de lecho en lecho apagando una fiebre tan ciega como el mundo. Pero si os acercáis a la puta más vieja en el oficio os dirá que ninguno preguntó por su nombre, que nadie se asomó al dulce precipicio de sus blancos terrores y que fue un espejismo sembrado en frío mármol.

 

Pero mi corazón se abrasa entre los hielos de la sabiduría. Conozco la implacable avaricia que mora en la esperanza. Sé que la hiel más dulce y venenosa brota del falaz girasol de la ilusión. Me ha sido dado conocer que la estirpe de los humanos, ese extraño y doloroso proyecto abandonado por los dioses y que tal vez jamás vuelvan a retomar, esa famosa estirpe a la que pertenezco, vive en la necia confianza de un destino sagrado. Tenéis el corazón parado en la hora incierta de la felicidad. Y así, desprevenidos, no os apercibiréis de la fiera antropófaga que lo habita. Huelo la sangre de sus colmillos cada vez que mis labios arden sobre una piel amada. Y recelo de mí como la hiena de su propio hijo. Y aún así, no lograré eludir mi cierta desventura.

 

Casandra, hija de la razón y los instintos, qué vocación la tuya tan desmedidamente solitaria y tardía. Deberías hablar a los que aún no han nacido. Deberías poner los labios sobre todos los vientres abultados y susurrar allí tus tristes advertencias. Tal vez siquiera uno de ellos entraría en la vida y no en la Historia. Mas todo ha sido ya previsto: tu lucidez y su absurda ignorancia, tu grito y su sordera. El cielo cada vez está más bajo, no lo mires. Niégale el llanto amargo que te abrasa, acércate hasta el mar y deja allí tus lágrimas.

 

Francisca Aguirre

(Detrás de los espejos)

 

viernes, 5 de marzo de 2021

MUJERES EN EL ABISMO

 

 

MUJERES EN EL ABISMO

 

Blanca. Matilde. Antonia. Estefanía.

Teresa. Laura. Esther. Gloria. Dolores.

María Victoria. Carmen; (unas flores

y lágrimas). Beatriz. Lilyan. Mencía.

 

Valentina. Luliana. Flora. Lía.

Inés. Virginia. Leydi; (los clamores

por una muerte siempre son colores

de sal y sangre, y de melancolía).

 

Cristina. Rosa. Erika. Belén. Ana.

Raquel. Yurena. Margaret. Eliana.

Andra. Lorena. Talssi. Catarina.

 

Amparo. Encarnación. Situ. Susana.

Jessyca. Fadwa. Luna. Kenya. Jana.

Sofía. Arantxa. Lilibet. Irina…

 

(si tu mano asesina

se desentiende de tu mente impura

arrójala cortada a la basura)

 

marzo/2021

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EL INCENDIO DE UN SUEÑO

La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles ha sido destruida por las llamas. Aquella biblioteca del centro. Con ella se fue gran parte de mi juventud. Estaba sentado en uno de aquellos bancos de piedra cuando mi amigo Baldy me preguntó: «¿vas a alistarte en la brigada Lincoln?». «Claro», contesté yo. Pero, al darme cuenta de que yo no era un idealista político ni un intelectual renegué de aquella decisión más tarde. Yo era un lector entonces que iba de una sala a otra: literatura, filosofía, religión, incluso medicina y geología. Muy pronto decidí ser escritor, pensaba que sería la salida más fácil y los grandes novelistas no me parecían demasiado difíciles. Tenía más problemas con Hegel y con Kant. Lo que me fastidiaba de todos ellos es que les llevara tanto lograr decir algo lúcido y/o interesante. Yo creía que en eso los sobrepasaba a todos entonces. Descubrí dos cosas: a) que la mayoría de los editores creía que todo lo que era  aburrido era profundo. b) que yo pasaría décadas enteras viviendo y escribiendo antes de poder plasmar una frase que se aproximara un poco a lo que quería decir. Entretanto mientras otros iban a  la caza de damas, yo iba a la caza de viejos libros, era un  bibliófilo, aunque desencantado, y eso y el mundo configuraron  mi carácter.

Vivía en una cabaña de contrachapado detrás de una pensión de 3 dólares y medio a la semana sintiéndome un Chatterton metido dentro de una especie de Thomas Wolfe. Mi principal problema eran los sellos, los sobres, el papel y el vino, mientras el mundo estaba al borde de la Segunda Guerra Mundial. Todavía no me había atrapado lo femenino, era virgen y escribía entre 3 y 5 relatos por semana y todos me los devolvían, rechazados por el New Yorker, el Harper’s, el Atlantic Monthly. Había leído que Ford Madox Ford solía  empapelar el cuarto de baño con las notas que recibía  rechazando sus obras pero yo no tenía cuarto de baño, así que las amontonaba en un cajón y cuando estaba tan lleno que apenas podía abrirlo sacaba todas las notas de rechazo y las tiraba junto con los relatos.

La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles seguía siendo mi hogar y el hogar de muchos otros vagabundos. Discretamente utilizábamos los aseos y a los únicos que echaban de allí era a los que se quedaban dormidos en las mesas de la biblioteca; nadie ronca como un vagabundo a menos que sea alguien con quien estás casado. Bueno, yo no era realmente un vagabundo, yo tenía tarjeta de la biblioteca y sacaba y devolvía libros, montones de libros, siempre hasta el límite de lo permitido: Aldous Huxley, D. H. Lawrence, E. E. Cummings, Conrad Aiken, Dos Passos, Turgénev, Gorki, H. D., Nietzsche, Schopenhauer, Steinbeck, Hemingway, etc. Siempre esperaba que la bibliotecaria me dijera: «qué buen gusto tiene usted, joven». Pero la vieja puta ni siquiera sabía quién era ella, cómo iba a saber quién era yo. Pero aquellos estantes contenían un enorme tesoro: me permitieron descubrir a los poetas chinos antiguos como Tu Fu y Li Po que son capaces de decir en un verso más que la mayoría en treinta o incluso en cientos. Sherwood Anderson debe de haberlos leído también. También solía sacar y devolver los Cantos y Ezra me ayudó a fortalecer los brazos si no el cerebro.

