martes, 12 de marzo de 2019

LA PARADOJA DE WOOLF



ocho de marzo
---

vibra la tarde
feminismo corean
saltan y bailan

---
UNA Y OTRA VEZ

una y otra vez
no atiendo a razones:
canto las canciones
que me canta un pez

tengo la cabeza
llena de abubillas:
me crecen bombillas
que beben cerveza

amantes, quillotras
no son cual la mía:
la mía, poesía,
no es como las otras

vamos por el cielo
encendiendo el fuego:
mas detrás del juego
más nos luce el pelo

Gonzalo Escarpa

---
EL MÚSICO
(adaptación del Cuento de Auguste Villiers de L´Isle Adam, 1839-1898)


Cerca de la frontera,
entre picos serranos y montañas,
dos pueblos caminaban de la mano,
prósperos los pudientes,
los pobres, pobres,
mayoría de primos y de hermanos.

Un poeta medraba
a costa de cantar en cada esquina
musicando sus versos y sus cantos,
mas con el frío nadie lo auxiliaba.
Se tiró al monte, y el violín usaba
a modo de escopeta,
pues la luz de la noche conspiraba
con su miedo y su treta.

Andaba un caminante por la senda
que cruza la montaña,
y se topó con el del instrumento,
que la bolsa, cortés, le requería
rápido y al momento.
Llegó limpio a su casa el asaltado,
y una historia tejió de bandoleros,
disparos y pistolas
en donde su valor de caminante
sobresalía justo, como un guante.
Corrió la voz el pueblo
y al otro pueblo se corrió a voz.
Pero los principales,
con su pericia y su saber sagaz,
al hombre acorralaron
hasta que le arrancaron la verdad.
Mas nada pregonaron en el pueblo,
miedoso de ese mal.

Cercano el día de cobrar la renta
los amos dispusieron
con escándalo y miedo del lugar
montar una carreta
con provisión de fuego de escopeta
para salir al campo a recaudar.
Sus mujeres, ajenas al enredo
urdido por los ricos,
la partida lloraban de los bravos
y heroicos maridos,
temerosas
de que cayeran presos en las manos
de la terrible banda de bandidos.
Ellos regocijaban sus adentros
mostrando valentía,
mintiendo prepotentes
con la falacia vil de su osadía.
Partieron de mañana.
Las tasas en el carro cosecharon
amontonando bolsas de monedas
de pobres aparceros.

A la noche volvían
prietos en el crujir de la carreta.
En el camino abrían
sombras de luz al fuego del farol
y temores templando en la escopeta.
El cruce de senderos. Resplandores.
Mil sombras acechantes que se inventan,
se vienen y se van.
El postillón requiebra
con pulla y latigazos a la bestia,
y los hombres armados se consuelan
para salvar su bolsa de dineros.
Atesora la noche embravecida
chirriares de carreta.
Galopes de caballo. Rechinares de dientes.
Y hasta suena, lacónico, un silbido,
cuando se escapa un tiro,
y brota de la noche, iluminada,
nefasta balacera
de sombra en sombra y desde carro a carro.

En el bosque cercano,
bajo la telaraña de una triste cabaña,
el músico, con dos de sus secuaces
vecinos de los pueblos, se reprime de miedo
al escuchar disparos tan cerca del lugar.
Al silencio se asoman, cuando cesan.
Al cruce se aproximan temerosos,
y encuentran dos carretas
de muertos enemigos bien repletas.
Un triste bandolero le dice al compañero:
— estos son de mi villa.
— Y aquellos de la mía, —le responde—:
vayamos, avisemos… pero ¿a dónde?
— No se lo creerán, -les dice el vate-:
de nuestra historia siempre dudarán.

Y las bolsas tomaron de dinero.
Cruzaron la frontera
y tierra de por medio le pusieron.
---

EN FAMILIA

En casa no nos gusta incomodar a nadie, señor comisario. Las cosas son como son. No había indicios, pero todos buscábamos algo. Mi madre buscó siempre el sosiego en la farmacia; mi padre en la mudez de un cigarrillo, convencido de que el cansancio y el frío están en las palabras, pero son otra cosa; mi hermana, cuando niña, en el reclinatorio de la ermita y después en la esquina más rentable del polígono sur. Yo que no busqué nada, encontré un libro y en él sigo.
Vivimos juntos el abuso feliz de sentirse en familia. Repare usted, señor comisario, que en las escalinatas de nuestra casa los sueños nunca dieron ningún paso.

