martes, 29 de enero de 2019

un temblor compartido.


Espacio Mercado, Getafe
El 29 de enero, martes, a las 19:00 h. se presenta UN TEMBLOR COMPARTIDO, libro que firmo con el pintor Joaquín San Juan. Lo edita AMARGORD ediciones en su colección PICTOEMAS.
Por si podéis.
Un abrazo.
Matías Muñoz Borja
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DE NUEVO

De nuevo
las calles son estrechas.
De nuevo
el aire se ha viciado con la angustia.
Y si bien no te rindes
al odio o la amargura,
regresas,
cubierto de ceniza,
borradas tus respuestas
a las viejas preguntas.

De nuevo
la conciencia plural,
el hormigueo al tomar la calle
y caminar
sintiendo en la pisada
un temblor compartido.

de Matías Muñoz Borja

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CÓMO DECIR, AMOR, EN QUÉ MOMENTO...

Cómo decir, amor, en qué momento
te rompes dulcemente entre las manos,
sin quejas, sin recuerdos, sin arcanos
y tal vez sin temor ni sufrimiento.

Cómo volver a amar, qué sentimiento
de elementos divinos o profanos
puede reverdecer entre desganos,
en la etapa final del desaliento.

Pregunta al corazón por qué no cree,
pregúntale al mirar qué cosas lee,
pregunta al labio cruel por qué no besa,

y te dirán, sin duda, su fatiga
del amor fiel o la pasión mendiga,
su falta de esperanza o de sorpresa.

Julia Prilutzky.
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MANIFIESTO

Yo siempre fui un chiquillo de adulto disfrazado
con miedos ancestrales clavados como espinas.
Quise que me mimaran: sentirme acariciado;
pero pasé la vida sumido en mis rutinas.

Envidié la palabra que fluye libremente
e inunda de colores fantásticos espacios.
Y conecta los pueblos; las personas; la gente,
tanto entre los humildes como en nobles palacios.

Disfruté la sonrisa de un niño, cuando nace
de la mirada franca, de la llana alegría,
y derrama inocencia sin saber que lo hace;
y mueve con su infancia, y con su algarabía.

Admiré los colores tatuados en el plano,
desdibujado y vivo, de nuestra geografía,
cuando subí a los trenes, o anduve por el llano,
confundido con ellos en muda sintonía.

Lamenté las cruzadas que rompían fronteras
de seres indefensos, desnudos de mañanas,
y nutrieron negocios entre las dos riberas,
cimentados en tumbas de sueños y de nanas.

El alma me angustió presa de sensaciones
cuando finalizaron las horas de aquel día:
poblaron las tinieblas mil manifestaciones,
y al pueblo las hurtaron, por cruda hipocresía.

Sacudió mi conciencia escuchar los tambores
de pueblos contra pueblos en lucha fratricida,
mientras en sus poltronas reían los señores
de la guerra, sumando a su bolsa y su vida.

Disfruté del instante brevísimo y eterno:
ese sublime tempo donde desbordan fresas
en cáliz compartido; en donde lo fraterno
no tiene propietario; ni paga con promesas.

Respeto procuré, honestidad, paciencia.
Cuidé de mis asuntos. Legué mis ideales.
Deslices cometí, errores de inconsciencia,
y allí donde moré dejé mis madrigales.

Decliné la vereda del otoño galano
con un porte tan digno como fue mi coraje;
degusté las delicias cercanas a mi mano;
admiré los perfumes de juvenil linaje:

observé a las muchachas que mi paso cruzaban,
y un temblor de guitarra anunció recaídas
hacia la pesadumbre de las cosas que acaban,
de los velados miedos, de primaveras idas.

No fui bueno ni malo. Nada gané o perdí.
Cumplí mis compromisos. Sufrí con tanta guerra.
Gocé con los amores. A todos me ofrecí.
Fui nada. Nada soy, pienso bajo la tierra.
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EL VALOR DE ESCRIBIR LA VERDAD

Para mucha gente es evidente que el escritor debe escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita mucho valor.
Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier aparece la consigna: «No hay pasión más noble que el amor al sacrificio».
En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se clama por todas las antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado e instruido, hay que tener valor para plantearse el interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre, la ignorancia y la guerra no crean taras?
También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto valor.
Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde se desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por su afición a las generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no han combatido nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.
Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la verdad.

Bertolt Brecht
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martes, 22 de enero de 2019

EL FULGOR DEL RELÁMPAGO


A ras de tierra en Hoyo Cerrado. Al frente, ladera de La Najarra.
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EL FULGOR DEL RELÁMPAGO

Hay cosas que la vida te da cuando ya apenas
podías esperarlas, y su luz
maravillosa, elemental, purísima,
te hace feliz de pronto. Y desgraciado,
pues comprendes que no te corresponde
ese milagro ahora y que no debes
a ciegas entregarte a lo que era
propio tal vez de otro momento tuyo,
de un momento anterior, cuando tenías
fuerzas para ser libre.
Mas déjate llevar, y vive esa hermosura
con coraje, sin miedo. A qué pensar
en lo que te conviene. Es muy fugaz la dicha.
No la desprecies. Tómala. Y apura
el fulgor del relámpago.

Después,
tiempo tendrás para seguir muriéndote.

de Eloy Sánchez Rosillo
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AUSENCIA

Una rosa vacía de colores
sin botones ni espinas, derramados
sus estambres abiertos,
trémula de abandono,
marchita en el estío.