Maravilloso lugar la Biblioteca Pública de Los Ángeles fue un hogar para alguien que había tenido un hogar infernal arroyos demasiado anchos para saltarlos lejos del mundanal ruido contrapunto el corazón es un cazador solitario James Thurber John Fante Rabelais de Maupassant algunos no me decían nada: Shakespeare, G. B.  Shaw, Tolstoi, Robert Frost, E Scout Fitzgerald Upton Sinclair me llegaba más que Sinclair Lewis y consideraba a Gogol y a Dreiser tontos de remate pero tales juicios provenían más del modo en que un hombre se ve obligado a vivir que de su razón.

La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles muy probablemente evitó que me convirtiera en un suicida, un ladrón de bancos, un tipo que pega a su mujer, un carnicero o un motorista de la policía y, aunque reconozco que puede que alguno sea estupendo, gracias a mi buena suerte y al camino que tenía que recorrer, aquella biblioteca estaba allí cuando yo era joven y buscaba algo a lo que aferrarme y no parecía que hubiera mucho.

Y cuando abrí el periódico y leí la noticia sobre el incendio que había destruido la biblioteca y la mayor parte de lo que en ella había le dije a mi mujer: «yo solía pasar horas y horas allí…». El oficial prusiano el atrevido muchacho de  trapecio tener y no tener no puedes retornar a tu hogar.

de Charles Bukovsky

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MALTRATO

 

sólo tiene 10 años
pero ha visto muchas cosas
le han dicho que es malo
malo de naturaleza
que es mucho peor
que cualquier otro tipo de malo
eres imposible
serás un maltratador
como tu padre
nadie te va a querer
tiene 10 años
se clava los cuchillos de la cocina
se esconde durante horas
enciende el horno
rompe cosas

se pinta con témperas el pelo de azul
agujerea su oreja con chinchetas oxidadas
a veces le acaricio la cabeza
y sonríe
igual que si tuviera
10 años

 

de Mada Alderete Vincent,

La casa de la llave (de Baile del Sol)

sábado, 13 de febrero de 2021

(...) 5000 años. ¿Es cierto, Jorge?

 


Ahí estamos

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CARTA DE PRESENTACIÓN

 

Estimado señor, no se confunda.

Yo no soy ese que a la puerta llama

de la celebridad, o de la fama

cautivadora, ciega, pudibunda;

 

pero tampoco a la nauseabunda

puerta de la traición y la soflama,

ni con extravagancias grita y clama

contra forma viviente o moribunda.

 

Yo solo soy arista en la saeta.

Látigo. Soplo. Corazón.   Cadenas.

El clavo que martilla el carpintero.

 

El trazo de la regla.     La libreta

de mí recibe gozos y condenas:

No soy más que carbón de lapicero.

 

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-DIOS CREÓ EL MUNDO EN SIETE DÍAS HACE 5000 AÑOS.

-¿ES CIERTO, JORGE?

 

 Bienvenido. Y felicidades. Estoy encantado de que pudieses conseguirlo. Llegar hasta aquí no fue fácil. Lo sé. Y hasta sospecho que fue algo más difícil de lo que tú crees. 

 

     En primer lugar, para que estés ahora aquí, tuvieron que agruparse de algún modo, de una forma compleja y extrañamente servicial, trillones de átomos errantes. Es una disposición tan especializada y tan particular que nunca se ha intentado antes y que sólo existirá esta vez. Durante los próximos muchos años -tenemos esa esperanza-, estas pequeñas partículas participarán sin queja en todos los miles de millones de habilidosas tareas cooperativas necesarias para mantenerte intacto y permitir que experimentes ese estado tan agradable, pero tan a menudo infravalorado, que se llama existencia.

 

     Por qué se tomaron esta molestia los átomos es todo un enigma. Ser tú no es una experiencia gratificante a nivel atómico. Pese a toda su devota atención, tus átomos no se preocupan en realidad por ti, de hecho ni siquiera saben que estás ahí. Ni siquiera saben que ellos están ahí. Son, después de todo, partículas ciegas, que además no están vivas. (Resulta un tanto fascinante pensar que si tú mismo te fueses deshaciendo con unas pinzas, átomo a átomo, lo que producirías sería un montón de fino polvo atómico, nada del cual habría estado nunca vivo pero todo él habría sido en otro tiempo tú). Sin embargo, por la razón que sea, durante el periodo de tu existencia, tus átomos responderán a un único impulso riguroso: que tú sigas siendo tú.

 

     La mala noticia es que los átomos son inconstantes y su tiempo de devota dedicación es fugaz, muy fugaz. Incluso una vida humana larga sólo suma unas 650.000 horas y, cuando se avista ese modesto límite, o en algún otro punto próximo, por razones desconocidas, tus átomos te dan por terminado. Entonces se dispersan silenciosamente y se van a ser otras cosas. Y se acabó todo para ti.

 

     De todos modos, debes alegrarte de que suceda. Hablando en términos generales, no es así en el universo, por lo que sabemos. Se trata de algo decididamente raro porque, los átomos que tan generosa y amablemente se agrupan para formar cosas vivas en la Tierra, son exactamente los mismos átomos que se niegan a hacerlo en otras partes. Pese a lo que pueda pasar en otras esferas, en el mundo de la química la vida es fantásticamente prosaica: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, un poco de calcio, una pizca de azufre, un leve espolvoreo de otros elementos muy corrientes (nada que no pudieses encontrar en cualquier farmacia normal), y eso es todo lo que hace falta. Lo único especial de los átomos que te componen es que te componen. Ése es, por supuesto, el milagro de la vida.

