martes, 19 de marzo de 2019

Kati Díaz



Escultura de Demetrio Ramos, en Loranca
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qué maravilla
tanto tiempo empleado
por un instante

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LA LOBA

Yo soy como la loba.
Quebré con el rebaño
y me fui a la montaña
fatigada del llano.

Yo tengo un hijo fruto del amor, de amor sin ley,
que no pude ser como las otras, casta de buey
con yugo al cuello; ¡libre se eleve mi cabeza!
Yo quiero con mis manos apartar la maleza.

Mirad cómo se ríen y cómo me señalan
porque lo digo así: (Las ovejitas balan
porque ven que una loba ha entrado en el corral
y saben que las lobas vienen del matorral).

¡Pobrecitas y mansas ovejas del rebaño!
No temáis a la loba, ella no os hará daño.
Pero tampoco riáis, que sus dientes son finos
¡y en el bosque aprendieron sus manejos felinos!

No os robará la loba al pastor, no os inquietéis;
yo sé que alguien lo dijo y vosotras lo creéis
pero sin fundamento, que no sabe robar
esa loba; ¡sus dientes son armas de matar!

Ha entrado en el corral porque sí, porque gusta
de ver cómo al llegar el rebaño se asusta,
y cómo disimula con risas su temor
bosquejando en el gesto un extraño escozor...

Id si acaso podéis frente a frente a la loba
y robadle el cachorro; no vayáis en la boba
conjunción de un rebaño ni llevéis un pastor...
¡Id solas! ¡Fuerza a fuerza oponed el valor!

Ovejitas, mostradme los dientes. ¡Qué pequeños!
No podréis, pobrecitas, caminar sin los dueños
por la montaña abrupta, que si el tigre os acecha
no sabréis defenderos, moriréis en la brecha.

Yo soy como la loba. Ando sola y me río
del rebaño. El sustento me lo gano y es mío
donde quiera que sea, que yo tengo una mano
que sabe trabajar y un cerebro que es sano.

La que pueda seguirme que se venga conmigo.
Pero yo estoy de pie, de frente al enemigo,
la vida, y no temo su arrebato fatal
porque tengo en la mano siempre pronto un puñal.

El hijo y después yo y después... ¡lo que sea!
Aquello que me llame más pronto a la pelea.
A veces la ilusión de un capullo de amor
que yo sé malograr antes que se haga flor.

Yo soy como la loba,
quebré con el rebaño
y me fui a la montaña
fatigada del llano.

Alfonsina Storni

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ENTRE BAMBALINAS
(Kati Díaz)


El arrugado texto en mano temblorosa.
Una sala pequeña se amontona
(estrecho camerino de comuna)
de nerviosas esperas.
El peso del papel en la memoria
se adivina en el rostro recompuesto,
perfilado de leve maquillaje,
tras de las bambalinas.
Con palabras de aliento y confianza,
mide la directora la fuerza de la danza.
Le dice a cada una: ¡estás divina!
Y el aforo calibra su mirada
escondida en el lienzo,
entre las bambalinas.

En el colmado patio
cede la luz su sitio con sordina.
Se apagan lentamente los murmullos
y sólo un sol alumbra el escenario.
Ocupándose va. Como un rosario
de colores y encanto; de andar de bailarina
con figuras que salen apocadas
de entre las bambalinas.
Brillan entre temores de novel.
Recitan su secreto y su calvario
bordando su papel.
Elucubran, conspiran, aman, mienten…
Cuando las emociones o la risa
a las tablas salpican con su brisa
trasciende la cocina
y vibran auditorio y bambalinas.
Avanza la función. Ya todo pasa
como en la vida o en la propia casa:
el discurso camina más fluido;
los pasos, naturales.
De momento en momento
a la vista se cuece el argumento,
y en ese desvelar de la sorpresa
el final se vislumbra, se avecina.
No sin preocupación. La directora,
mira, respira hondo y se domina
entre las bambalinas.

El aplauso final: música lenta,
embriagadora, mágica y eterna
penetra en el oído. Desbordante:
como la mansa lluvia en la pradera.
Empapa los sentidos, enardece
el noble corazón de la farándula,
pues sólo su sonido
apaga los vacíos de la farsa
y llena los bolsillos de auténtica soldada.
Saludan con donaire. Solicitan
tan sólo ese minuto de gloria, bien ganado,
y, huérfanas, las tablas abandonan:
la luz, el decorado…, hasta quedar ocultas
detrás de la cortina de cretona,
anónimas, sutiles, cristalinas.
Un poco más allá de bambalinas.
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LO QUE NO RECORDAMOS Y QUE VIAJA CON NOSOTROS

Ayer empecé a ver la película “Los mejores años de nuestra vida” (1946) de William Wyler, sobre tres soldados norteamericanos que regresan a su casa después de que se haya acabado la Segunda Guerra Mundial. Pensaba que no la había visto, pero en realidad sí. Me percaté de ello en cuanto apareció en escena un marinero que en vez de manos tiene dos ganchos y trata de encender una cerilla con ellos. En ese momento supe que había visto esta película de niño, sentado en el sillón con mi padre, en la casa de mis abuelos, posiblemente un sábado por la noche.
Los tres excombatientes llegan a su ciudad, cogen un taxi y el soldado sin manos se baja delante de su casa. Los otros dos miran cómo salen a recibirle sus padres y su novia. La novia llora al verle, le abraza y él se queda con los brazos rígidos, pegados al cuerpo. Según se aleja el taxi uno de los dos excombatientes le dice al otro: “Es sorprendente cómo en la marina le han enseñado a usar esos ganchos”, y el otro responde: “Sí, pero no le han enseñado cómo abrazar a su chica, ni cómo acariciarle el pelo”. Es una escena tremenda, perturbadora, con un cierre quizás un poco cursi, pero de una eficacia contundente.
Lo cierto es que se me saltaron las lágrimas y acabé pensando que no era por la construcción de la escena, que podría serlo, sino porque las imágenes activaron un recuerdo primitivo en mí, una primera conmoción infantil que había olvidado de un modo consciente, pero que seguía en mi interior de un modo profundo.
Recuerdo la fascinación de aquellas películas para adultos que vi de niño, la sensación de que no entendía todo, la intuición de las corrientes turbias que movían a los adultos, pero que me fascinaban sin acabar de comprenderlas. ¿Hasta qué punto nos configuraron la mente aquellas películas sin que seamos conscientes? ¿Cuántas películas que pensamos que no hemos visto han formado parte de nuestra educación sentimental y modificado nuestra mirada sobre el mundo?

David Pérez Vega
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