Una rosa vacía de colores,
lacio su tallo, verde pálido
su pistilo, quebrado
su confuso camino
bajo la sombra triste de su cáliz…

Una rosa vacía de colores,
sus pétalos al viento
sollozando desiertos arrabales
de hielo en cada esquina,
mecidos por la brisa del invierno.

Una rosa vacía de colores
marchita en primavera,
presa del desconsuelo…

Así mi corazón cuando recuerda
la risa de tu cielo.
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MATILDE

Cárcel de Palma de Mallorca, otoño de 1942: la oveja descarriada.
Está todo listo. En formación militar, las presas aguardan. Llegan el obispo y el gobernador civil. Hoy Matilde Landa, roja y jefa de rojos, atea convicta y confesa, será convertida a la fe católica y recibirá el santo sacramento del bautismo. La arrepentida se incorporará al rebaño del Señor y Satanás perderá a una de las suyas.
Se hace tarde.
Matilde no aparece.
Está en la azotea, nadie la ve.
Desde allá arriba se arroja.
El cuerpo estalla, como una bomba, contra el patio de la prisión. Nadie se mueve.
Se cumple la ceremonia prevista.
El obispo hace la señal de la Cruz, lee una página de los evangelios, exhorta a Matilde a renunciar al Mal, recita el Credo y toca su frente con agua consagrada

de Eduardo Galeano.
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martes, 15 de enero de 2019

LA CRÍTICA SOBRE LA CRÍTICA


Pintura de Damián Retamar
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EL DISCURSO DEL MÉTODO

Las palabras sencillas
calle silencio anillo pan ternura

las acciones sencillas

besar tocar las manos que nos tocan
ponerse serio cuando algunos gritan
conjugar algún verbo fingidamente dulce

por ejemplo bañarse
yo me baño
ella se bañará
vosotros nos bañaréis

los actos de crueldad

voy a cerrarte el libro
me has gastado el amor
vendrán para reírse de nosotros

y los actos de suma inteligencia

ellos tienen la culpa
nunca has llegado a tiempo
desde esta casa no vemos el mar

las palabras
lo explican bien repito

las palabras sencillas
se creerá el idiota ya no duele
empecemos de nuevo las palabras
ayer sencillas próxima estación
me dijo algunas hojas se han caído
tú ternura silencio pan ahora

Jesús Urceloy
enero de 2018
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A VECES


Yo sé que ya no estás, pero lo ignoro.

Te busco en los confines del recuerdo
y hablamos. Tú te ríes. Yo te hablo de la vida,
historias que me vienen sucediendo.

A veces me contestas. O me miras
desafiándome con tu silencio
colgada la sonrisa
en la confusa sombra del invierno.

No es justo que te fueras.
A veces compartimos un secreto.
A veces te presumo confiado
y busco cada guiño de tu sueño,
y te tomo la mano,
y te acaricio el pelo,
guedejas cenicientas
en tu rostro rendido contra el viento.
Y te miro, sobre los adoquines,
desmesurados tus ojillos negros,
tomado por sorpresa
en un abril idílico y eterno,
en la vieja estación, en la avenida,
detrás de los muchachos, corriendo,
tus pasos temblorosos,
juguetones, inquietos…

Un horizonte, al fondo,
preñado de promesas y misterios,
ansiaba conquistarte
enamorado de tus sueños.

Y yo todo lo mido paso a paso,
en el final del día, hundido en el silencio
donde se agolpan como nubarrones
tus minutos postreros.

Yo sé que ya no estás, pero lo ignoro.
No quiero sucumbir al desconsuelo.
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LA CRÍTICA SOBRE LA CRÍTICA