 

     Hagan o no los átomos vida en otros rincones del universo, hacen muchas otras cosas: nada menos que todo lo demás. Sin ellos, no habría agua ni aire ni rocas ni estrellas y planetas, ni nubes gaseosas lejanas ni nebulosas giratorias ni ninguna de todas las demás cosas que hacen el universo tan agradablemente material. Los átomos son tan numerosos y necesarios que pasamos con facilidad por alto el hecho de que, en realidad, no tienen por qué existir. No hay ninguna ley que exija que el universo se llene de pequeñas partículas de materia o que produzcan luz, gravedad y las otras propiedades de las que depende la existencia. En verdad, no necesita ser un universo. Durante mucho tiempo no lo fue. No había átomos ni universo para que flotaran en él. No había nada…, absolutamente nada en ningún sitio.

 

     Así que demos gracias por los átomos. Pero el hecho de que tengas átomos y que se agrupen de esa manera servicial es sólo parte de lo que te trajo hasta aquí. Para que estés vivo aquí y ahora, en el siglo XXI, y seas tan listo como para saberlo, tuviste también que ser beneficiario de una secuencia excepcional de buena suerte biológica. La supervivencia en la Tierra es un asunto de asombrosa complejidad. De los miles y miles de millones de especies de cosas vivas que han existido desde el principio del tiempo, la mayoría (se ha llegado a decir que el 99 %) ya no anda por ahí. Y es que la vida en este planeta no sólo es breve sino de una endeblez deprimente. Constituye un curioso rasgo de nuestra existencia que procedamos de un planeta al que se le da muy bien fomentar la vida, pero al que se le da aún mejor extinguirla.

 

     Una especie media sólo dura en la Tierra unos cuatro millones de años, por lo que, si quieres seguir andando por ahí miles de millones de años, tienes que ser tan inconstante como los átomos que te componen.

 

     Debes estar dispuesto a cambiarlo todo (forma, tamaño, color, especie, filiación, todo) y a hacerlo reiteradamente. Esto es mucho más fácil de decir que de hacer, porque el proceso de cambio es al azar. Pasar del «glóbulo atómico protoplasmático primordial» -como dicen Gilbert y Sullivan en su canción- al humano moderno que camina erguido y que razona, te ha exigido adquirir por mutación nuevos rasgos una y otra vez, de la forma precisa y oportuna, durante un periodo sumamente largo. Así que, en los últimos 3.800 millones de años, has aborrecido a lo largo de varios periodos el oxígeno y luego lo has adorado, has desarrollado aletas y extremidades y unas garbosas alas, has puesto huevos, has chasqueado el aire con una lengua bífida, has sido satinado, peludo, has vivido bajo tierra, en los árboles, has sido tan grande como un ciervo y tan pequeño como un ratón y un millón de cosas más. Una desviación mínima de cualquiera de esos imperativos de la evolución y podrías estar ahora lamiendo algas en las paredes de una cueva, holgazaneando como una morsa en algún litoral pedregoso o regurgitando aire por un orificio nasal, situado en la parte superior de la cabeza, antes de sumergirte 18 metros a buscar un bocado de deliciosos gusanos de arena.

 

     No sólo has sido tan afortunado como para estar vinculado desde tiempo inmemorial a una línea evolutiva selecta, sino que has sido también muy afortunado -digamos que milagrosamente- en cuanto a tus ancestros personales. Considera que, durante 3.800 millones de años, un periodo de tiempo que nos lleva más allá del nacimiento de las montañas, los ríos y los mares de la Tierra, cada uno de tus antepasados por ambas ramas ha sido lo suficientemente atractivo para hallar una pareja, ha estado lo suficientemente sano para reproducirse y le han bendecido el destino y las circunstancias lo suficiente como para vivir el tiempo necesario para hacerlo. Ninguno de tus respectivos antepasados pereció aplastado, devorado, ahogado, de hambre, atascado, ni fue herido prematuramente ni desviado de otro modo de su objetivo vital: entregar una pequeña carga de material genético a la pareja adecuada en el momento oportuno para perpetuar la única secuencia posible de combinaciones hereditarias, que pudiese desembocar casual, asombrosa y demasiado brevemente en ti.

 

     Este libro trata de cómo sucedió eso… cómo pasamos, en concreto, de no ser nada en absoluto a ser algo, luego cómo un poco de ese algo se convirtió en nosotros y también algo de lo que pasó entretanto y desde entonces. Es, en realidad, abarcar muchísimo, ya lo sé, y por eso el libro se titula Una breve historia de casi todo, aunque en rigor no lo sea. No podría serlo. Pero, con suerte, cuando lo acabemos tal vez parezca como si lo fuese.

 

     Mi punto de partida fue, por si sirve de algo, un libro de ciencias del colegio que tuve cuando estaba en cuarto o quinto curso. Era un libro de texto corriente de los años cincuenta, un libro maltratado, detestado, un mamotreto deprimente, pero tenía, casi al principio, una ilustración que sencillamente me cautivó: un diagrama de la Tierra, con un corte transversal, que permitía ver el interior tal como lo verías si cortases el planeta con un cuchillo grande y retirases con cuidado un trozo que representase aproximadamente un cuarto de su masa.

 

     Resulta difícil creer que no hubiese visto antes esa ilustración, pero es indudable que no la había visto porque recuerdo, con toda claridad, que me quedé transfigurado. La verdad, sospecho que mi interés inicial se debió a una imagen personal de ríos de motoristas desprevenidos de los estados de las llanuras norteamericanas, que se dirigían hacia el Pacífico y que se precipitaban inesperadamente por el borde de un súbito acantilado, de unos 6.400 kilómetros de altura, que se extendía desde Centroamérica hasta el polo Norte; pero mi atención se desvió poco a poco, con un talante más académico, hacia la dimensión científica del dibujo, hacia la idea de que la Tierra estaba formada por capas diferenciadas y que terminaba en el centro con una esfera relumbrante de hierro y níquel, que estaba tan caliente como la superficie del Sol, según el pie de la ilustración. Recuerdo que pensé con verdadero asombro: «¿Y cómo saben eso?».     

