martes, 5 de marzo de 2019

ROPA INTERIOR


Getafe en flor

entre las ramas
dos pájaros cantando
melancolía
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ME EXTIENDO COMO UN TAPIZ


Me agarraré de un hilo y subiré
a la combada altura de las nubes.
La realidad es clara.
Marchan soldados
hacia una blanca muerte de mañana
en primavera.
Las voces de los niños
son de madera en las callejas
bajo un sol que no calienta.
Hay madres que sacuden telas
en las profundas vetas del aire.
Brisa en las ramas altas,
sonidos recostados en aleros,
pasos. Se cierran ventanas.
La realidad es clara.
Me cuelgo de este hilo de esperanza
y prometo alejarme de lo oscuro,
de las junturas, de las grietas
y simas de la noche.
De escuchar el horror que late bajo.
Sequía y ligereza para mí
en una copa recién amanecida.
Me entretejo con la realidad y me expando como un tapiz.
Me tiendo en la luz vibrante del mediodía.

Estefanía González
(de Nayagua)
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EL RODABALLO
(Cuento de “El pescador y su muxer”)


Una mujer hacendosa sus labores atendía
cada día
abnegada y complaciente, (y exigente)
con la casa y el mercado.
Guardaba sus frustraciones
en rincones
ocultos del corazón
temiendo, siempre temiendo tener que pedir perdón.
La mujer, en sus labores ocupaba su atención;
la vecina de fisgón de cuanto pasa en la calle;
los niños en las escuelas
del valle;
y el marido, pescador.

Una mañana temprano,
en la mar
antes de salir el sol
un rodaballo nervioso,
correoso:
viejo, curtido, veloz,
en las redes se enredó.
Y no se pudo zafar del arte del pescador.
En la caja del arenque, debajo de un volador,
ocultaba sus escamas escudriñando avizor.
Ya en la lonja lo descubren las manos del pescador,
sorprendidas del tamaño, y lo guarda en su zurrón
pensando:
“con esta pieza, qué fiesta
nos vamos a dar los dos”.
Junto al hogar el hombre le descubre
a la mujer su hallazgo,
y enseguida preparan la cebolla y el ajo,
olla, sartén, aceite, perejil…,
mientras discuten
la forma de guisarlo.
Entre digos y dimes y diretes,
con la cola reseca
el pez dio un palmetazo
en el sobresaliente rabo
de un cazo.
Miraron sorprendidos al pez, al cazo, al rabo,
y se miraron
volviendo sus miradas a la boca labial del rodaballo.
—Por favor, que me muero, echadme al agua un rato.
Asustados quedaron mirando al pez, y al tiempo se miraron.
—¿Qué os pasa…?
¿Acaso nunca visteis hablar a un rodaballo?
¡Echadme al agua de una vez
que me desmayo!
El hombre abrió la boca y, sin nada que decir, dijo:
—Me callo.
Mas la mujer cerró bien la ventana;
trancó la puerta por si la vecina…;
se acercó al bicho y dijo:
—¡Repite lo que has dicho?
—Por caridad, señora, ¡Lo que quiera le doy
si al agua me devuelve!

El hombre, arrinconado en la esquina del lar
no daba crédito a lo que su mujer
al rodaballo acabó por arrancar.
Con el cazo regaba las escamas
matizadas de cera,
mientras iba cosiendo peticiones
como quien va bajando la escalera.
—¿Pulsera de diamantes? Está bien, la tendrás;
y anillos de rubíes y coral…—
Se perdieron las horas de comer.
El sol se fue, pero seguía
la letanía
del rodaballo envuelto en el sopor,
condescendiendo a los caprichos
de la mujer del pescador.
Apenas ya la voz se dibujaba
en los labios del pez
cuando supone el hombre
que le llegó la vez;
a un lado aparta a su temible esposa
y grita convencido:
“—¡Un barco!, ¡quiero un barco, pez amigo…!.”
Pero era tarde ya.
Un atracón de aire lo asfixió.

Y de ahí en adelante
la mujer del pescador
durante toda su vida,
siempre se lo reprochó.
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ROPA INTERIOR


Dejamos sobre las duchas de los hombres nuestros cuerpos
bien amarrados a la tubería solar.
Marcamos territorio como animales en celo
con las trusas saturadas de arena y el olor sideral que los aísla.
En los baños quedan restos del sexo que les hicimos ayer,
agua de flores y velas de vainilla derramada.
Lágrimas rotas en el encaje profano de la madrugada.
He perdido mis aretes disueltos en el jabón de una lujuria breve
y las cremas señor untan tus sábanas, como veneno de diosas argentadas.
Mira como arrebatamos la libertad de sus mentes.
Abrimos la culpa en el paraguas dilatado de la tarde.
Regresamos con sus hijos ocultándole el verdadero apellido de sus genes.
En ropa interior leemos nuestras páginas persiguiendo sólo su deseo,
cada línea de arroz es un gemido.
Puedo esconderme en mis sombreros, sin ser descubierta...
¿Adivinan?
Un sayo y un escudo que esquive los golpes del amor.
Hay algo más debajo del sombrero, te lo juro.
Armo el rompecabezas de las palabras sobre la cama,
un plano blanco para patinar desnudos, ropa interior negra, sin dolor,
y aunque lo diga todo, no llega transparente a tus sentidos.
No lo entiendes. Tendrías que aprender a desnudarme.
Dejamos la antropología de un asentamiento grave,
un asentamiento cercano a esta cultura débil, sexo fuerte,
inseguro, desterrado.
Leo las líneas que subraya el editor pero no fumo,
no alivio mi ansiedad... y ya no puedo olvidar lo que he vivido.
Tu baño aún conserva mis pociones, mis esencias, mi estela,
mi estampida,
guardo un tren, un alcatraz, una libélula
y la foto de espaldas que me hicieron dormida.
No soy encaje, ni concha ni malvada,
no es sólo lo que ves, porque me he ido.
Mis ideas son más que las espaldas profundas que ves en el museo.
Soy mi texto y lo que trato de ocultar en el peligro de la supervivencia,
ropa interior en frasco de otro baño. Otra humedad, mucho frío.
Los abrigos no existen, se regalan a otra mujer que fui en el ritual ajeno.
No hay nieve en el país y aunque rompa a llorar eternamente,
sólo en ropa interior logro salvarme.
Dejo mis textos en tu casa pero hay más,
más frívolo y profundo, más pagano. Escribo en los espejos y te encuentras
nadando en este olvido de artificio...
Tus ojos curioseando en la cartera,
buceando en el pasado como un niño. Sólo ves:
las fotos de la infancia con mi madre.

Wendy Guerra (Cuba, 1970)
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