Todo empezó tachando Misery, todo empezó tachando Misery.
Yo quería una historia de amor. Del terror puede salir una historia de amor. Así que destrocé Misery.
Ese debió de ser el día en el que acabé con la poesía.
Después un diario, después azúcar al diario. El diario es muy dulce, el diario es mentira. Azufre al diario. Y llegó internet y nos dijo: compartid. Y muchos lo hicimos. Primero llegaron los foros, todos teníamos el nombre que no querían ver nuestros padres. Pronto llegaron los blogs y ya no estábamos tan solos. Eran otros tiempos, eran otros tiempos. Alternábamos las tapas negras, las antologías, los libros añejos de padre, todo; queríamos saberlo todo y queríamos leernos todo. Y también a todos.
Muchos blogs. No estábamos solos. ¡Bendita emoción! ¡Fulanita ha vuelto a escribir!, y te ponías cómoda. No era para menos, querías disfrutar la nueva entrada de Fulanita. Si de paso Menganito tenía dos nuevas, podía ser la gran noche. Qué conexión, qué empatía. Qué daño decir: qué recuerdos.
Y ENTONCES LLEGÓ TWITTER
Tarde o temprano todos caímos en él. ¡Anda, pero si tú eres Fulanita! ¡Y está aquí Menganito! Joder, qué alegría. Aquí no me pierdo una entrada. Estoy conociendo a gente con la que he pasado ratos estupendos más de una noche. Estoy conociendo a MÁS. Cuántos blogs, cuántos espacios. Esto mola, yo me quedo.
Y ENTONCES LLEGARON LAS CIFRAS
Ah, esta red social tiene un contador. ¿Hay que hincharlo? ¿Qué mide exactamente? Nada, no mide nada. Oye, pero en el internet dicen que si tienes muchos seguidores eres… Nadie, no eres nadie. Publiqué mi primer libro con 900, el número cambió. Duermo con el mismo pijama, mi depresión crónica es cierto que fue a peor, la ansiedad también, la agorafobia también. Si tienes muchos seguidores eres… UNA PRESA FÁCIL. Y si te crees otra cosa tienes que ir a recoger un pin donde hay un calificativo negativo allí donde se reúnen los que ya lo llevan puesto.
Y ENTONCES LLEGARON LAS GRANDES EDITORIALES (y las no tan grandes con caras muy)
Y dijeron: captar a todo ser dispuesto a querer ver su nombre impreso en un papel, siempre y cuando su cuantía de seguidores sea significativa. Captar a toda cara conocida: Que recicle y si no… Siempre puede escribir otro el libro.
También está la de: captar a cualquiera, total; aquí no va a cobrar nadie. No buscamos letras, buscamos cifras.
Un buen decorado, extenso jardín que no huela; pero no todos habíamos perdido el olfato.
Ni la memoria.
Y ENTONCES LLEGÓ LA CRÍTICA
Y al principio vimos a grandes profesionales opinar duramente y por separado.
Los que sabíamos nuestro papel nos lo leímos una vez más porque recordar es darse cuerda. Los que no: se lo aprendieron. Los que menos: son lo de menos. Y al final vimos a grandes expertos en otros, ceñidos a argumentos escasos y hastiados. Tan vistos ya en tantos sitios. Cansados de alegatos a su favor, llenar un saco de piedras.
La crítica ya no era del crítico, era del ofendido.
El ofendido mostraba un plumaje desgastado de ser expuesto y no contemplado. Y del mismo saco lanzaba una piedra. Y así otra y otra.
Hace escasos días me escribió mi amiga Paquita que, obviamente, no se llama así. La conversación no fue muy extensa, sólo tenía una pregunta.
Desconcertada por varias publicaciones me preguntaba: tengo 27 años, ¿soy una adolescente consumiendo cursilería barata? Irene, no entiendo nada.
Paquita, no tienes que entender nada cuando el mensajero y el receptor del artículo son el mismo individuo.
Una oda contra la decepción propia defendida bajo la bandera del ‘yo sé más que tú’ puede pretender ofender, pero su finalidad a fin de cuentas es rescatar lo resquebrajado de quien firma el mismo. No tienes que entender nada. Lee lo que te apetezca, Paquita.
La pobre ignorante, adolescente a los 27, borreguito del consumismo, aquella iletrada que apoya los codos diez horas al día en una mesa para dirigir una institución penitenciaria de mujeres es cebo más en esta pesca de ofensa gratuita a lectores y autores.
‘Porque yo he leído’ y ‘Porque yo he escrito’ y ‘Porque yo sé’ y ‘Porque tú no’ y ‘Porque yo más’ y ‘borriquito como tú, no te sabes ni la u‘ de la vida. No tienes nada que contarnos de la tuya. No puedes aportarnos nada que no tengamos al alcance. ‘Todo está en los libros‘ que no has escrito. Los usarás como escudo contra el fracaso y proclamarás IGNORANTE TODO AQUEL QUE, qué. ¿Qué nos puedes ofrecer?
Estamos heridos y no somos nuestros padres. Quisimos cambiar las cosas y las cosas nos cambiaron a nosotros y no cesamos en invertir el orden. Nos apuñalaron y no somos nuestros abuelos. Nosotros vimos al asesino colgar el cadáver en Instagram. Nosotros derribamos muros de Facebook donde el dolor se extendía. Cuando llegaron las bombas, no las oímos; recibimos una notificación. No pasamos hambre, nos lo quitaron.
Autores y pequeñas editoriales se fijarían como objetivo de la crítica. Nos metemos con los débiles, pensarán ingenuos. Una vez más – citando a Víctor González – desde su humilde verdad absoluta.
No queremos cerrarnos puertas (que tanto esfuerzo y lametón al pastor nos costó) musitarán de forma elíptica.

A día de hoy, veo mi cara extendida por internet como cabeza de un cuerpo que desprecia al adolescente y lo define cabeza hueca, adolescente que no piensa, adolescente basura. Desprecia al adolescente que lee. Montañas de adolescentes (y no tan adolescentes) denigrados sin justificación más allá que la cura frívola de una herida enlodada.
Mi cara extendida por internet como cabeza de un cuerpo que desprecia a quienes aceptaron el caramelo de editoriales nefastas que se libran de la piedra que golpea la sien de la niña de diecisiete años que quiso ayudar a la de quince escribiendo un cuaderno. Maldita sea, ¡lo vendió! Arrojada a la hoguera sea, ¡ayudó a aquella otra niña!
Mi cara extendida por internet como cabeza de un cuerpo que desprecia a editoriales que apuestan sus 24 horas, su labor y su vida a mantener un catálogo puro desde el amor y no la cifra en el mismo saco donde editoriales redactan antes un contrato que un correo sincero donde no cabe la mentira o un todo empieza por la palabra, el trabajo conjunto, aquella tontería de… ¿leerse la obra que se va a publicar? Eran otros tiempos…
Hoy nos levantan en masa como a un edificio donde sus vecinos nunca se han saludado, desde los cimientos de la más absoluta ignorancia de aquel que cree saberlo todo.
A día de hoy veo mi cara extendida por internet como cabeza de un cuerpo donde se desprecia por igual a una selección de autores agrupados cuyas obras nada parecido narran. Cuyas trayectorias nada parecido dicen. Cuya historia nada mismo tiene que ver. Y tenemos que verlo.
La desinformación manda, la crítica aburrida de ser constructiva es ridícula.
Hemos perdido a una hermana y se aplaude su desaparición para que nadie nos escuche gritar: ahora eres más necesaria que nunca.
A día de hoy veo mi cara extendida por internet como cabeza de un cuerpo de onanismo lacrimógeno, un ego ya demasiado roído como para recuperarlo y pienso: nunca tuvimos tanta importancia.
Algunos ni siquiera la quisimos, devolvednos la crítica.