 

     No dudé ni siquiera un instante de la veracidad de la información -aún suelo confiar en lo que dicen los científicos, lo mismo que confío en lo que dicen los médicos, los fontaneros y otros profesionales que poseen información privilegiada y arcana-, pero no podía imaginar de ninguna manera cómo había podido llegar a saber una mente humana qué aspecto tenía y cómo estaba hecho lo que hay a lo largo de miles de kilómetros por debajo de nosotros, algo que ningún ojo había visto nunca y que ningunos rayos X podían atravesar. Para mí, aquello era sencillamente un milagro. Esa ha sido mi posición ante la ciencia desde entonces.

 

     Emocionado, me llevé el libro a casa aquella noche y lo abrí antes de cenar -un acto que yo esperaba que impulsase a mi madre a ponerme la mano en la frente y a preguntarme si me encontraba bien-. Lo abrí por la primera página y empecé a leer. Y ahí está el asunto. No tenía nada de emocionante. En realidad, era completamente incomprensible. Y sobre todo, no contestaba ninguno de los interrogantes que despertaba el dibujo en una inteligencia inquisitiva y normal: ¿cómo acabamos con un Sol en medio de nuestro planeta y cómo saben a qué temperatura está?; y si está ardiendo ahí abajo, ¿por qué no sentimos el calor de la tierra bajo nuestros pies?; ¿por qué no está fundiéndose el resto del interior?, ¿o lo está?; y cuando el núcleo acabe consumiéndose, ¿se hundirá una parte de la Tierra en el hueco que deje, formándose un gigantesco sumidero en la superficie?; ¿y cómo sabes eso?; ¿y cómo llegaste a saberlo?

    

     Pero el autor se mantenía extrañamente silencioso respecto a esas cuestiones… De lo único que hablaba, en realidad, era de anticlinales, sinclinales, fallas axiales y demás. Era como si quisiese mantener en secreto lo bueno, haciendo que resultase todo sobriamente insondable. Con el paso de los años empecé a sospechar que no se trataba en absoluto de una cuestión personal. Parecía haber una conspiración mistificadora universal, entre los autores de libros de texto, para asegurar que el material con el que trabajaban nunca se acercase demasiado al reino de lo medianamente interesante y estuviese siempre a una conferencia de larga distancia, como mínimo, de lo francamente interesante.

 

     Ahora sé que hay, por suerte, numerosos escritores de temas científicos que manejan una prosa lúcida y emocionante (Timothy Ferris, Richard Fortey y Tim Flannery son tres que surgen de una sola estación del alfabeto, y eso sin mencionar siquiera al difunto aunque divino Richard Feynman), pero lamentablemente ninguno de ellos escribió un libro de texto que haya estudiado yo. Los míos estaban escritos por hombres -siempre eran hombres- que sostenían la curiosa teoría de que todo quedaba claro, cuando se expresaba como una fórmula, y la divertida e ilusa creencia de que los niños estadounidenses agradecerían poder disponer de capítulos que acabasen con una sección de preguntas sobre las que pudiesen cavilar en su tiempo libre. Así que me hice mayor convencido de que la ciencia era extraordinariamente aburrida, pero sospechaba que no tenía por qué serlo; de todos modos, intentaba no pensar en ella en la medida de lo posible. Esto se convirtió también en mi posición durante mucho tiempo.

 

     Luego, mucho después (debe de hacer unos cuatro o cinco años), en un largo vuelo a través del Pacífico, cuando miraba distraído por la ventanilla el mar iluminado por la Luna, me di cuenta, con una cierta contundencia incómoda, de que no sabía absolutamente nada sobre el único planeta donde iba a vivir. No tenía ni idea, por ejemplo, de por qué los mares son salados, pero los grandes lagos no. No tenía ni la más remota idea. No sabía si los mares estaban haciéndose más salados con el tiempo o menos. Ni si los niveles de salinidad del mar eran algo por lo que debería interesarme o no. (Me complace mucho decirte que, hasta finales de la década de los setenta, tampoco los científicos conocían las respuestas a esas preguntas. Se limitaban a no hablar de ello en voz muy alta.)

 

     Y la salinidad marina, por supuesto, sólo constituía una porción mínima de mi ignorancia. No sabía qué era un protón, o una proteína, no distinguía un quark de un cuásar, no entendía cómo podían mirar los geólogos un estrato rocoso, o la pared de un cañón, y decirte lo viejo que era…, no sabía nada, en realidad. Me sentí poseído por un ansia tranquila, insólita, pero insistente, de saber un poco de aquellas cuestiones y de entender sobre todo cómo llegaba la gente a saberlas. Eso era lo que más me asombraba: cómo descubrían las cosas los científicos. Cómo sabe alguien cuánto pesa la Tierra, lo viejas que son sus rocas o qué es lo que hay realmente allá abajo en el centro. Cómo pueden saber cómo y cuándo empezó a existir el universo y cómo era cuando lo hizo. Cómo saben lo que pasa dentro del átomo. Y, ya puestos a preguntar -o quizá sobre todo, a reflexionar-, cómo pueden los científicos parecer saber a menudo casi todo, pero luego no ser capaces aún de predecir un terremoto o incluso de decirnos si debemos llevar el paraguas a las carreras el próximo miércoles.

 

     Así que decidí que dedicaría una parte de mi vida (tres años, al final) a leer libros y revistas y a buscar especialistas piadosos y pacientes, dispuestos a contestar a un montón de preguntas extraordinariamente tontas. La idea era ver si es o no posible entender y apreciar el prodigio y los logros de la ciencia (maravillarse, disfrutar incluso con ellos) a un nivel que no sea demasiado técnico o exigente, pero tampoco completamente superficial.

 

     Esa fue mi idea y mi esperanza. Y eso es lo que se propone hacer este libro. En fin, tenemos mucho camino que recorrer y mucho menos de 650.000 horas para hacerlo, de modo que empecemos de una vez.

