martes, 26 de marzo de 2019
BORRADOR DE UN POEMA
Nacimiento del arroyo de La Vegiga, en la falda de La Najarra, Miraflores
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bajo la roca
cuna de La Vejiga
canta la fuente
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BORRADOR DE UN POEMA
Me levanto a las seis aunque detesto madrugar.
Me pone malo el agua fría pero abro el grifo de agua fría
y aguanto diez segundos bajo el chorro.
Me gusta el café solo y me sienta mal la leche
pero le echo un golpe de leche al café y lo tomo con azúcar
aunque no me gusta endulzarlo.
Solo fumo cuando atardece, y aún así
enciendo tan temprano un Camel:
si todo sale según lo previsto
al terminar el día me habré fumado cajetilla y media.
Detesto oír la radio en la mañana, esos comentaristas
que avisan del apocalipsis a diario,
pero prendo la radio y oigo un bocazas
decir que España se rompe y que hay que echar a los moros.
Gomina en el pelo. Agua de colonia.
Sus zapatos y su pantalón y su camisa.
No bebo alcohol pero a las seis y media estoy
en la barra del Zettelmeyer
tomándome un coñac.
Me deprimen los tambores de la prensa deportiva
pero ahí estoy leyendo el Marca, un reportaje
sobre el mercado de fichajes de este invierno.
¿A qué viene todo esto?
Digamos que es costumbre familiar.
Cuando se muere un padre alguno de sus hijos
tiene que regalarle un día,
hacer durante un día las cosas que el difunto ya no hará,
ponerse en su lugar.
El día de regalo, ya te digo.
Son las siete y se yergue ahora la pregunta:
¿qué hacía mi viejo toda la mañana?
¿qué hacía un hombre de cincuenta y nueve
años en paro desde hacía dos
después de cuarenta años de trabajo?
Supongo que buscar trabajo ansioso,
pensar en el suicidio mientras llegaba el infarto
que al fin puso remedio a sus tristezas.
No sé. Era demasiado orgulloso
para arrastrarse a pedir algún favor o mendigar unas faenas.
A las nueve tengo que volver a casa
para llevar a Joaquín a la guardería y me preguntará
por qué no lo lleva el abuelo como siempre
-y siempre ahí significa tres meses a diario-.
Se va, se va, el poema se me va por lo anecdótico.
No es más que un borrador.
Mientras regalo el día me sacuden recuerdos del difunto:
a veces tiernos o hilarantes o brutales.
No me pegó jamás (claro que sí pegó a mi madre
una vez, después fue a emborrachase,
volvió a las tantas repitiendo su cantinela insoportable
"me tengo que matar" "qué he hecho" "tengo que matarme"
shalalá:
estuve un año sin dirigirle la palabra,
-tiene algo de mérito porque yo tenía doce años-).
Era de sangre muy caliente, yo creo que era bipolar,
había días que el mundo era un cachorro que estaba pidiéndonos
que saliésemos a jugar con el,
y otras era un campo de concentración
en el que nos había tocado el papel de prisioneros.
Se quejaba de su puta suerte muy a menudo.
He heredado algunas cosas suyas, no puedo negarlo.
La relación con el dinero por ejemplo: gastarlo
cuando lo tengo como si no hubiera mañana, no darle
importancia alguna y pasar luego meses penando
por haber gastado los ahorros y decirme qué idiota eres,
no darle importancia al dinero
te hace pensar en el dinero a todas horas.
También la frialdad emocional es suya.
Ese esconderse suyo para echar unas lágrimas por algo.
Mi padre tuvo una infancia complicada.
Hijo de madre soltera en la España de los cuarenta.
Lo inscribieron en el libro de familia como hermano de su madre.
Esas cosas pasaban en los heroicos días
del nacionalcatolicismo.
Se crió en un café cantante. Lo despertaban de madrugada
a los diez o doce años para que fuera por hielo.
Debió ver cosas muy edificantes
que le sirvieron luego para no escandalizarse por nada.
Se salvó mediante el fútbol.
Jugaba bien, se soñaba estrella de los estadios, como tantos,
como yo mismo más adelante.
