el horizonte
oro las ramas secas
fuego temprano
"Carta desde la eternidad
Getafe, 3 de noviembre de
Mi querido papá, dentro de cuatro años* se cumplirán veintidós de
cuando te fuiste, que desapareciste, pero no de nuestra vida, al menos de la
mía; a pesar de ese tiempo, y de los catorce que yo salí del pueblo, y del seno
familiar, no pasa día que no os recuerde a ti, a mamá y a mi muy amada abuela; puede
parecer cursi, pero es lo que siento en estos momentos, en los que estoy sola
en casa, y con un poco de morriña…, porque, papá, los años pasan, pero los
sentimientos siguen vivos…, y, a veces, ¡qué vivos están!
Yo
sé que esta carta tú no vas a leerla, pero quizá en este instante estés detrás
de mí, observando lo que hago, y veas que lo que me propongo decirte es verdad
pura y dura. Como tú no sabías ni leer ni escribir, no notarás mis faltas de
ortografía, que es un vicio muy feo, pero que yo no puedo remediarlo: como me
lo afean mucho, cada día escribo menos, y así pasa, que escribo peor.
Quizá
piensas que a qué viene tanta letanía, que vaya al grano, pero, ya sabes, a
veces cuesta hablar, y no quiero aburrirte con la vida tan estúpida que llevo; quizá
yo me la he buscado por confiar demasiado en las personas de mi entorno, por no
haber sabido poner freno a las impertinencias de los demás.
También
pienso que, quizá, yo no me quiera, pero papá, ¿cómo se quiere uno?, porque
creo que tú tampoco te quisiste mucho, y los que estábamos a tu alrededor no
supimos demostrarte el amor que te debíamos.
Mira,
papá, me avergüenza decírtelo, pero cuando te fuiste me di cuenta de lo mucho,
muchísimo, que yo te quería; siempre pensé que yo quería más a mamá que a ti, ¡mentira!,
papá, estaba en un tremendo error, pero bueno, ahora lo sé, y creo que tú
también.
Tengo
que decirte que he luchado a brazo partido para que a mi nieto le pongan tu
nombre; es una tontería, pero a mí me gusta.
Papá,
el motivo de esta carta es algo que quiero contarte, y yo sé que me vas a
escuchar.
Papá,
esta carta empecé a escribirla el tres de noviembre, y la retomo hoy, nueve,
más o menos a la misma hora. Te repito el motivo: quiero contarte algo. A ti,
porque a otras personas mejor no decirles nada: sufro una enfermedad
degenerativa que se llama Esclerosis Múltiple; bueno, pues en cuestión de tres
días, dos personas distintas me han dicho, una, que de esta enfermedad se muere;
y la otra, que una compañera que estaba como yo, ha muerto de ella.
No
temo a la muerte; lo que me aterra es quedarme como un vegetal: eso sí me
preocupa; por mí, y por mi entorno más cercano.
Llevo
con esta enfermedad mucho tiempo, pero la puñetera no daba la cara. Desde mi
primer embarazo empecé a sentirme mal: pensábamos que era por él, pero después
del parto no me recuperé. Los médicos decían que no tenía nada, que todo estaba
bien, y todas esas historias que te cuentan cuando no saben por dónde meter
mano.
Recuerdo
que la lengua se me dormía, y a la vez temblaba; y, después de varios
episodios, se fueron esparciendo. También me afectaba a pesadez en las piernas,
cansancio…, y, en el mismo plan, los médicos decían que eran nervios, o que
estaba todo el día escuchándome…,
pero yo seguía mal, y a peor.
Tres
días después del parto del último embarazo, tuve un cólico nefrítico; lo
achaqué al estrés, y ni fui al médico: con tantos niños no tenía tiempo para
mí; ya sabes, papá, que estaba siempre sola por el trabajo de mi marido.
Aquel
cólico, a los siete meses, devino en una infección renal, que se complicó con
mis problemas con los antibióticos, y se alargó en el tiempo… Apenas si tuvimos
información por parte del hospital; no sabíamos lo que me había pasado, y el
médico dijo que estuve a punto de perder el riñón derecho. Yo seguía mal.
Los
cólicos renales se hicieron crónicos, y durante ocho meses mis entradas en urgencias
del hospital se repitieron con frecuencia: siempre decían que no encontraban nada
y que los análisis estaban bien.
Uno
de los días de urgencias me vieron tan mal, que me dejaron ingresada; durante
quince días me hicieron muchas pruebas, y encontraron el riñón derecho desprendido,
y sangrante. Eso dijeron. También vieron algo en la columna, y, ¿sabes?, se
fueron a lo peor: me buscaron un cáncer en los huesos. Solo encontraron tres
hernias discales en las lumbares, dos pequeñas y otra calcificada.
Ahí
empezó el baile de la Parrala; uno
decía que operar, otro que no, que no era para tanto…; yo empeoraba; cada dos o
tres meses sufría episodios de decaimiento, que llamaban brotes, y me dejaba varios
días en la cama. Estaba fatal.