 

de Bill Bryson

INTRODUCCIÓN de “Una breve historia de casi todo”

Bill Bryson nació en Des MoinesIowa, y fue educado en la Universidad de Drake (Drake University), pero dejó los estudios en 1972 al decidir irse a viajar por Europa durante cuatro meses. Volvió a Europa el año siguiente con un amigo suyo del instituto, Stephen Katz (se sabe que este nombre no es el real). Algunas experiencias de este viaje las narra en forma retrospectiva en el libro Neither Here Nor There: Travels in Europe, que también incluye un viaje similar, realizado por Bryson veinte años después. Fuente: wikipedia.org

¡¡Atención!! El administrador de este blog cede su ejemplar de  “Una breve historia de casi todo”, de Bill Bryson, a quien lo solicite.

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ANOCHECIENDO

 

No sé qué hacer con esta sombra

que me lleva hasta ti.

Tú, haciéndote ceniza

en tu tumba de esquina soleada

esperando que vuelva convertido.

No sé si llego adelantado o tarde.

¿A qué hora habíamos quedado?

No sé qué hacer con esta sombra

que me pide dormir, dormir, dormir…

Échate a un lado madre,

que voy muerto de sueños.

 

de Manolo Romero

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martes, 2 de febrero de 2021

 

EL CANTO DE LA CHINITA

 

La claridad asoma en la ventana cuando ya en el salón he colocado las tazas el café magdalenas cruasanes la leche y el azúcar y vamos arrimando nuestras sillas. Justos en el aseo, tomamos nuestros bártulos y salimos del camping, sigilosos. Vamos al Noreste, la Casa del Barquero, o la del Parque, los dos nombres son válidos. Se trata de una obra peculiar, bien conservada, ubicada en el margen del pantano subiendo el río Alberche a nuestra izquierda, a media legua de La Rinconada, por la senda que lleva a Navaluenga. La marcha son al menos tres kilómetros de ida, y algo más de vuelta, pues el regreso proyectamos hacerlo en la subida hacia La Martijila por la senda de Navaluenga hasta llegar a la que ronda el Monte Agudo y bajar hacia el Cerro de las Víboras. Partimos de una cota 784; bajamos al pantano, 732, y llegaremos a 1017 si conseguimos enlazar con la senda del Cerro. Después todo será un descenso cómodo por la ladera hasta llegar al camping por el parking, el punto de salida.

       La Casa del Barquero, cota 771, ahora del Parque, fue centro de trabajo y residencia de un empleado de la compañía que construyó la presa el año 13 (1913), y luego adjudicado a la Confederación Hidrográfica del Tajo, Organismo estatal de aquella cuenca. Cuando el pantano se llenó y las fincas y caminos quedaron bajo el agua, los agricultores, ganaderos, y demás jornaleros del monte y la resina, se quedaron aislados; el barquero y su barca paliaron el bloqueo.

       Desde el camping bajamos al embalse por la senda de la Depuradora. Vamos de cara al Este. El tramo es corto, 321 metros, pero perdemos 52 de cota hasta llegar al agua inexistente. Remontar el Alberche era lo convenido. El monte es un enredo de bosque bajo y pinos; una senda torcida baja junto un arroyo que delimita el camping. A la izquierda se yergue un farallón rocoso cuya altura impresiona, 773; el contraste con el descenso al lecho del lago alienta el aliciente de aventura. La zona guarda cérvidos y guarros en su fronda. A sus pies el arroyo va casi siempre seco, y lo bordea: a él vierten los caudales cuando se desparraman las tormentas sobre el recinto de acampada, con desnivel de 27 metros, donde las caravanas vivaquean.

       Y por el Suroeste, a la derecha, sobresalen peinando el horizonte varios cerros: El Chamorzo Grande, 1307 metros; el Chico, 1184, y el Canto de la Chinita de 957. A la derecha del Canto se halla el Portacho de los Conejos, junto a una altura de 992 metros, y a la izquierda otra roca de 925 metros, ambas sin nombre, equidistantes, a 332 y 335 metros, respectivamente, de la Chinita. Y más abajo el Roble, en la cota 763.

      Sus laderas visibles miran por Lanchaquebrada a la Garganta del Iruelas y, entre ellos, las ventanas, o Portachos, como aquí se dice, culminan en quebradas escabrosas, aliviaderos rápidos del agua generada por tormentas terribles en el Valle. Estas tormentas son imprevisibles en las estribaciones del Sistema Central, Sierra de Gredos.

       Sus cauces naturales forman de súbito ingentes avenidas capaces de llevarse por delante todo lo que a su paso se interponga: arrasan con la tierra, socavan las canales, exhiben al desnudo las grandes masas pétreas célebres en el Valle; descarnan lanchas, crean monumentos, erigen rocas únicas, convexas, caballeras, emergidas del suelo pedregoso, y dan lugar a estampas mágicas que germinan cercadas por la fronda salvaje, exuberante, enmarañada; difícil de salvar al caminante.

       El Canto de la Chinita* es de las tres sin nombre la de menor altura, y se asoma al embalse cerca de Las Cruceras, antigua factoría resinera, hoy Centro de Turismo y de Interpretación del Parque en el Valle de Iruelas.

       El Canto, (cota 957), y La Chinita, son piedras caballeras sobre Las Cruceras: un pedrusco pelado sobre otro, visible sobre el cielo del horizonte azul como un grano de trigo a punto de caer desde lo alto de una lancha redonda hasta el Portacho de la Isiruela.

      Desde el retorcido tramo a la Depuradora, el horizonte pinta a contraluz del sol al Canto de la Chinita; su hechizo cautiva, y Blas sucumbe a él: ¡quiero ir allí!, señala firme con el dedo enhiesto… Yo le advierto, cuidado, pues se trata de una incursión compleja; que su subida es dura, y es alto el grado de dificultad; la perspectiva es falsa y engañosa; que no vamos dispuestos…; sé que lo sabe bien, pero se lo recuerdo: la vista en la distancia nada tiene que ver; la realidad del monte se ve cuando nos deje entrar, y entonces cataremos lo que nos vamos a encontrar. La mentalización es importante en la salida al monte. Nunca osaría llevar a nadie a una excursión de esa manera. Es peligrosa la improvisación. He subido las tres, incluso en solitario, y solo la atracción por la aventura justifica el intento. Es tierra inhóspita. Mas no se arredra; insiste. Percibo una razón para probarse después de su visita a las profundidades del Covid, y aquel corte de mangas del Aqueronte… Y allá vamos, los tres con Paky, que no objeta.

