jueves, 3 de octubre de 2024

carta a mi padre

 


el horizonte

oro las ramas secas

fuego temprano



"Carta desde la eternidad

Getafe, 3 de noviembre de 2006, a las 6:30 de la tarde.

 

Mi querido papá, dentro de cuatro años* se cumplirán veintidós de cuando te fuiste, que desapareciste, pero no de nuestra vida, al menos de la mía; a pesar de ese tiempo, y de los catorce que yo salí del pueblo, y del seno familiar, no pasa día que no os recuerde a ti, a mamá y a mi muy amada abuela; puede parecer cursi, pero es lo que siento en estos momentos, en los que estoy sola en casa, y con un poco de morriña…, porque, papá, los años pasan, pero los sentimientos siguen vivos…, y, a veces, ¡qué vivos están!

      Yo sé que esta carta tú no vas a leerla, pero quizá en este instante estés detrás de mí, observando lo que hago, y veas que lo que me propongo decirte es verdad pura y dura. Como tú no sabías ni leer ni escribir, no notarás mis faltas de ortografía, que es un vicio muy feo, pero que yo no puedo remediarlo: como me lo afean mucho, cada día escribo menos, y así pasa, que escribo peor.

      Quizá piensas que a qué viene tanta letanía, que vaya al grano, pero, ya sabes, a veces cuesta hablar, y no quiero aburrirte con la vida tan estúpida que llevo; quizá yo me la he buscado por confiar demasiado en las personas de mi entorno, por no haber sabido poner freno a las impertinencias de los demás.

      También pienso que, quizá, yo no me quiera, pero papá, ¿cómo se quiere uno?, porque creo que tú tampoco te quisiste mucho, y los que estábamos a tu alrededor no supimos demostrarte el amor que te debíamos.

      Mira, papá, me avergüenza decírtelo, pero cuando te fuiste me di cuenta de lo mucho, muchísimo, que yo te quería; siempre pensé que yo quería más a mamá que a ti, ¡mentira!, papá, estaba en un tremendo error, pero bueno, ahora lo sé, y creo que tú también.

      Tengo que decirte que he luchado a brazo partido para que a mi nieto le pongan tu nombre; es una tontería, pero a mí me gusta.

      Papá, el motivo de esta carta es algo que quiero contarte, y yo sé que me vas a escuchar.

      Papá, esta carta empecé a escribirla el tres de noviembre, y la retomo hoy, nueve, más o menos a la misma hora. Te repito el motivo: quiero contarte algo. A ti, porque a otras personas mejor no decirles nada: sufro una enfermedad degenerativa que se llama Esclerosis Múltiple; bueno, pues en cuestión de tres días, dos personas distintas me han dicho, una, que de esta enfermedad se muere; y la otra, que una compañera que estaba como yo, ha muerto de ella.

      No temo a la muerte; lo que me aterra es quedarme como un vegetal: eso sí me preocupa; por mí, y por mi entorno más cercano.

      Llevo con esta enfermedad mucho tiempo, pero la puñetera no daba la cara. Desde mi primer embarazo empecé a sentirme mal: pensábamos que era por él, pero después del parto no me recuperé. Los médicos decían que no tenía nada, que todo estaba bien, y todas esas historias que te cuentan cuando no saben por dónde meter mano.

      Recuerdo que la lengua se me dormía, y a la vez temblaba; y, después de varios episodios, se fueron esparciendo. También me afectaba a pesadez en las piernas, cansancio…, y, en el mismo plan, los médicos decían que eran nervios, o que estaba todo el día escuchándome…, pero yo seguía mal, y a peor.

      Tres días después del parto del último embarazo, tuve un cólico nefrítico; lo achaqué al estrés, y ni fui al médico: con tantos niños no tenía tiempo para mí; ya sabes, papá, que estaba siempre sola por el trabajo de mi marido.

      Aquel cólico, a los siete meses, devino en una infección renal, que se complicó con mis problemas con los antibióticos, y se alargó en el tiempo… Apenas si tuvimos información por parte del hospital; no sabíamos lo que me había pasado, y el médico dijo que estuve a punto de perder el riñón derecho. Yo seguía mal.

      Los cólicos renales se hicieron crónicos, y durante ocho meses mis entradas en urgencias del hospital se repitieron con frecuencia: siempre decían que no encontraban nada y que los análisis estaban bien.

      Uno de los días de urgencias me vieron tan mal, que me dejaron ingresada; durante quince días me hicieron muchas pruebas, y encontraron el riñón derecho desprendido, y sangrante. Eso dijeron. También vieron algo en la columna, y, ¿sabes?, se fueron a lo peor: me buscaron un cáncer en los huesos. Solo encontraron tres hernias discales en las lumbares, dos pequeñas y otra calcificada.

      Ahí empezó el baile de la Parrala; uno decía que operar, otro que no, que no era para tanto…; yo empeoraba; cada dos o tres meses sufría episodios de decaimiento, que llamaban brotes, y me dejaba varios días en la cama. Estaba fatal.