Irene X es escritora. Ha publicado los libros ‘El sexo de la risa’, ‘Grecia’, ‘No me llores’ y ‘Fe ciega’. Puedes conocerla en https://twitter.com/ireneequis
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martes, 8 de enero de 2019

La parábola del sembrador


La parábola del sembrador“, de Jacopo Bassano, 1560.
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RICHARD TRAJO SU FLAUTA

sin el menor ruido
con las venas del cognac y el danzón de Romeu
se apoderaba abuelo Egües de un sillón patidifuso y tieso
(ya no queda ningún músico de mi generación en Placetas
sobre todo la banda
una retreta mala como cara)
estamos todos juntos pero no llega el esperado
llueve mucho fuera de la casa

cada noche reaparecen
los relatos de Juan Gualberto en la nación antigua
como el aliento de los árboles

mientras revolvíamos los discos

(la batería es lo que lleva el suin)
truena y llueve
y llueve para ahogarnos a todos con nuestros respectivos
catorce o quince años

ahí la muerte y luego ¿dónde estaremos todos?
miramos por la ventana frente a la estrecha calle
de la iglesia de San Nicolás
(nunca nos gustaron los curas)
es la hora de comida y picamos el pan
y tomamos cerveza

de Nancy Morejón
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1 ELEGÍA
(a Emilio)

Encuadrados entre la hiedra y la sombra,
inclinas levemente la cabeza sobre ella, sentada,
que ríe como tú, y miráis al frente,
al objetivo, (quietos, un poco a la izquierda,
ahora, ya está).

Tu mirada, luminosa y limpia, resplandece
como el sol de primavera,
de esa primavera del 52, que te vio nacer, y
marcó para siempre el optimismo en tu semblante,
la gracia para desbaratar minucias en tu persona entera,
rompiendo, siempre adelante, retos de empatía
en los momentos íntimos de familia,
en los de esparcimiento con los amigos,
en tu dedicación rendida en el trabajo.

Cierto día me dijiste: - siempre hay que estar
dispuesto a dar más de lo que esperan de uno,
y yo me apropié la frase: la utilicé en una publicación.
No te fui infiel, la firmé como me confesaste que firmabas
tus trabajos técnicos: EBA.
Las frases lapidarias se construyen para la reflexión.
Y esas palabras, que bien pudieran acompañar tu soledad
como epitafio hermoso,
se me antojan divisa prendida en tu pecho
alumbrando cada faceta de tu existencia.

Te volcaste en la vida.
Consciente de la fragilidad del destino,
procuraste asegurar el futuro de los tuyos;
evitaste el sufrimiento de tus seres queridos,
consolaste cuando ya era imposible ocultar el desconsuelo.

Tu casa fue siempre,
también durante esos fatídicos meses,
un cálido lugar de encuentro de familia, de amigos,
de compañeros de trabajo.
A todos les abriste la puerta con tu sonrisa franca,
esa sonrisa que se te congeló un lunes de enero,
cuando la nada reclamó tu compañía,
celosa de los amores que te arropaban,
reclamando egoísta el tributo de tu encanto,
exigiendo el éxito de tu carisma sólo para ella.
Tal vez fuera necesario. Tal vez quiso eternizarte joven;
evitarte la miseria del envejecimiento,
la humillación de la decrepitud.
Tal vez deseaba extender,
como en vasos comunicantes,
el aura mágico que desparramabas en la familia,
entre los amigos, en el compañerismo de tu trabajo,
y así mostrar la amplitud de tus horizontes,
el inmenso campo laborado, a cuantos te conocíamos
en privado, en nuestro corralito particular.
Lo ha conseguido. Te ha inmortalizado
joven, amable, respetuoso, alegre, bueno...,
y ha ensanchado, hasta el infinito, hasta las estrellas,
nuestro conocimiento de los tesoros que guardabas en tu alma.

Sé que no necesitas de retóricas, para tu larga andadura
por la evocación y el recuerdo; pero entiende tú
nuestra necesidad de proclamar al viento
la intensidad de los sentimientos compartidos,
de forma no premeditada, por tantas personas
a cuyo entorno te acercaste
derrochando simpatía, comprensión, optimismo, entusiasmo.

Ese caudal precioso es lo que nos queda de ti,
y lo percibimos cuando nos miras desde la foto,
ya amenazado por esa sombra inquietante.
Siempre estarás en nuestro corazón,
por encima de otras consideraciones,
como el amigo más entrañable que tuvimos.
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LA LEY DE LEM O EL FRACASO DE LA LECTURA