      La nueva meta dista del Camping 1534 metros. La ruta natural habría sido bajar al puente para seguir la carretera por la Perra Gorda hasta los Caballos, un pequeño rodeo, pero por estas fechas la Garganta va seca, y en lugar de volvernos hacia el puente, rebasamos la Depuradora junto a su aliviadero fétido, y cruzamos al frente el lecho, pedregoso y zafio, de lodos traicioneros y redondas piedras.

      Una vez superado, tomamos el embalse al Suroeste por la tranquila Senda de los Sentidos, entre la carretera y el pantano, delicioso paseo por la fronda de bosque y matorral, oculta al sol, cuya rutina muere en Las Cruceras.

      Por ella caminamos hasta la Peña del Roble, en línea con las tres, en la mitad del trecho; atalaya de roca en forma de combada plataforma, de 763 metros de cota, podio donde se aprecian impresionantes vistas del pantano. Cerca está el Picadero y el Canto, ambos a la derecha. Con los mapas del móvil, las rutas a seguir son variadas: un par de veces alcancé la cima, y ninguna fue igual. Y en un tercer intento, anterior a este, me desvié al Portacho de los Conejos, y opté por dirigirme hacia el Chamorzo Chico, al Sur de nuestra meta de hoy. Los tres cerros mayores comparten igual dificultad para salir de ellos: encontrar una ruta de bajada resulta más complejo que su acceso. Dejamos en su paz a la del Roble; abandonamos tristes la de los Sentidos, y animosos cruzamos la negra carretera. Una pista nos sale, amplia y taimada, girando hacia lo alto; linda con los caballos; discurre en la ladera y, aunque ya no lo vemos, estamos a 423 metros del Canto. Solo queda subir.

      Macizos de retama, zarzas, piornos, entreverados pinos, rocas escarpadas, pista que se diluye hasta extinguirse en una cruel canal: surcos de tierra suelta, reseca, pedregosa, roquedos caballeros desnudos, impactantes, y un desnivel abstracto nos fuerza a convenir un paso corto; a veces nos obliga a abandonarlo y seguir por el borde para avanzar salvando un salto seco. Una bifurcación, ¿por dónde?, dice Blas; es igual, se juntan más arriba, le respondo. Seguimos la de abajo, que rodea una gran lancha rocosa, razón de su desvío. A unos pasos nos sale otro ramal. Las dos alternativas, con similares trazas de canal, resultan ser escorrentías, aliviaderos, cantales ascendentes; tomamos a la izquierda. Poco más adelante nos encontramos con la disyuntiva dejada más abajo. Su izquierda lateral bronca, rocosa, con indelebles huellas torrenteras, muestra la maestría de las aguas roturando laderas a su antojo. Un poco más arriba descubrimos cómo las dos se unen, o se dividen cuando se desbordan. A los costados de los canalones, una vegetación rabiosa de pinos y de arbustos nos vigila. Por esa desazón hice primeros pasos en un campo a través, y un punto nos faltó para rendirnos. Consultamos el mapa, queremos evitar desviaciones, ya me pasó una vez con Los Conejos; no se oye ni un piar, ni aleteos de pájaros cantores o palomas, y el avistar de cérvidos o guarros alumbra por su ausencia, la experiencia confirma la idea subyacente: pisar el monte es avisar a sus vecinos la entrada de un intruso. Tal vez es la mitad de la ladera: le sale a Blas una canal minúscula justo a la izquierda, no está bien definida, porque está embozada: en un injerto diagonal discurre, y hacia arriba se apunta, estrecha, constreñida, distraída por abundantes ramas de retama. Más arriba se abre y ve más transitada, tal vez por animales de barranco. El ascenso por ella es agradable, poco a poco se aclara la maleza, y conseguimos avanzar un trecho sin tantos sobresaltos. El Canto de la Chinita sobresale al frente, las últimas distancias se nos hacen largas, suponemos estar aproximándonos al Portacho de la Isiruela, pero todo lo vemos cubierto de piornales y retamas, altos y entreverados, como si se tratara de una muralla arbórea propia de camuflaje, o de estrategia para la defensa; vamos a su través, y de improviso nos vemos en la base de la lancha, nos mira la Chinita desde arriba, fue un triunfo aproximarnos, la roca vertical nos corta el paso. A derecha e izquierda se cierra la pared por sus extremos: formaciones tenaces de maleza crecen entre las rocas: secos, leñosos y agresivos piornos disimulan escapes imposibles, el avance es incierto, a un lado y otro prolifera el piorno, la retama, la zarza, jaras pringosas, no recordaba bosque tan guerrero; decido por la izquierda: aunque han pasado años, rescata mi memoria la grieta desvelada en la incursión de un viejo tiempo, cegado de boscaje, hay paso en esa esquina, forzamos con las botas las matas que arrebujan los peñones; salvamos cada escollo, subimos un peldaño resquebrado; entramos en un claro de tierra revestido de matojos, en el que nos movemos con aprieto; apartamos las zarzas, y nos deja mirar: hay una grieta en la pared; hay un saliente, lo salvamos, y progresamos por un breve balconcillo que apenas se despega de la roca, nos lleva a la repisa imperceptible, pequeño mirador: nos aupamos; y la seguimos por su elongación: es un nervio, una grieta, un surco irregular en la pared, escalonado, adosado a la lancha en tortuosa diagonal hacia la cima; hay varios reservorios con tierra traicionera: uno promete, pero está copado por zarzas, y  en otro un pino sujeto firme al suelo entre la roca; al ansia del avance se oponen límites de vista, rodeamos el pino; tanteamos su aguante: lo dejamos; llegamos a otro claro, una repisa entre columnas pétreas sembrada de madera seca y matorrales vivos, y más allá una zarza nos muestra sus tentáculos señalando defensas agresivas, miramos a una piedra, es un estrado oblicuo, ineludible para continuar, Blas arriesga un rodeo, se iza en la pared, burla la grieta y se encarama encima; y desde arriba nos ayuda a superarla; desde aquella peana accedemos a otro tramo de grieta: se bifurca, nos pide exploración, por ahí no, vamos por ese lado, parece incierto, pero hay salida, pasamos bajo un arco de piedras caballeras, dejamos la lumbrera del increíble pórtico redondo, y al fondo vemos el pantano… ¡caray!, hemos llegado alto, un lagarto parece espatarrado.