Por las mañanas trabajaba en un taller de mecánico
mientras cumplía 21 y podía sacarse el carné de camión,
y por las tardes entrenaba.
Lo fichó el Atlético Sanluqueño, camiseta verdiblanca.
Luego conoció a mi madre en la Alameda Vieja.
Ella quedó embarazada y se casaron
como era lógico en la época.
Dejó el fútbol, empezó con los camiones.
Llegué yo.
A veces le tomaba el pelo diciéndole:
tú que querías ser futbolista y terminaste
conduciendo los autobuses que llevan a los futbolistas
del aeropuerto al hotel, del hotel al estadio, del estadio al aeropuerto.
Dejaba de hablarme durante semanas.
Y bien ya son las nueve. Mi madre ni siquiera se sorprende
de verme oliendo a él, vestido de él, dispuesto a hacer
lo que él hubiera hecho de estar vivo.
Llevar a su primer nieto a la guardería.
Un nieto que lleva su nombre y que es también hijo de madre soltera.
¿Por qué no me lleva el abuelo como siempre?
El abuelo ha muerto, peque.
Ah, vale.
Pero lo puedes seguir viendo: están los sueños.
Ah, claro.
¿Qué hacía mi padre toda la mañana?
Una zona de sombra o libertad hasta las 2,
cuando tenga que regresar a recoger a Joaquín a la guardería.
Me invento que se dedicaba a conducir.
Casi cuarenta años conduciendo
camionetas, camiones, pomposos coches de magnate, valencianas,
y de repente, el paro,
la quiebra de la empresa por orden del gobierno,
una indemnización y hasta la vista.
Me gustaba de niño,
verlo llegar en un interminable tráiler,
en cuya cabina -con una palanca de cambios del tamaño de un bastón-
nos apilábamos sus hijos mientras él subía a comer.
Y los camiones cisternas en los que alguna vez me llevó a Cádiz:
él cargaba en el puerto mientras yo, quice años, dieciséis,
me iba de librerias.
Ahora que lo pienso, si me preguntaran
qué hiciste con tu padre,
tendría que responder: kilómetros, muchos kilómetros.
Más kilómetros compartimos que palabras.
Hay algo que nunca le perdonaré,
ni siquiera mientras le regalo el día.
Chicuelo, nuestro bóxer.
Nos lo trajo una tarde y unos meses después nos lo quitó.
Él, que nunca le hacía caso a mi madre, se lo hizo en aquello.
Joaquín, no bebas. Y seguía bebiendo.
Joaquín, no fumes. Y seguía fumando.
Joaquín, no tardes. Y volvía a las tantas si volvía.
Joaquín, deshazte del perro. Y se deshizo del perro.
Qué cabrón.
Nos hizo creer que Chicuelo se había escapado
y allá que nos fuimos todos los hermanos a buscarlo.
Gritábamos su nombre en barrios en los que antes
no hubiéramos entrado ni hartos de droga
igual que los chavales de esos barrios
no entraban en el nuestro.
Volvíamos de nuestras expediciones con las manos vacías
y el ánimo arrasado.
Todos nos ocultábamos para que los otros no nos vieran llorar.
Qué cabrón.
También él se ocultaba.
Se dio cuenta a los dos días que perder un perro
era mucho más grave de lo que su elocuente infancia cruel
podía permitirse.
Una vez Chicuelo se meó en el pasillo
y él cogió al perro y le metió el hocico en los orines:
así aprenderá que aquí no se hace,
a mí me lo enseñaron cuando chico.
Se meaba en la cama, y para enseñarle que eso no se hacía,
que no tenían plata para colchones y sábanas,
le hundían la cara en la mancha de meado.
Pero siguió meándose en la cama algún tiempo más.
Se levantaba y antes de que le hundieran la cara en la mancha de orín
él mismo hundía la cara.
Mucho más tarde, cuando Chicuelo era sólo un fantasma
que se nos aparecía en sueños,
e iba del sueño de uno al de otro como familiar solitario
que cada tarde visita a un pariente para recordarles que existe,
mi padre nos contó que lo dejó en la carretera de Trebujena.
