domingo, 15 de noviembre de 2020

LA MAESTRA


 Madroños en un patio de Getafe

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¿CUÁNDO UN TEXTO ES POESÍA?

Cuando leo un poema, suelo disculpar sus posibles imperfecciones: falta de ritmo, errores de medida, excesos verbales, aun anacolutos. No disculpo, desde luego, los lugares comunes ni la falta de originalidad. Pero todo ello lo minimizo si el poema contiene esa gema maravillosa que es un verso memorable.

     No pienso que la Poesía sirva sólo para lo que la Prosa puede hacer, y muy bien por cierto: narrar, contar, enseñar, describir, divertir. Esto es, no me opongo a que un poema narre, cuente, enseñe, divierta. Pero su función no acaba ahí, y con sólo eso está tristemente incompleta.

     Oigo a menudo inclusive el D.R.A.E. lo dice que el objetivo de la poesía es la “Belleza”. Aparte de que ese es un concepto demasiado cambiante, no la creo función exclusiva de la Poesía; yo encuentro bellísimo el Teorema de Pitágoras. Y las reglas del Arte... A estas alturas, ¿qué queda de ellas?

    En cambio, a veces, sólo contadas veces, encuentro en algún poema uno o dos versos que saltan desde el papel y me transportan a un mundo distinto. Que golpean sin misericordia, que descubren otra forma de mirar la realidad. Versos por los que vale la pena hacer un viaje a las antípodas, versos que abren puertas insospechadas. Esas líneas mínimas consiguen que el poema sea poesía y lo salvan, como nos dijo Luis Rosales una tarde en Prometeo. Versos con magia. Los que hacían a Emily Dickinson sentirse “como si le hubieran dado un tiro en la cabeza”. Ellos componen el meollo de lo que hoy llamo “poesía”.

     Si tratamos de recordar viejos poemas, veremos que sólo nos llegan fragmentos, versos sueltos. Así, “polvo seré, mas polvo enamorado”, “ojos claros, serenos”, “compañero del alma, compañero”, “recuerde el alma dormida”, “pero el cadáver, ay, siguió muriendo”, y mil más. Palabras felices que dan su valor al poema, que son el vehículo para que perdure y llegue hasta nosotros la Poesía.

    Por eso, lo que me hace sentirme ante un verdadero poema es la aparición de ese verso, a lo sumo un par de ellos, que se quedan ahí, vibrando, siempre distintos a sí mismos. Y ese momento justifica cualquier espera.

 © Juan Ruíz de Torres (poeta español)

(1931-2014)

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 PAVESAS Y DIOSES

 

O auer juntamiento con fembra placentera

Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

 

Al final de los años, importa poco o nada

dejar un rastro amable o una estela envidiosa,

iniciar la partida sobre un fulgor de rosa,

volverse como niño, ser apenas mirada.

 

Invencibles, los átomos del ardor de la amada

mueven lentos sus hilos, hacen verso la prosa

salvando negras penas, mientras la dueña hermosa

eterniza el instante de la boca besada.

 

Río de sangre ardiente que en la vena circula

o apenas deja hueco a la razón perdida,

muerte-luz del orgasmo, principio y despedida.

 

Amor es cosa fuerte que la razón anula,

un viento que nos quema. Y hasta el urgente adiós,

todos somos pavesa y somos todos dios.

 

Juan Ruíz de Torres

(2000)

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LA MAESTRA

 

Mamá, mamá.

¿Dónde estará mi madre, la maestra?

Llora la anciana huérfana.

Aquel jabón de olor sobre la ropa,

                                        un retrato,

de la mano, las dos, junto a la escuela.

Mamá, mamá, ¿por qué te empujan?

Son todos sus recuerdos…

                                        y el miedo desde entonces.

¿Dónde estará mi madre?

Ochenta años pesa

                                        la losa del silencio.

¿Dónde estará mi madre?

Alguien dice que más allá del río

en un hoyo, camino del hayedo:

el abrigo del bosque también se lo negaron.

                                        Allí la buscarán,

a mi madre, la maestra del pueblo.

Mamá, mamá.

                                        Hoy es el día.

Medio metro de tierra, pies abajo,

son quinientos milímetros de sombra.

                                        Mi madre, mi madre.

Apenas cien paladas, cuidadosas,

para alcanzar la luz el primer hueso:

                                        fémur de mujer,

cuarenta y seis centímetros y medio.

Allí alumbran su tibia, su cadera,

un pie completo dentro del zapato,

sus dos manos atadas con alambres.

Hay jirones de ropa y un anillo.

                                            Mi madre, mi madre.

Mamá, no volveremos a estar solas.