       Un alto hacemos bajo el sol, y disfrutamos del vuelo de dos buitres: dibujan círculos bajo la cota nuestra: otean la ladera del cerro en una exhibición de su talento, podemos esperarlos, vuelven a aparecer dentro de un rato, pero seguimos marcha y descubrimos varias alternativas tentadoras, quizá con su salida cada una; decidimos tomar por un embudo que parece útil, al avanzar hallamos que al otro lado solo está el vacío; plegamos nuestros palos sobre las mochilas, echamos mano al suelo, que está alto, y pegados a la pared nos arrastramos por la canal angosta que sale a la derecha, nos aferramos a la roca buscando ese saliente, esa rotura, ese reborde que ayuda a que las manos sean los ojos, los pies y hasta el cerebro, y avanzamos cosidos a la lancha; más allá las arrugas nos abrazan en el ascenso lento; las rocas laterales alzan su mole al cielo; a nuestra espalda el verde mar de pinos llena el aire, superamos el tubo, y un pasaje se ofrece a nuestros ojos, lo tomamos, la lancha se dirige hacia el azul, los laterales prestan sus fisuras y las manos exploran, a la derecha se alza una promesa, la vista se desboca, y vemos a lo lejos La Chinita en escorzo, entre otras rocas, veremos si nos deja conquistarla; reptamos con el cuerpo pegado a la pared, el macizo rocoso, casi plano, emerge a la derecha: un nuevo mirador, al que me aúpo: la plataforma es amplia con excelentes vistas, y al aire La Chinita, lo recorro, y aviso: no hay salida, subir es una pérdida de tiempo, de energías… y una gozada.

       Regreso a la trinchera, y desde arriba observo que hay salida: las rocas abren un corral al fondo: un hueco; un pozo; no es grande, pero el suelo se ve llano, y un lateral abierto; sentado en el reborde, veo hierba abajo, Paky me alcanza, y aguardo su opinión: culmina por la izquierda, y se sienta en la roca, frente a la hierba, son dos metros, quizá algo más, hay un saliente en la pared que baja, junto a los pies colgando, abajo nos espera el claro entre las rocas, suelo de tierra, ralos matorrales; Blas nos alcanza; en la trinchera, abajo, descubre un hueco oscuro, sinuoso, intenta traspasarlo, y lo consigue. Paki se aproxima de frente a la caída, se deja resbalar hasta tocar el saliente con el talón, ya solo es cuestión de dejarse caer, y baja a los brazos de Blas. Yo prefiero saltar. Nos encontramos todos en el refugio y hoyo, entre rocas umbrías; la salida de los matorrales nos reclama, rodeamos las plantas, y damos a una zona favorable, andamos con destreza entre los roquedales y los piornos, ambos a igual altura, a la derecha, en un ascenso plácido. Entonces reparamos en que hemos hecho cima.

      La cumbre es un humilde pino dando sombra a la gran roca; la roca, cada roca, parece el fruto de la vegetación que la circunda; avanzamos entre ellas y, más allá de la que está más alta, en un suave descenso, la encontramos: es la Chinita del Canto, esperándonos al filo de su sima. Posa desnuda en el canchal enorme. Inclina hacia el vacío su oblongo cuerpo, exhibiendo el secreto que, desde la lejanía, su cara más visible enmascaraba: un esculpido banco para vivaquear de la subida. ¡Lo hemos conseguido! Fuera de aquel estrado, el palenque es un bosque impenetrable del que destacan pétreos monumentos megalíticos, inaccesibles, no por su altura, sino por la vegetación que las rodea: piornos, pinos, zarzas, jaras…, el sol aprieta, el descanso a la sombra de la Chinita nos advierte que no nos queda agua; el descenso preocupa.

      Hace cinco años, en agosto de 2015, pasé al otro lado del Portacho de la Isiruela y me interné en las praderas de más allá, hacia la presa; y por una senda entré en El Canto por el lado opuesto. La opción es buscar la cota 925, la roca de la izquierda, y utilizarla de salida. Pero el infierno de la plataforma del Canto es inabarcable: solo vemos lo inmediato. Podemos dar vueltas sin fin.