En su ensayo Provocación (1982), Stanislaw Lem promulgó una provocadora Ley de Lem que consta de tres breves enunciados: “Nadie lee nada; los pocos que leen, no comprenden nada; a los pocos que entienden, se les olvida enseguida”. La cita está precedida por una observación acerca del temor de los editores a publicar libros debido a la habitual falta de tiempo, la oferta excesiva y la publicidad “demasiado perfecta”. Ni el carácter genérico de la ley, ni la exageración, y menos aún la ironía, logran desvirtuar el sentido de esas tres frases taxativas, escritas como en espiral, y que, a pesar de ir de menos a más -de ningún lector a los lectores más despiertos-, concluyen en la nada de la que partieron.
Hace casi tres siglos Georg C. Lichtenberg observó algo parecido, aunque con matices. Decía el sabio de Gotinga que los libros eran una de las mercancías más extrañas que había en el mundo porque, siendo impresos por gente que no los entiende, los vende gente que no los entiende, son encuadernados, criticados y leídos por gente que no los entiende; y, lo que es peor, escritos por gente que no los entiende.
Lichtenberg dedicó a los lectores algunas reflexiones jugosas. En la mayoría de ellas también plantea dudas acerca de la calidad de la lectura, sobre todo en los asiduos de los libros, por no hablar de los profesionales, los eruditos, a los que dedicó algunas pullas. Comentando el efecto de un buen libro, aseveró que hizo “más ingenuos a los ingenuos, más inteligentes a los inteligentes, y el resto, varios millares, permanecieron inmutables”. En esto último coincide con Lem. La mayoría ni se inmuta. Leen un libro porque está de moda y “hay que leerlo”, y tras la lectura se quedan igual que estaban. Puede que reincidan en otros libros -la lectura anodina es también reincidente- y que los lean de la misma manera. Al no cambiar la forma de leer, la experiencia lectora tampoco contribuye a mejorar la calidad de su lectura.
El comentario de Lichtenberg se fundamenta en el exceso de oferta libresca (y de autores), un fenómeno con varios siglos de antigüedad en los países occidentales y con el que nadie sabe qué hacer, excepto dar fe de su existencia. Ya en la primera mitad del siglo XVII Jonathan Swift se preguntaba cómo se las arreglaría en el futuro cualquier persona para cultivarse si los libros continuaban creciendo al ritmo que lo habían hecho en los últimos cincuenta años. ¿Cómo abrirse paso en la selva libresca? En Estados Unidos se publican alrededor de 180.000 libros al año. En la década de los treinta del siglo XX la cifra rondaba los 25.000, algo que ya entonces se consideraba una barbaridad.
Hubo una época en la que el respetado estamento de críticos alumbraba el camino con sus juicios, no siempre atinados, por supuesto: nadie es perfecto y menos aún los críticos literarios y sus recomendaciones. Pero los mandarines de la crítica también se han visto devorados por la inflación de libros, siendo reemplazados por la tropa de reseñadores dispersos por los medios tradicionales y digitales, que, seguramente con la mejor intención en la mayoría de los casos, se limitan a exponer su opinión acerca de los libros que caen en sus manos.
Antiguamente un libro se publicaba con la pretensión de que durase un tiempo determinado e incluso de que resucitara muchos años después de la muerte del autor (los cien años de Stendhal o los cincuenta de Proust). A finales de los años veinte del siglo pasado, el escritor y crítico británico Cyril Connolly advertía que era raro que un libro, sobre todo si se trataba de una obra de imaginación, durase una década y que lo primero que se desmoronaba era la calidad intrínseca que había contribuido a su éxito, por lo que aconsejaba a los autores perseguir una calidad que mejorase con el tiempo.
Casi un siglo después, simplemente se espera que al nacer un libro no muera de inanición. Y los que sobreviven lo hacen bajo la etiqueta de libro del año o del mes. A este paso pronto lo serán del día. La lucha por la supervivencia en la selva editorial discurre paralela a la lucha por captar lectores cada vez más entretenidos con los variados formatos de pantallas, versión sofisticada de las sombras móviles de la caverna platónica.
La Ley de Lem es dura y tajante, como lo fue la apelación del joven Franz Kafka a aquel amigo al que en una carta le dijo que uno no leía un libro para ser feliz sino para que le despierte “como un puñetazo en la cara”, para que le golpee “como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos”, y “rompa el mar helado dentro de nosotros”. Sólo quien pensaba de esta manera pudo escribir lo que escribió apenas diez años después.
Cada uno de los tres enunciados de la Ley de Lem puede transformarse en una pregunta sólo con anteponer un “por qué”: ¿Por qué nadie lee nada? ¿Por qué los pocos que leen no comprenden nada? ¿Por qué los pocos que entienden, se les olvida enseguida? Y que cada cual responda según su criterio.
A la afirmación de que nadie lee nada, los expertos en estadística libresca objetarán inmediatamente que nunca se ha leído tanto como en estos tiempos y que jamás se han vendido tantos libros, aunque los verbos leer y vender sólo coincidan en las dos últimas letras. Es probable que con su afirmación, Lem quisiera decir que no leen nada en el sentido de que leen libros inanes, sin sustancia alguna. Libros de usar y tirar, de leer y olvidar.
En cuanto a los pocos que leen y no comprenden nada (otra vez esa “nada” incordiando), parece referirse al lector que lee a bulto, dando palos de ciego sobre las páginas del libro y sin apartarse apenas de sus ideas preconcebidas, ni prestar la suficiente atención a las palabras, todo lo contrario del empeño que puso el autor al escribirlo. Cuanto leen les entra por un ojo y les sale por otro. Son como esos que fingen escuchar, sin interés alguno, como si no tuviesen a nadie delante.
A los libros que leen les sucederán pronto otros que no dejarán rastro alguno en ellos. Ni en su memoria ni su espíritu. De todas sus lecturas no sobrevivirá nada, ni siquiera el recuerdo del momento en que leyeron un libro determinado y que en todo caso se confundirá con otros momentos, como les ocurre a esos turistas que en pocos días visitan muchos lugares y de vuelta a casa, al recordar el viaje, los confunden unos con otros.
Cuando esta forma de leer se convierte en un hábito -el llamado hábito lector-, con cada libro que lee se repite el mismo y monótono ciclo: leer para evadirse de la realidad, concentrándose en la lectura, y cuando ésta concluye, olvidar lo leído y enfrascarse en otro libro nuevo. Y así sucesivamente. La biblioteca de este prototipo de lector no es más que un largo etcétera. El devoralibros no es siempre el mejor de los lectores. Más bien al contrario, suele ser el peor. Tampoco el glotón suele ser el mejor degustador de platos. Aquí también es aplicable la máxima del hábito y el monje.
Cesare Pavese desconfiaba de los que creen que leer es fácil sólo porque mantienen un trato frecuente con los libros. En cambio, le daban más confianza aquellos otros que, tratando más con hombres y cosas que con libros, de vuelta a casa después del trabajo, cuando tienen la ocasión de embarcarse en una lectura, tienen conciencia de hallarse ante “algo ingrato y raro, algo evanescente y al mismo tiempo duro, que lo agrede y lo desalienta”.