 

de Matías Muñoz

“Un temblor compartido”, 2019

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LA CASA DE NOÉ

Diario de a bordo, lunes. Me ha parecido escuchar un pequeño rumor de pasos por la cubierta de estribor. Tras un largo rato de observación ha salido entre dos tablas el hocico de un ratón. Le he dado un resto de corteza de jamón que había sobrado de la cena. He decidido llamarle Miguel, en honor al gran ratón de Disney. Miguel está solo. No tiene compañera ni descendencia. Miguel es como yo. Hay calma en los cuerpos y en las almohadas. Escucho de lejos el griterío de una manifestación airada. Me resisto a dormir para no despertarme con una pesadilla patriótica.

 Diario de a bordo, martes. La he estado observando durante una larga hora. Se trata de una mosca velluda y torpe. Insiste una y otra vez en salir a través del cristal. No entiende que la libertad está dentro. Al final, exhausta, se ha dejado coger. La he colocado en una caja de cristal con una cucharada de azúcar. Me ha parecido ver un gesto de agradecimiento en sus 100.000 ojos. Poco después han cruzado la cocina un par de escarabajos. Les he admirado como se admira a los supervivientes. Son esos bichos los que conseguirán superar la hecatombe nuclear. Todos moriremos, las tierras se agostarán y los mares hervirán por un sol inclemente, pero serán esos escarabajos los encargados de crear una nueva civilización. A él le llamo Adán y a ella Eva, y les he puesto el corazón de una manzana junto a su nido.

 Diario de a bordo, miércoles. He salido a que me dé el aire y he conseguido capturar un moscardón atontado. Lo he depositado junto a la mosca de ayer. No es bueno que la mosca esté sola. Han vuelto las oscuras golondrinas y en las macetas se han multiplicado las lombrices que servirán de alimento a los polluelos. Un hormiguero serpentea por la pared del balcón. Mañana seguiré su senda.

 Diario de a bordo, jueves. He sentido las caricias de los bigotes de Miguel en los pies. Miguel viene a decirme que la corteza de jamón es insuficiente. Miguel tiene novia y me la viene a presentar. Es una ratoncilla de color antracita y de ojos rosados. Les doy la bendición y les digo que lo que el hombre ha unido no lo separen los gatos. Ha llamado la señora Remedios que me trae algunas cosas del mercado. Me he hecho el dormido y la he oído mascullando detrás de la puerta que si le debo todo lo que me bebo y que cuándo le pagaré. Algún día, tal vez, aparecerá un viejo tesoro en la última playa.

 Diario de a bordo, viernes. La familia de Miguel ha crecido muchísimo. Adán y Eva han subido a cubierta y se ha producido el temido efecto llamada. El hormiguero arranca de la ventana, cruza el páramo del pasillo y la caravana se introduce por los muelles de mi cama. Jamás había estado tan acompañado. La nevera está vacía. Nada hay de comestible para alimentar a tantas parejas de animales minúsculos. Ya sólo quedo yo para saciarlos. Esta noche me devorarán lentamente y yo me dejaré morir con esos pequeños mordiscos que dan sentido a la reencarnación. La especie humana se acaba y otras más organizadas se nos llevarán a las profundidades. Adiós a Dios.

        -¿Vivía solo, señora Remedios?

 El inspector Sábado acaba de tomar las medidas del cuerpo caído en la cocina, entre botellas vacías y latas semiabiertas. La señora Remedios ni siquiera lloraba. Decía que el señor Noé siempre había sido una buena persona, pero que de un tiempo a esta parte algo le había hecho cambiar. Bebía y bebía hasta altas horas de la madrugada. Hablaba como si en vez de estar en un ático estuviera navegando en una gran barca. A menudo, cuando había bebido mucho y el suelo y el techo parecían desplomarse sobre él, salía al balcón y miraba el horizonte con un catalejo. En más de una ocasión la policía le había llamado la atención porque las vecinas de las casas cercanas se veían espiadas por el sátiro del ático.

El inspector Sábado insistía: ¿había chinches, escarabajos, ratones? ¿Era aquella una casa higiénicamente irreprochable? Ya lo ve señor inspector, decía la señora Remedios. Aquí todo está limpísimo. Yo misma me encargaba de la limpieza. Y el señor Noé era un maniático del orden, dejaba siempre las botellas vacías en el descansillo, limpias como para volver a ser usadas. Bebía, sí, claro. Pero en esta casa nunca hubo insectos de ningún tipo. Y el inspector, tan pronto se fue el forense con el cuerpo de Noé, dijo: caso cerrado. Lo del diario de a bordo es cosa del delírium trémens. ¿Y eso qué es, inspector? No es nada: bichos en la cabeza.

joan barril

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