Madroños en un patio de Getafe
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¿CUÁNDO UN TEXTO ES POESÍA?
Cuando leo un poema, suelo disculpar sus posibles imperfecciones: falta de ritmo, errores de medida, excesos verbales, aun anacolutos. No disculpo, desde luego, los lugares comunes ni la falta de originalidad. Pero todo ello lo minimizo si el poema contiene esa gema maravillosa que es un verso memorable.
No pienso que
Oigo a menudo inclusive el D.R.A.E. lo
dice que el objetivo de la poesía es la “Belleza”. Aparte de que ese es un
concepto demasiado cambiante, no la creo función exclusiva de
En cambio, a veces, sólo contadas veces, encuentro en algún poema uno o dos versos que saltan desde el papel y me transportan a un mundo distinto. Que golpean sin misericordia, que descubren otra forma de mirar la realidad. Versos por los que vale la pena hacer un viaje a las antípodas, versos que abren puertas insospechadas. Esas líneas mínimas consiguen que el poema sea poesía y lo salvan, como nos dijo Luis Rosales una tarde en Prometeo. Versos con magia. Los que hacían a Emily Dickinson sentirse “como si le hubieran dado un tiro en la cabeza”. Ellos componen el meollo de lo que hoy llamo “poesía”.
Si tratamos de recordar viejos poemas, veremos que sólo nos llegan fragmentos, versos sueltos. Así, “polvo seré, mas polvo enamorado”, “ojos claros, serenos”, “compañero del alma, compañero”, “recuerde el alma dormida”, “pero el cadáver, ay, siguió muriendo”, y mil más. Palabras felices que dan su valor al poema, que son el vehículo para que perdure y llegue hasta nosotros la Poesía.
Por eso, lo que me hace sentirme ante un verdadero poema es la aparición de ese verso, a lo sumo un par de ellos, que se quedan ahí, vibrando, siempre distintos a sí mismos. Y ese momento justifica cualquier espera.
(1931-2014)
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PAVESAS Y DIOSES
O auer juntamiento con fembra placentera
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita
Al final de los años, importa poco o nada
dejar un rastro amable o una estela envidiosa,
iniciar la partida sobre un fulgor de rosa,
volverse como niño, ser apenas mirada.
Invencibles, los átomos del ardor de la amada
mueven lentos sus hilos, hacen verso la prosa
salvando negras penas, mientras la dueña hermosa
eterniza el instante de la boca besada.
Río de sangre ardiente que en la vena circula
o apenas deja hueco a la razón perdida,
muerte-luz del orgasmo, principio y despedida.
Amor es cosa fuerte que la razón anula,
un viento que nos quema. Y hasta el urgente adiós,
todos somos pavesa y somos todos dios.
Juan Ruíz de Torres
(2000)
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LA MAESTRA
Mamá, mamá.
¿Dónde estará mi madre, la maestra?
Llora la anciana huérfana.
Aquel jabón de olor sobre la ropa,
un retrato,
de la mano, las dos, junto a la escuela.
Mamá, mamá, ¿por qué te empujan?
Son todos sus recuerdos…
y el miedo desde entonces.
¿Dónde estará mi madre?
Ochenta años pesa
la losa del silencio.
¿Dónde estará mi madre?
Alguien dice que más allá del río
en un hoyo, camino del hayedo:
el abrigo del bosque también se lo negaron.
Allí la buscarán,
a mi madre, la maestra del pueblo.
Mamá, mamá.
Hoy es el día.
Medio metro de tierra, pies abajo,
son quinientos milímetros de sombra.
Mi madre, mi madre.
Apenas cien paladas, cuidadosas,
para alcanzar la luz el primer hueso:
fémur de mujer,
cuarenta y seis centímetros y medio.
Allí alumbran su tibia, su cadera,
un pie completo dentro del zapato,
sus dos manos atadas con alambres.
Hay jirones de ropa y un anillo.
Mi madre, mi madre.
Mamá, no volveremos a estar solas.
de Matías Muñoz
“Un temblor compartido”, 2019
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LA CASA DE NOÉ
Diario de a bordo, lunes. Me ha parecido escuchar un pequeño rumor de pasos por la cubierta de estribor. Tras un largo rato de observación ha salido entre dos tablas el hocico de un ratón. Le he dado un resto de corteza de jamón que había sobrado de la cena. He decidido llamarle Miguel, en honor al gran ratón de Disney. Miguel está solo. No tiene compañera ni descendencia. Miguel es como yo. Hay calma en los cuerpos y en las almohadas. Escucho de lejos el griterío de una manifestación airada. Me resisto a dormir para no despertarme con una pesadilla patriótica.
El inspector Sábado insistía: ¿había chinches, escarabajos, ratones? ¿Era aquella una casa higiénicamente irreprochable? Ya lo ve señor inspector, decía la señora Remedios. Aquí todo está limpísimo. Yo misma me encargaba de la limpieza. Y el señor Noé era un maniático del orden, dejaba siempre las botellas vacías en el descansillo, limpias como para volver a ser usadas. Bebía, sí, claro. Pero en esta casa nunca hubo insectos de ningún tipo. Y el inspector, tan pronto se fue el forense con el cuerpo de Noé, dijo: caso cerrado. Lo del diario de a bordo es cosa del delírium trémens. ¿Y eso qué es, inspector? No es nada: bichos en la cabeza.
joan barril
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