Por lo que respecta al tercer enunciado de la Ley de Lem, el que se refiere al lector que entiende pero olvida enseguida lo leído, se trata sin duda del más duro de los tres, así sea porque damos por sentado que, de todos los medios de expresión de que hacemos uso, se confía en que la escritura sea el menos susceptible de ser olvidado. Precisamente el origen de ésta se fundamenta en las posibilidades para perdurar en la memoria, frente a la volatilidad de la palabra hablada. Su misma plasmación en signos materiales, y por tanto susceptibles de ser memorizados, pretende garantizar que perdure.
Si no fuese por la escritura, ¿de dónde sacaríamos las fuerzas para soportar la inanidad de la palabra hablada que sólo sirve para entretener las tediosas tardes de la vida y borrarlas de la memoria? ¿Qué es lo que sobrevive de las charlas sostenidas únicamente por la instantaneidad y destinadas al olvido en cuanto se difumina su falso esplendor? A lo sumo el gesto, la expresión no verbal, o sea, todo lo que gira espontáneamente alrededor de la conversación y que no responde a ningún estímulo racional.
El lector que entiende pero olvida es aquel en el que lo que ha entendido no penetra en él. Y es que no basta con entender lo que se lee. Entender no es más que la condición necesaria para entrar en un libro, como la puerta que se abre a una habitación. Podemos entender y, sin embargo, continuar indiferentes, recorrer con los ojos las paredes de la habitación como si hubiese muchas como ella y disponernos a pasar a la siguiente. Y así una tras otra.
Hay tantas cosas en la vida que entendemos perfectamente y que sin embargo no dejan huella alguna en nosotros, como si su único objeto fuese poner a prueba nuestra capacidad de entendimiento, igual que un problema matemático. De ahí al olvido no hay más que un paso. Olvidamos aquello que carece de verdadero interés para nosotros y por lo que no nos sentimos concernidos, aunque lo hayamos entendido, y que, si no nos aburre del todo, nos resulta indiferente. Si acaso estimula el intelecto durante el tiempo de la lectura, a modo de ejercicio mental. Quizá la gimnasia de la lectura mantenga en forma a este tipo de lector, pero poco más.
Aunque los lectores comprensivos esperen encontrar algo nuevo en las páginas de cada nuevo libro, cuando lo encuentran no lo reconocen y lo pasan por alto, mientras se detienen en los argumentos que les resultan familiares y que confirman sus ideas. Al menos en el ámbito del intelecto lo nuevo suele ser acogido con indiferencia, cuando no con desconfianza. Si olvidan el libro que han comprendido es porque no se dejan conmover por su lectura, por lo que después de leerlo siguen siendo los mismos que eran antes de que lo leyeran. Al final ese libro les habrá servido para pasar el rato.
Leer no es una cuestión de cantidad, que sólo conduce al olvido denostado por Lem. Un libro hay que leerlo desde todos los lados, con todos los sentidos y no sólo con los ojos. No conformarse con entenderlo. La lectura tendría que ser como un despertar, como un nacimiento e incluso como una resurrección -milagrosa, como todas las resurrecciones- de algo que estaba muerto en nosotros, un sentimiento, una emoción, un recuerdo o una idea.
A menudo la relación del lector con el libro recuerda a una historia de amor no correspondido. Una idea o una frase que el autor quiso expresar con rigor, después de darle muchas vueltas, pueden dejarle indiferente, hasta el punto de despacharla con una lectura rápida y olvidadiza. Imaginar también lo contrario: un lector que se prenda de una frase o de un adjetivo que el autor escribió a vuelapluma, sin prestarles mucha atención.
La lectura no deja de ser una oportunidad para que el autor y el lector se aproximen casi hasta la confluencia. El escritor busca y desea ser leído como él escribe para sí mismo, con un empeño y una intensidad similar. Pero el lector lee lo que le interesa en el momento de la lectura y no lo que el escritor espera que le interese y que ha escrito para él.
Quizá en la relectura, después de algún tiempo, repare en aspectos del libro que en la primera lectura pasaron desapercibidos para él y que le acercan al deseo del autor. Más aún, es posible que al volver a las páginas del libro vaya todavía más allá de ese deseo y descubra en él matices que si el propio autor llegara a conocer le sorprenderían por su agudeza.
En este sentido la relectura goza de una ventaja que se aviene mal con el tercer enunciado de la Ley de Lem: el olvido puede favorecer el descubrimiento de un libro al que sólo se arribó, sin consecuencia alguna. Más aún, la memoria puede convertirse en un inconveniente, pues al releer un libro el lector memorioso volverá a encontrarse con las mismas sensaciones e ideas que le suscitó la primera y lejana lectura. La memoria le impide cambiar de perspectiva y de punto de vista, manteniéndolo anclado en el recuerdo que conserva de la primera lectura.
Virginia Woolf decía que el lector crea el libro tanto como el escritor, y que incluso puede que el lector cree el libro más que el escritor, al menos en el caso de los mejores libros y lectores. También advertía a éstos del error de considerar que los escritores están hechos de una pasta distinta de la suya y que saben más sobre los hombres que ellos. En cambio, abogaba por una estrecha e igualitaria alianza entre unos y otros para evitar la castración de la lectura y de los propios libros.
La Ley de Lem recuerda a la parábola del sembrador. En la versión del evangelista Marcos, Jesús enseña a la gente la parábola de las parábolas, aquella que es preciso entender para entender todas las demás, la del sembrador que salió a sembrar y según iba sembrando, una parte cayó junto al camino, y llegaron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en el pedregal, donde había poca tierra, y brotó enseguida por carecer de profundidad de terreno, pero cuando salió el sol se quemó y se secó por carecer de raíz. Y otra parte cayó en los espinos, pero crecieron éstos y la ahogaron, y no dio fruto. Sin embargo, los granos que cayeron en tierra buena, “daban fruto que subía y crecía”.
La explicación que Jesús dio de la parábola es que el sembrador “siembra la palabra”, pero cuando unos la oyen, “va enseguida el Adversario y quita la palabra sembrada en ellos”. En cuanto a la parte sembrada que cae en los pedregales, se refiere a aquellos “que cuando oyen la palabra la aceptan enseguida con alegría, pero no tiene raíz en sí mismos, sino que son inconstantes y en cuanto vienen la tribulación, caen enseguida”.
Para Jesús el sembrado que cae en los espinos representa a quienes “oyen la palabra, pero las preocupaciones de esta vida, el atractivo de las riquezas, y la codicia de lo demás se aúnan para ahogar la palabra y queda infecunda”. En cambio, la parte del sembrado que cae en la tierra buena “son aquellos que oyen la palabra y la acogen y fructifican”.
Quien pueda entender, que entienda.