      Durante diez años pasé un verdadero calvario entre médicos, hospital y familia, porque en casa hacían más caso a los médicos que a mí: si ellos no encontraban nada, lo más lógico es que pensaran que todo era psicológico. ¡Ay, papá!, cómo lo sufría. Esperaba quedarme sola para hartarme a llorar. Aquello que me pasaba no podía ser normal… cada vez más cansada, sin fuerzas en las piernas, temblores en el cuerpo (que como llegaban se iban), y, a continuación, desde la cintura hacia abajo, sin fuerzas; durante el día, y también por la noche, me despertaba y no podía moverme de la cama…, y sufrí alguna que otra caída tonta.

      Por ese tiempo empezaron los problemas con mamá, llena de años y achaques, porque querían que me la trajera…, mis hermanas no lo entendían… creían que yo quería evadirme de mis deberes hacia mi madre…, no puedes imaginar, papá, lo que sufrí con esa historia. Es más, a día de hoy todavía no se lo creen, aunque a mí ya me importa poco.

      Pero lo mismo sucedía en casa: tampoco tenía mucha credibilidad, o al menos eso me parecía a mí.

      Como cada día me encontraba peor, las idas al hospital eran continuas, y, en una de ellas, topé con un médico decente; pidió placas de las dorsales y las cervicales, y encontró una hernia entre la vértebra cervical y la primera dorsal, bastante grande, y con el hueso muy deteriorado; dijo que era muy peligroso tocarlo. Me sorprendió mucho porque, aparte de dolores de cabeza, y alguno que otro mareo, no notaba nada. Bueno, pues aquí empezó otra vez la juerga de los médicos, y yo peor: que si tal, que si cual…

      Otro día, en la consulta, cómo estaría yo que, ante el cachondeo del médico, me eché a llorar sin poder contenerme; no podía ni hablar; y parece que el médico se conmovió, porque me pasó a otra consulta: pensaba que podría tratarse de un tumor cerebral; yo le dije que yo no tenía eso; creo que dijo, para calmarme, que iba a consultar con otro colega, y que en dos días me llamaría; pero no lo hizo. A los quince días fuimos a preguntar, y efectivamente no había hecho nada. Entonces fui, o sea, me mandó al neurólogo. A este médico le conté lo que me estaba pasando con el firme propósito de que, si hacía lo que estaban haciendo los demás, yo no volvería al hospital.

      Me sentía sola por todas partes. En esta situación, decidí que lo que supiera mi mano derecha, lo ignorara la izquierda, o sea, ocultaría a los demás lo que me estaba pasando. Y siete años después lo seguía haciendo, no sé si está bien o mal, pero, papá, hay miradas, gestos, silencios, distanciamientos…, que no te dejan otro camino.

      Este médico se lo tomó en serio, e investigó una causa posible: concluyó que, de pequeña, seguramente sufrí una infección, borrelosis; suele ser mortal, dijo, pero yo lo superé, aunque me dejó huellas para toda la vida. Cuando confirmó el diagnóstico, todo fueron carreras. Por entonces los brotes eran cada vez más frecuentes y, con cada uno, yo empeoraba (pero con el candado en la boca). Empecé a tener problemas en la vista, y se reanudó el baile de médicos; un día, en urgencias, me enteré de qué enfermedad sospechaban; papá, la tierra se me abrió bajo mis pies, porque yo conocía esa enfermedad, y lo que pasaba con ella. Pero, por otro lado, suspiré de alivio, porque efectivamente yo no era una paranoica, no estaba loca; pero papá, para entonces yo había aprendido a ocultar las cosas a médicos y familia, y solo contaba lo evidente.

      Desde el año pasado tengo nuevos síntomas, y son preocupantes, aparte de otros que no menciono para no aburrirte.

      El día tres de noviembre, cuando empecé esta carta, tomábamos café después de comer, y empecé a hablar del tema. Decía lo incomprensible que era esta enfermedad, y mi marido comentó lo que le parecía que podía sucederme en el cerebro; entonces decidí contarle los nuevos síntomas que me notaba, pensé que debía saberlo; pero, papá, no me di cuenta de la hora que era, y él tenía un compromiso al que no podía faltar…, y menos para oír cosas que no parecían interesarle. Y yo, papá, mutis por el foro.

      Creo, papá, que a nadie le interesa lo que yo tenga que decir, excepto a ti, que has tenido toda la paciencia de la eternidad para escucharme; no sabes cómo te lo agradezco.

      Los síntomas nuevos son que me están afectando a todas mis funciones fisiológicas, ¡todas!

      Te querré siempre”

 

 

      * Cuatro años es la estimación de vida, una vez diagnosticada la ELA; en 2010 se le diagnosticó la enfermedad, y dos años de vida. Falleció en 2013.

 Esta carta se incorpora al libro "Los diarios de Elia, diarios de ELA", de 2015, el 26 de marzo de 2022, fecha de su descubrimiento en el fondo de un cajón, bajo su ropa.

44. CARTA A MI PADRE, 
del libro "Los diarios de Elia, diarios de ELA"