      Buscar rastros de animales es otra alternativa, ellos suben y bajan: identificar sus huellas resulta relativamente fácil, la dificultad radica en poder seguirlas, en esta labor empleamos casi dos horas, bajamos hasta donde llegan, generalmente un matorral impenetrable; más allá una sima; retrocedemos, seguimos otras huellas, descendemos hasta frondosidades de zarzas, y así una y otra vez, hasta que paramos a descansar, cada incursión, cada tentativa, es una madeja desmadejada, y volver al punto de partida, que no siempre es el mismo, para repetir una y otra vez el intento, nos está destrozando; la falta de agua pasa factura, nuestra resistencia se agota, estudiamos nuevas opciones, la ruta de subida no nos vale: el descenso por la pared se nos presenta muy arriesgado, rodear el cerro, explorar el otro lado, la idea no es nueva, pero el propósito de hacerlo desde la posición actual lo hace imposible: estamos a la altura media de la lancha de subida, no podemos retroceder a ella, al avanzar en la otra dirección para rodear el cerro nos sucede lo mismo que en los intentos de bajar: la vegetación inexpugnable, necesitamos subir a la cima, y explorar desde arriba, trazamos una recta virtual, y la seguimos, evidentemente, de recta nada, la subida es un tormento, para conseguirlo escalamos rocas, superamos rampas, caminamos por aristas, saltamos piedras caballeras, pasamos por debajo de peñascos; arrancamos yerbajos que nos estorban, retiramos troncos secos…, y al fin llegamos a la parte opuesta de la Chinita, una zona sembrada de piedras y vegetación, en donde se aprecian huellas de animales. Paky y yo las seguimos girando hacia la derecha, pero Blas toma la diagonal en plan cabra, por la parte más escarpada, y se dirige al lado opuesto: hacia La Chinita, de nada sirve ofenderse; nosotros seguimos nuestra ruta de rodeo al cerro, sin perderle de vista mientras salta entre los pedruscos, hasta que nuestras trayectorias convergen, y en ese flanco reconozco las hendiduras por las que, en los dos casos anteriores, pudimos descender a la ventana, al pie de la roca (en esas dos ocasiones vine con Luis, un viejo camarada del camping), al Portacho de la Isiruela, desde arriba contemplamos la panorámica: al frente se halla la cota 992, y más allá El Chamorzo Chico; y a la izquierda se extienden Los Prados y Peñas Bravas; desde ellas, una senda se acerca al Portacho y desaparece bajo los piornos y las retamas, que ocupan en toda su extensión las laderas de los cerros contiguos, (el del Canto y el 992), y el Portacho de la Isiruela, la inclinación de la lancha nos obliga a avanzar a paso de cangrejo: sentados, vamos impulsando el cuerpo columpiándolo con los brazos apoyados en la roca: así nos acercamos a la sima del macizo de la Chinita, la pared es abombada, su base incide en la lancha, en cuya intersección forma una junta o grieta inclinada hacia abajo marcada por raíces, por la que nos deslizamos para descender; poco a poco nos acercamos al bosque de retama y piornal hasta sumergirnos bajo su manto enrevesado, hostil; en los intersticios las raíces se agarran a las botas; tropezones y saltos entorpecen la inmersión en el piélago del entramado de piornos y retamas, y en él nos zambullimos lanzados desde las últimas rocas; las ramas, tercas, oponen resistencia con todas sus energías a nuestro avance agarrándonos de los brazos, de las piernas, de la ropa, con afán desesperado e imparable; en el forcejeo me paso del sendero llevado por la inercia, e inicio la subida de la otra ladera...

      Vencido y doblegado el bosque agotador, abandonamos el lago Estigia, no insistimos en llegar al pie de la lancha: nos basta con abatir al enemigo arbóreo, al que cedemos un rehén: un gorro de recuerdo (Blas lo dejó, sin duda, como pago a Caronte.). Una vez identificada la senda por la que antes subimos, nacida en la Isiruela bajo el océano boscoso, la retomamos a la inversa para descender. La vuelta es desesperada. A las dificultades propias de la pendiente se une la extenuación; y a las dos, la falta de agua: hace tiempo que agotamos las existencias; nos movemos bajo un sol de justicia, por eso el próximo objetivo es la Fuente de la Perra Gorda, La Perra Gorda es un pilón en un ensanche de la carretera al que le llega un hilito de agua; no le afecta la sequía, y hace poco lo vi limpio del verdín habitual, detrás hay una zona de praderas siempre verdes, lo que confirma la existencia de un venero persistente, voy pensándolo, y hablo de su ubicación para animar la marcha: que tiene agua (eso creo, eso espero…), la promesa de su caudal nos anima a seguir, y llegamos, y hay agua, y nos hartamos de beber, y llenamos las cantimploras, y nos desnudamos, y nos metemos en el pilón, y escandalizamos a todo el mundo. Un sueño. El sueño del descenso… Fueron 3´247 kms en 6 horas y 51 minutos. ¡De locos!

 *Blas puso nombre a la cota 957: “el Canto de la Chinita”, ubicado frente a Las Cruceras, en la Reserva Regional Valle de Iruelas. Septiembre de 2020."

©pbernal/2020

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 EL DÍA QUE ME DESHICE DE UN FAJO DE BILLETES

 

Y le dije puedes quedarte con tus tías y tus tíos ricos

y con tus abuelos y con tus padres

y su jodido petróleo

y sus siete lagos

y sus pavos salvajes

y sus búfalos

y con todo el estado de Texas,

queriendo decir las cacerías de cuervos

y tus paseos de los sábados por la noche

y tu biblioteca de tres al cuarto

y tus municipales encorvados

y tus artistas maricas

puedes quedarte con todo eso

y tus periódicos semanales

y tus famosos tornados

y tus sucias inundaciones

y todos tus gatos maullantes

y tu suscripción al Time,

y trágatelos, nena,

trágatelos.

Puedo manejar un pico y una pala de nuevo (creo)

y puedo conseguir

25 billetes por un combate a 4 asaltos (quizá)

claro que tengo 38 años,

pero un poco de tinte puede taparme

las canas;

y aún puedo escribir un poema (a veces),

no lo olvides, e incluso

si no me pagan,

es mejor que esperar la muerte y el petróleo,

y disparar a los pavos salvajes,

y esperar que el mundo

comience.

Muy bien, mendigo, me dijo, lárgate.

¿Qué?, dije yo.

Lárgate. Esta ha sido tu

última rabieta.

Estoy harta de tus malditas rabietas.

Siempre te comportas como un

personaje de una obra de O’Neill.

Pero yo soy diferente, nena,

no puedo

evitarlo.

Eres diferente, de acuerdo,

y ¡qué diferente, Dios mío!

No des un

portazo

al irte.

Pero, nena, ¡amo

tu dinero!

¡Ni una sola vez has dicho

que me amaras a mi!

¿Qué querías

un mentiroso o un

amante?

Tú no eres ninguna de las dos cosas,

¡fuera, mendigo,

fuera!

…Pero, nena…

vuelve a O’Neill.

Fui hacia la puerta,

la cerré suavemente y me fui

pensando: lo que ellos quieren

es un indio de madera

que diga sí y no

y que aguante las llamas y

no arme demasiado jaleo;

pero te estás

haciendo viejo, chico;

la próxima vez

no enseñes

tus cartas.

 

de Charles Bukouski

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