De Jaime Fernández, Blog “En lengua propia” sobre textos de Cesare Pavese, Cyril Connolly, Georg Christoph Lichtenberg, Ley Lem, Parábola del sembrador, Stanislaw Lem, Virginia Woolf

Publicado el 8 de marzo de 2016 en enlenguapropia.blogspot
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martes, 1 de enero de 2019

MAGIA


Vista atrás desde la Canal de los Guías
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MAGIA

El seis de enero de 1985
mis padres me dejaron bajo la cama
un estuche de latón
con su goma, sacapuntas y lapicero
sin que nadie lo viera
ni siquiera mis padres
tan atentos esa noche
sin que ni mis padres ni yo lo viéramos
Don Melchor
tras beber agua del grifo
dejó bajo mi cama
una pelusilla
que me dio la virtud de jugar
de inventar juegos
El seis de enero de 1986
mis padres me dejaron bajo la cama
un balón de reglamento
y un monopoly
sin que nadie escuchara sus pasos
ni siquiera mis padres
tan sigilosos aquella noche
sin que ni mis padres ni yo escucháramos sus pasos
Don Gaspar tras beber vino blanco del grifo
dejó bajo mi cama
en forma de calcetín con agujeros
la capacidad de amar sin límite
El seis de enero de 1987
mis padres me dejaron bajo la cama
un ordenador personal
y unos guantes de lana
sin que nadie se percatara de su presencia
ni siquiera mis padres tan ocupados esa noche
sin que ni mis padres ni yo nos percatásemos de su presencia
Don Baltasar
tras beber tequila del grifo
e ir chocándose con todos los muebles de la casa
dejó bajo mi cama
un lapicero viejo con la punta rota
que me ofreció el don de la poesía
Nunca se lo conté a mis padres
y nunca conté a los reyes magos
que esa misma noche
recibía regalos por partida doble
Nunca se lo conté a los reyes magos
porque nunca se hubieran creído que mis padres en realidad existían.

De Oscar Aguado
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XLV

Te adoro como a las luces
que despiertan la mañana;
como al cantar rumoroso
del arroyuelo del valle;
como a las tardes tranquilas
abandonado a los sueños.
Te adoro como al clavel
que se ha encendido en tu boca.
Como al jilguero que canta
en la eternidad del tiempo.
Como al deseo imposible.
Como al dolor del querer.

de apuntes 2001
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LA NUEVA POESÍA DE MIERDA