JOSÉ LUIS MORANTE
(Del libro Cuentos diminutos)
---


LA PARADOJA DE WOOLF

Hablaba hace unos días la escritora Ángeles Caso de un libro que relanza con motivo del 8 de marzo bajo un elocuente título, Ellas mismas, que incluye las semblanzas de varias pintoras y en el que analiza desde el punto de vista pictórico la vida de estas mujeres creadoras, como tantas, silenciadas por la historia y por la historiografía. Caso, licenciada en Historia del Arte, afirma que las mujeres se autorretratan más que los hombres: «Es como si necesitaran decir: “Esto lo hice yo”. El autorretrato es un género muy femenino, tanto en pintura como en fotografía.» Analiza el gesto de sus protagonistas y busca esos códigos ocultos de quien no tiene un púlpito desde el que dejar clara su presencia y su voz. Las reflexiones de la escritora me llevaron a pensar en otra obra a la que he recurrido mucho en los últimos años: Maternidad y creación: lecturas esenciales (Alba Editorial, Trad. Elena Vilallonga), en la que la fotógrafa canadiense Moyra Davey explora la vida y obra de autoras referenciales en la literatura (sin etiquetas, pero también en la literatura escrita por mujeres y en la literatura de contenido netamente feminista) como Doris Lessing, Margaret Atwood, Ursula K. Le Guin, Sylvia Plath, Elizabeth Smart o Tony Morrison. Y por más que leo o medito sobre el tema llego siempre a la misma, desgraciada, conclusión: como ya dijo antes otra escritora, también feminista, «para poder escribir una mujer necesita dinero y una habitación propia». Virginia Woolf habla de una habitación (con cierre en la puerta) y de una renta (500 libras, unos 30.000 euros de la actualidad), por lo que esta máxima, que desde las conferencias que pronunció la autora en Newnham College y Girton College el 20 y el 26 de octubre de 1928, respectivamente, se ha convertido en metáfora de la creación femenina y rasero por el que se mide la capacidad productiva de la mujer en términos de literatura —extrapolable a otras artes— ha llegado a encerrar una perversa paradoja: las mujeres han seguido creando sin habitaciones propias (físicas) y sin dinero (suyo o no), a veces sin trabajo, con muy poco tiempo, aprovechando los ratos que les dejaba el cuidado del hogar y la familia y en ocasiones, como dijo Alice Walker de la esclava negra Phillis Wheatley, «sin ser dueña ni siquiera de su propia persona». Moyra Davey reflexiona sobre todo esto en Maternidad y creación, resultado de las sensaciones que experimentó cuando, tras ser madre, hubo de aparcar cámaras y trípodes para cuidar de su hija, sintiendo esa inevitable culpabilidad que nos ataca cuando ambas maternidades, la artística y la física, se interfieren mutuamente.
Las nuevas formas de esclavitud como los contratos precarios y temporales y los trabajos por cuenta propia reducen aún más ese hipotético tiempo para la creación, ese espacio propio que es, a fin de cuentas, lo que reclamaba Virginia Woolf. Y todas estas circunstancias afectan especialmente a las mujeres, del mismo modo que el cuidado de los hijos y los dependientes de la familia sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas.
Casi un siglo después aquella frase de Virginia Woolf, sigue siendo cierta, como también lo es el estudio de Davey, mucho más moderno y en el que ya se contemplan gran parte de los problemas que nos afectan en la actualidad: en época de Woolf las mujeres estaban obligadas a salir de casa, incluso a formar parte de grupos organizados de acción cultural, tertulias o hermandades, era vital tener una habitación en casa que reuniera las condiciones de un compartimento estanco frente a las amenazas domésticas: el servicio, los niños, la intendencia. En una época en que las grandes casas contaban con despensa y cuarto de costura y plancha, un ala para los criados y, en muchas ocasiones, otra para los niños, no parece complicado robar unos metros cuadrados para instalar un escritorio y una pequeña biblioteca de cabecera. En cuanto al dinero, Woolf habla de «renta» y no de sueldo. Pocas mujeres tenían sueldo en su época, y las que lo tenían no disponían de mucho tiempo —ni espacio, ya fuese físico o metafórico— para crear. De modo que si aplicamos la receta Woolf al pie de la letra sólo las mujeres ricas, por familia o por matrimonio, estaban —están— en situación de producir literatura potable y digna de pasar a la historia. En época de Davey, la primera década de este nuevo milenio, la problemática es a un tiempo otra y la misma: la fotógrafa sintió el impulso de investigar, leer y escribir sobre las mujeres y la creación como vía para