Primero nos dijo que se lo había dado a unos de una finca,
pero la verdad fue más fuerte que él
y años más tarde nos la tuvo que contar.
Vi claramente al perro extrañado en el camino,
pensando que era un juego de su amo,
se metía en el coche y él tenía que perseguirlo,
pero aceleraba y aceleraba,
lo miraba por el espejo retrovisor y le decía adiós a Chicuelo.
Y el perro se cansaba y se paraba y se iba empequeñeciendo
sin saber que iba a agrandarse nuestra angustia.
Qué pedazo de cabrón.
El día de regalo lo emplearé en conducir por la carretera de Trebujena.
Han pasado más de veinte años y seguro que Chicuelo
murió atropellado o desfalleció de hambre o lo encontró alguien
y lo adoptó o lo utilizaron unos miserables
para que se entrenaran unos perros de pelea.
Pero yo conduzco en el papel de mi padre
por la carretera de Trebujena
buscándolo en aquellos días felices de mi infancia
en que los hermanos nos peleábamos por ser los primeros
en regresar a casa
par sacar a Chicuelo.
Creo que es la única vez que odié a mi madre, cuando supe.
Si encontrara a un perro cualquiera en el camino
lo montaría en el coche de mi padre
y se lo llevaría de regalo a Joaquín, su nieto.
Después por la tarde, tras comer y tras la siesta -que nunca duermo-
me tomaré otro café con leche, pugnando con la náusea,
iré al España a tomarme un par de finos,
le compraré cupones al ciego y haré una quiniela
aunque jamás me gasto un duro en juegos de azar,
y más tarde veré algún programa bobo de televisión
y me tomaré un gin-tonic por toda cena,
un Camel detrás de otro para acabar el día de regalo,
hasta que toque irse a la cama,
encenderé la radio, aunque me tortura oír la radio de madrugada,
esos programas de gente que llama para contar tragedias
que quizá le hicieran sentir a mi padre
que tampoco le iba tan mal.
(Dejaré aquí este borrador de poema,
quizá algún día mi hijo lo descubra entre mis cosas,
y piense: un día de regalo, vale, padre,
y se levante como yo a las tantas, aunque le guste madrugar,
y se tome un café solo y sin azúcar, aunque le siente mal,
y se duche con agua muy caliente aunque prefiera la templada,
y se vaya a caminar aunque lo suyo sea el gimnasio,
y luego abra mi computadora
aunque escribir no sea su modo de estar en el mundo,
y encuentre este poema en borrador
y ajuste cuentas conmigo
y me regale uno de los milagrosos días de su vida
cuando el milagro de la mía haya terminado
y corrija y termine este poema).
Juan Bonilla
Poemas pequeño-burgueses
Renacimiento, 2016
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LA NADA
Una mesa. Y un banco. Y el vacío.
La nada se apodera de la pluma
y se van de viaje a una nube que sube,
paso de caracol, por la escalera.
Un pájaro farfulla, y acudo, por si acaso,
pero vuela, vuela, vuela
a un suave trotecillo de gacela
y me deja su nada en la cortina.
Descubro que la brisa
capotazos le pega a la ventana,
y destrozan mis ojos pedazos de cristal
y de visillo en busca de la cosa
esa que yo buscaba tan… ¿me sigues?
Dos horas, tres; cuarenta…
Sudo la tinta. Subo la escalera.
Me aposento en la nube. Busco el nido
como depredador empedernido,
pero nada de nada. Yo en el banco
y en la mesa el papel, planchado, blanco.
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LA LUZ ES COMO EL AGUA
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
—De acuerdo —dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
—No —dijeron a coro—. Nos hace falta ahora y aquí.
—Para empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
—El bote está en el garaje —reveló el papá en el almuerzo—. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
—Felicitaciones —les dijo el papá ¿ahora qué?
—Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
—La luz es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
—Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada —dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
—¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? —dijo Joel.
—No —dijo la madre, asustada—. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
—Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber —dijo ella—, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
—Es una prueba de madurez —dijo.
—Dios te oiga —dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.
Gabriel García Márquez
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