Una de las peores plagas que me tocó sufrir en la adolescencia y la juventud fueron los cantautores. Yo, que adoraba el rock sinfónico, el jazz y la música clásica, entre los cantautores en los setenta y la Movida en los ochenta pensé que ser sordo tampoco estaba tan mal. Pero la Movida, al menos en sus primeros momentos, no pretendía cambiar el mundo ni transformar la realidad ni denunciar nada, sino sólo pasar un buen rato. Con los cantautores, en cambio, no podías discutir porque ellos estaban comprometidos, tenían conciencia social y toda la pesca -aunque luego te enterabas de que, en su primer disco, Víctor Manuel le había dedicado una canción a Franco.
Coartadas ideológicas aparte, el problema era el modo en que pretendían venderte la moto de que un cantautor es la suma de un músico y un poeta, cuando la verdad es que al final la suma da más bien una resta. Con la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, la Academia Sueca ha certificado esa creencia, que podrá discutirse todo lo que se quiera, pero que ya no tiene vuelta de hoja. No tengo ningún reparo en reconocer que ciertos cantautores (el propio Dylan, Cohen, Silvio, Serrat, Brassens) son poetas. Sin embargo, convengamos en que, en la inmensa mayoría de sus textos, el poema pierde mucha de su gracia si no lo acompaña la música. A veces no, a veces no pierde mucha: la pierde toda. Otra cosa muy distinta es la barbaridad puesta en letras de molde sobre que Bob Dylan es el mayor poeta vivo en lengua inglesa. ¿Esa gente sabe lo que dice? ¿Habrá leído a John Ashbery, a Sharon Olds, a Brian Patten…?
Como toda situación es susceptible de empeorar, tenía que llegar el día en que ciertos cantautores decidieran prescindir de la guitarra, que buena falta les hace, y lanzarse al ruedo del verso libre, que para eso es libre y es ruedo. Al fin y al cabo, algunos cantautores llegaron hasta la música por pura honestidad artística, por la imposibilidad de sostener el lenguaje en equilibrio sin la ayuda de seis cuerdas. Así Leonard Cohen publicó varios poemarios antes de acometer la canción, y siempre confesó su devoción por Lorca, entre otros muchos poetas; así Serrat o Ibáñez musicaron a algunos de los grandes nombres de la lírica española: Machado, Hernández, Quevedo, Góngora, Alberti, Blas de Otero.
No obstante, la oleada de marketing poético que invade librerías y redes sociales tiene, creo yo, bastante poco que ver con esto. De repente, unos cuantos poetas jóvenes, y no tan jóvenes, han conseguido docenas de miles de lectores, dan recitales multitudinarios, y algunos -algo impensable en España- hasta cobran entrada. Muchos de ellos –Marwan es el ejemplo más claro- son cantautores que han decidido prescindir de la música y mostrar sus versos al desnudo. Parece que casi se ha cumplido aquella profecía que le oí a una poetisa en los años noventa: “Llegará un día en que la poesía llenará estadios de fútbol”.
La plaga todavía no llega a tanto, pero los versos que yo he leído de estos nuevos valores no andan muy lejos de los berridos de los forofos en el campo, o de las ocurrencias cursis que se encuentran a menudo en las puertas de los servicios públicos. Personalmente no tengo ningún problema en que alguien emborrone una cuartilla con renglones en lugar de usar la puerta de un retrete. Cada uno es muy libre de aporrear el piano, aunque no tenga ni idea de tocarlo. Pero el argumento democrático, el hecho de que algo lo disfruten cien mil personas en lugar de una docena, no significa nada en cuestiones de estética: un cuarteto de Bela-Bartok, o una balada de John Coltrane, son intrínsecamente superiores a la última canción de éxito radiada a los cuatro vientos. De otro modo, McDonald’s y Burger King serían los mejores restaurantes del mundo.
El otro día paseaba por la Cuesta de Moyano y me llamó la atención un libraco enorme, un volumen de lujo, quizá el primer tomo de poesía que yo haya visto editado por la editorial Planeta. Era una colección de poemas de Mónica Carrillo, la presentadora de televisión que últimamente ha decidido emprender una carrera de novelista. Se me ocurrió abrir el libro, y no debí hacerlo: daba vergüenza ajena, y debería darla también propia. Todo el mundo puede escribir lo que le dé la gana en su casa, pero resulta sencillamente penoso que un profesional de la edición haya corregido, publicado y puesto a la venta tal colección de obviedades, ñoñerías y ridiculeces. No digamos ya comprarlo y leerlo, no digamos ya compartirlo en internet, como si semejantes chorradas fuesen epigramas al estilo de Wilde o sentencias de Pessoa. Son, en el mejor de los casos, cosas que escribe un chaval cuando todavía no ha leído mucho, y todavía no sabe lo que es un poema, los bocetos de un aspirante a pintor cuando ni siquiera ha aprendido a dibujar, los ejercicios de digitación de un estudiante en el primer año de sumergirse en el teclado.
Sin embargo, la poesía tenía que hacerse rentable también, como la música, como la novela; llegó el momento de fichar a estrellas del pop y a caretos televisivos para vender cientos de miles de poemas. Es la poesía pop, que no es exactamente poesía popular, sino comercial. Es decir, todo lo contrario. No se veía nada igual desde que Piero Manzoni empaquetó su mierda en unas cuantas latas, y empezó a venderlas con una advertencia que también era un poema: “Mierda de artista”.
Muchos de estos juglares superventas se enorgullecen de practicar una poesía clara, sencilla, transparente, que llega a todo el mundo. Como si fuera sencillo hacer un poema sencillo, como si no fuese igual de complicado que escribir una novela, como si estuviese tirado escribir como escribieron en su día, por ejemplo, Lope de Vega, Wislawa Szymborska o Ángel González. Algunos critican a poetas oscuros, barrocos, herméticos, difíciles, casi imposibles de leer. Góngora, John Ashbery, por citar dos ya citados; Lezama Lima, Wallace Stevens, para que sean cuatro. Sin embargo, lo malo de la poesía que ellos (los juglares) practican no es que no se entienda nada: es que se entiende todo demasiado bien.

De DAVID TORRES, 9/4/2017