Durante
diez años pasé un verdadero calvario entre médicos, hospital y familia, porque en
casa hacían más caso a los médicos que a mí: si ellos no encontraban nada, lo
más lógico es que pensaran que todo era psicológico. ¡Ay, papá!, cómo lo sufría.
Esperaba quedarme sola para hartarme a llorar. Aquello que me pasaba no podía
ser normal… cada vez más cansada, sin fuerzas en las piernas, temblores en el
cuerpo (que como llegaban se iban), y, a continuación, desde la cintura hacia
abajo, sin fuerzas; durante el día, y también por la noche, me despertaba y no
podía moverme de la cama…, y sufrí alguna que otra caída tonta.
Por
ese tiempo empezaron los problemas con mamá, llena de años y achaques, porque
querían que me la trajera…, mis hermanas no lo entendían… creían que yo quería
evadirme de mis deberes hacia mi madre…, no puedes imaginar, papá, lo que sufrí
con esa historia. Es más, a día de hoy todavía no se lo creen, aunque a mí ya me
importa poco.
Pero
lo mismo sucedía en casa: tampoco tenía mucha credibilidad, o al menos eso me
parecía a mí.
Como
cada día me encontraba peor, las idas al hospital eran continuas, y, en una de
ellas, topé con un médico decente; pidió placas de las dorsales y las
cervicales, y encontró una hernia entre la vértebra cervical y la primera
dorsal, bastante grande, y con el hueso muy deteriorado; dijo que era muy
peligroso tocarlo. Me sorprendió mucho porque, aparte de dolores de cabeza, y
alguno que otro mareo, no notaba nada. Bueno, pues aquí empezó otra vez la juerga de los médicos, y yo peor: que si
tal, que si cual…
Otro
día, en la consulta, cómo estaría yo que, ante el cachondeo del médico, me eché
a llorar sin poder contenerme; no podía ni hablar; y parece que el médico se
conmovió, porque me pasó a otra consulta: pensaba que podría tratarse de un
tumor cerebral; yo le dije que yo no tenía eso; creo que dijo, para calmarme,
que iba a consultar con otro colega, y que en dos días me llamaría; pero no lo
hizo. A los quince días fuimos a preguntar, y efectivamente no había hecho
nada. Entonces fui, o sea, me mandó al neurólogo. A este médico le conté lo que
me estaba pasando con el firme propósito de que, si hacía lo que estaban
haciendo los demás, yo no volvería al hospital.
Me
sentía sola por todas partes. En esta situación, decidí que lo que supiera mi
mano derecha, lo ignorara la izquierda, o sea, ocultaría a los demás lo que me
estaba pasando. Y siete años después lo seguía haciendo, no sé si está bien o
mal, pero, papá, hay miradas, gestos, silencios, distanciamientos…, que no te
dejan otro camino.
Este
médico se lo tomó en serio, e investigó una causa posible: concluyó que, de
pequeña, seguramente sufrí una infección, borrelosis;
suele ser mortal, dijo, pero yo lo superé, aunque me dejó huellas para toda la
vida. Cuando confirmó el diagnóstico, todo fueron carreras. Por entonces los
brotes eran cada vez más frecuentes y, con cada uno, yo empeoraba (pero con el
candado en la boca). Empecé a tener problemas en la vista, y se reanudó el
baile de médicos; un día, en urgencias, me enteré de qué enfermedad
sospechaban; papá, la tierra se me abrió bajo mis pies, porque yo conocía esa
enfermedad, y lo que pasaba con ella. Pero, por otro lado, suspiré de alivio,
porque efectivamente yo no era una paranoica, no estaba loca; pero papá, para
entonces yo había aprendido a ocultar las cosas a médicos y familia, y solo contaba
lo evidente.
Desde
el año pasado tengo nuevos síntomas, y son preocupantes, aparte de otros que no
menciono para no aburrirte.
El
día tres de noviembre, cuando empecé esta carta, tomábamos café después de
comer, y empecé a hablar del tema. Decía lo incomprensible que era esta enfermedad,
y mi marido comentó lo que le parecía que podía sucederme en el cerebro;
entonces decidí contarle los nuevos síntomas que me notaba, pensé que debía
saberlo; pero, papá, no me di cuenta de la hora que era, y él tenía un
compromiso al que no podía faltar…, y menos para oír cosas que no parecían interesarle.
Y yo, papá, mutis por el foro.
Creo,
papá, que a nadie le interesa lo que yo tenga que decir, excepto a ti, que has
tenido toda la paciencia de la eternidad para escucharme; no sabes cómo te lo
agradezco.
Los
síntomas nuevos son que me están afectando a todas mis funciones fisiológicas,
¡todas!
Te
querré siempre”
* Cuatro
años es la estimación de vida, una vez diagnosticada la ELA; en 2010 se le
diagnosticó la enfermedad, y dos años de vida. Falleció en 2013.
Esta carta
se incorpora al libro "Los diarios de Elia, diarios de ELA", de 2015, el 26 de marzo de 2022, fecha de su descubrimiento en el
fondo de un cajón, bajo su ropa.
del libro "Los diarios de Elia, diarios de ELA"