sábado, 30 de octubre de 2021



frutos del bosque

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JUGANDO CON FUEGO

(memorias de ayer)

 

Invierno de 1939. Nuestra casa está inhabitable, y nos mudamos a la casa de mis tíos, al nº 25 de la calle Hachero, en el Puente de Vallecas.

      Tengo doce años, y no asisto a ninguna escuela. Tampoco mis cinco amigos, que viven en el entorno y rondan mi edad.

      Como son tiempos duros, de mucha penuria y necesidad, nuestra dedicación diaria es buscarnos la vida, y ayudar a nuestras familias.

      Recorremos las calles destrozadas y sucias; escarbamos entre los escombros, y apartamos todo lo que nos puede ser útil en casa, o para venderlo a los traperos y chatarreros: muebles rotos, hierros, somieres, utensilios de cocina, ropa usada… arramplamos hasta con la madera, hendida y chamuscada, que logramos rescatar de los escombros. Son muchas las viviendas destruidas durante los bombardeos.

      Abandonamos una de las viviendas hundidas dejando a buen recaudo nuestro botín, y entramos a saco en la siguiente.

      Su estado es similar a la anterior: la destrucción de esta calle debió hacerla el mismo ataque.

      Hay ratas por todas partes.

      Nos cuesta identificar las habitaciones. Un boquete deja ver la profundidad más allá del suelo.

      A veces encontramos cadáveres…

      Uno del grupo se arriesga a ver si debajo del destrozo hay algo útil, y se baja al hoyo. Una puerta de madera, astillada y medio oculta por los cascotes, llama su atención.

      Acudimos a su voz de alerta, y al momento nos juntamos abajo. Enseguida empezamos a retirar escombros, piedras, ladrillos, maderas…, hasta dejar un paso suficiente.

      La luz del sol se cuela por resquicios dejados por las bombas, e ilumina lo suficiente el interior. Filas de cajas se alinean a uno y otro lado, cerradas y llenas de polvo.

      Todos entramos, y, con la máxima precaución, nos acercamos a ellas. Contienen munición. Balas de fusil, y granadas de mano. Un Mauser, con la culata rota, se apoya, desmayada, sobre una de las cajas.

 

      Hemos vuelto a la cueva. Nos hemos juntado más de veinte: todos de edad pareja, excepto uno. Es mayor: tiene diecisiete.

      Este chico se erige en guardián del botín, y nos recibe a todos con benevolencia: controla el yacimiento para que no nos ocurra ningún accidente.

      Quizá participó en la guerra, o al menos tiene algún tipo de formación militar.

      Todos buscamos lo mismo: chatarra. Nunca preguntan sobre el origen, pero la munición sin disparar no la admiten en la chatarrería, por lo que debemos explosionarla antes de llevarla.

      El chico de diecisiete nos nuestra cómo desactivarlas: hay que despojar la bala del cartucho, vaciar gran parte de la pólvora, y volver a montarla. Luego se quema en un fuego, detona el fulminante, y queda listo como chatarra.

      Cada día vamos a por un puñado. Unas cincuenta balas el viaje. Poco a poco. Hasta que las agotamos.

      No hubo ni un solo accidente.

      También explosionamos las granadas. Eran de palo, y nos enseña cómo tenemos que lanzarlas después de retirar la anilla, para que no nos explote en la mano.

      Lo hacemos en un campo, entre Villaverde y Vallecas.

      Tampoco hubo desgracias.

      Eran tiempos difíciles.    

 

©Santiago Hueva Becerril

Club escritura Sonrisas

 

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