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pena sonríes
que pesa y atenaza
flor amanece
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Y SE MARCHARON TANTOS…
Y se rompió la luz en mil pedazos.
Y se
quebró la voz en las gargantas.
Y
todos los pintores de la muerte
sus
acuarelas púrpura arrojaron
bajo
el hermoso cielo de Madrid.
Los
relojes del alba somnoliento
se
tornaron silencio de repente,
y
lloraron con ellos al unísono
todos
los corazones de la Tierra.
Y
tantos se marcharon, tantos, tantos...
que a
veces yo también quisiera irme,
para
no seguir viendo más la muerte
del
ayer, del ahora y del mañana.
Porque
siento vergüenza de ser hombre,
cuando
el hombre utiliza su poder
en
segar la cosecha de la vida.
Adela Corsino
Carretero
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Cosas de Iruelas
1
EL CORZO HEMBRA
Las agujas del pino sobre las rocas
suponen un peligro. Lo de los viajes es pasajero. Eso que es corriente no solo
pasa por los cables. El sol ha salido, pero aún sube por la otra parte de
Lanchaquebrada. Cruzo la puerta, que permanece abierta desde anoche, y la
cierro con un golpe seco. Chirría. La calma es absoluta. La sombra del valle se
rompe en las alturas del poniente, en la senda me cruzo con las vacas, con sus
becerros, huele a hierba seca, segada por las reses, un pino cruza mi camino,
me agacho y paso bajo él, cayó hace algún tiempo, y ahí sigue, condicionando el
paso a la gente, a los animales. Subo la vieja senda por las piedras, y empieza
a sobrarme la ropa. El sol ya llega hasta mis pasos. Los desvío hacia el
pantano, que a lo lejos se ve como un cuerpo desnudo, con las piedras
bordeándolo dolorosamente. Cambio de rumbo, y los dirijo hacia el interior, sin
apartarme demasiado del agua. Camino hacia la playa libre, el cauce de la
primera fuente está seco, marcado por piedras aleatorias, movidas por los
jabalíes. Recuerdo la otra. Avisto el paisaje de la playa libre, lunar o
marciano, con rocas emergiendo de la arena, del agua a lo lejos, como cetáceos
varados o restos de naufragios. Son treinta metros en vertical lo que mide el
nivel del pantano, desde el llenado óptimo. Y estamos en julio…
El agua está en calma, parece un espejo
donde se reflejan los bordes costeros, y una cinta plateada en el centro marca
el leve surco del río. Avanzo por la arena hacia la gallina. Busco la otra
fuente. Aflora a unos veinticinco metros de profundidad, y lo descubro en la
distancia por su titubeante, pero seguro reguero para unirse a las aguas del
pantano. Nace desde unas rocas, y su entorno está chapoteado de barro y
pezuñas. Suelto mi bagaje sobre la arena, y empiezo a acotar con piedras un
semicírculo de forma que ciego el canalillo, poco a poco, consiguiendo
embalsarlo. Me ha quedado un collar muy chulo. Arrojo sobre las piedras arena
gruesa, que lava el agua, y apelmazo haciendo pared. Limpio el fondo de fango,
lo deposito sobre los muros de mi obra, y queda un charquito turbio, sucio y
enfangado, que necesita de su tiempo para decantarse. Lo contemplo en
perspectiva, y sigo mi camino. Quizá mañana beba…
Hacia la izquierda está la roca con la
leyenda “Playa Libre”. Más adelante, confluyendo con la desembocadura seca del
Marjaliza, se eleva La Gallina, una roca que con el embalse a tope solo deja
ver la cabeza… Un poco antes recuerdo que había una cueva: entramos por un
tragaluz, y salimos por un lateral cubierto de vegetación. Es amplia, lugar de
vivac de animales, y nos fue muy difícil de encontrar. La busco. La ubico, pero
paso de acercarme, hay que escalar. Decido subir por la ladera, a donde me
lleve, siguiendo los rastros de los bichos. Avanzo entre inmensas y redondeadas
piedras, algunas inaccesibles, que forman a su vez cuevas y cubículos con
recientes huellas de haber sido utilizadas. La vegetación oculta sus secretos,
y las veredas ascienden en zigzag sobre rocas, entre jaras, retamas, pinos; y
bajo traicioneras zarzas que prenden y atrapan la ropa. Arriba me espera una
sorpresa: hay una minúscula pradera, de las muchas que salpican el monte, a la que las vacas no llegan. La hierba está alta, y unos pocos pinos la sombrean.
Sus accesos están protegidos por espinos y zarzales, y cuando irrumpo de la
nada un corzo hembra y su cría salen de estampida. Se detienen en el borde más
alejado. Vuelven la cabeza, y me miran. Ella lanza su ladrido. Parece decirme:
-qué susto me has dado… -Lo siento, -le respondo, inmóvil desde mi lugar,
observando a la pareja, estáticos, reprimiendo sacar la cámara-; no era mi
intención…
El corzo hembra emite un nuevo ladrido,
que interpreto como enfado, y reemprende su carrera, perdiéndose con su cría
entre la fronda. Yo me encojo de hombros, y seguimos trotando por el monte.
PB/2019
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