escapar a la sensación de aislamiento que le provocaba su reciente maternidad: el encierro en casa, los cuidados inevitables… La realidad frente a la que se encuentra tras la maternidad una mujer de su tiempo, independiente, con un trabajo propio que le pone en contacto con la realidad y le devuelve empuje, satisfacciones, y dinero. Ignoro cómo hizo frente, en lo material, a ese año aproximadamente que dedicó a preparar el ensayo. Pero hubo de ser de alguna de estas tres formas: o un estado del bienestar que le ofrecía una baja remunerada por maternidad, una pareja que se encargaba de la manutención o un colchón financiero que le daba la tranquilidad de apartarse temporalmente de la vida profesional. En otras palabras: Virginia exageró, o se quedó corta. O, simplemente, elaboró una metáfora aplicable sólo a la sociedad inglesa acomodada de 1928. Antes y después de ella se han dedicado a crear hombres y mujeres que, o bien tenían resuelto el gris asunto de la subsistencia, o podían simultanearlo con la escritura, la pintura o la música. Antes y después las coyunturas económicas han puesto a las mujeres en el escenario o las han arrumbado en el rincón de las tramoyas polvorientas. Cuando las mujeres han accedido al mercado laboral, históricamente, ha sido porque faltaban hombres, en situaciones de guerra o posguerra. Y cuando han salido de él ha sido porque sobraban hombres o, dicho de otro modo, porque faltaba trabajo: en situaciones de crisis económica, como la que hemos pasado recientemente. También, paradójicamente, muchas mujeres que son abocadas al paro, al despido o al cuidado de los dependientes del hogar (ancianos, enfermos y niños) dedican parte de su tiempo y su energía a escribir, quizá como vía para verter una capacidad actora y creadora que no encuentra proyección por otros medios. En una época en que hombres y mujeres, en un porcentaje muy alto, necesitan vivir de otra cosa para poder asegurar la subsistencia y poder crear con cierta tranquilidad, las nuevas formas de esclavitud como los contratos precarios y temporales y los trabajos por cuenta propia reducen aún más ese hipotético tiempo para la creación, ese espacio propio que es, a fin de cuentas, lo que reclamaba Virginia Woolf. Y todas estas circunstancias afectan especialmente a las mujeres, del mismo modo que el cuidado de los hijos y los dependientes de la familia sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas. En la maternidad, tómese esta palabra en el sentido más amplio posible, es donde reside hoy la brecha. Y paradójicamente también esas mujeres siguen creando: en una habitación sin llave, en un rincón de la cocina, en el sofá con los cascos puestos para no oír la televisión o en un portátil en el metro. Porque necesitan decir, como las pintoras de Ángeles Caso, «Esto lo hice yo». Lo cierto es que con dinero o sin él, con trabajo o sin él, con hijos o sin ellos, con habitación y cerradura o sin ella, las mujeres no han parado de crear, y eso se comprueba fácilmente si se echa un vistazo a la historia. Y ahí está Charlotte Perkins, que escribió esa maravilla titulada El papel amarillo cuando su marido la encerró, literalmente, porque pensaba que se había vuelto loca: tenía depresión posparto.
Con todo, las mujeres siguen siendo las que más trabas tienen a la hora de hacer cualquier cosa que trascienda su supuesta labor natural: incluso escribir, incluso ahora. En nuestra asociación menos del cuarenta y cinco por ciento de los miembros son mujeres, y aún así la cifra arroja un buen porcentaje relativo. Aunque quizá no todo sea cuestión de cifras sino, como decíamos antes, de circunstancias, de coyunturas. Y también de paradojas: cuando no dejan de sonar voces pidiendo que se publique a más mujeres escritoras, las mujeres de más de cuarenta y cinco años corren ahora el peligro de ser silenciadas. En una edad en la que se tiene madurez y oficio adquirido, un bagaje personal y profesional y un equilibrio, si no un control, de todos esos factores que nos complican la vida, el sector editorial se apunta al carro de Hollywood y quiere autoras de menos de treinta años con presencia en redes sociales. Así la carrera de la promoción es más fácil y rápida, supongo. Autoras de selfis con boca de pato y ni una cana. Otra vez, ay, la paradoja. No vale pararse, ni resignarse, ni conformarse. Tenemos que seguir diciendo «Esto lo hice yo» en cualquier situación, entorno o circunstancia. Ante cualquier obstáculo.

© AMELIA PÉREZ DE VILLAR
Las escritoras y el Día Internacional de la Mujer, escrito por Redacción ACE 7 marzo, 2019
---

No hay comentarios: