martes, 16 de junio de 2020

CAJÓN OSCURO PARA JUGUETES ROTOS

Gredos

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CAJÓN OSCURO PARA JUGUETES ROTOS 

Musa y mujer que al ojo en sombra ofrece
agua y sed llena y en la herida es duda:
rota tu imagen, tu presencia ayuda
inequívoca al ocio. Y no parece 

amor -qué nombre bajo el que no crece
jamás la suerte- y con su juego escuda
ora el labio, ora el pie: ahora la aguda
senda de un trazo que no pierde trece. 

Esta es la siempre habitación del juego:
mujer o rosa que entre el hoy y el luego,
ordenas los segmentos de una huída.

Rama de olvido, condición confusa,
alma sin dueño, si mujer no musa,
si musa no mujer: si boca, vida.

Jesús Urceloy / abril de 2008

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 ME DIJERON…

Me dijeron:

No te pongas ese vestido tan corto.
Y después violaron a una mujer cuando llevaba sus vaqueros favoritos.

Me dijeron:
No te quedes hasta muy tarde.

Después arrancaron la ropa y tocaron los pechos de una chica a plena luz del día en unas fiestas populares.

Me dijeron:

No viajes sola por la noche.
Y después violaron y mataron de día a dos mujeres, cuando descubrían el mundo, acompañadas la una de la otra.

Me dijeron:

No cojas el transporte público por la noche.
Luego manosearon a una chica en el metro, sin que nadie hiciera nada, de camino a la universidad.

Me dijeron:

Pídele a algún amigo que te acompañe a casa.
Y luego señalaron y llamaron calientapollas a una chica cuando lo hizo.Me dijeron:

No sonrías a extraños.
Y luego gritaron borde, puta y quiéntecreesqueeres a una mujer por pasar de largo.Me dijeron:

No bebas mucho.
Y después pusieron droga a una chica en su bebida.Me dijeron:

Ten siempre el teléfono a mano.
Y luego una mujer recibió en ese mismo teléfono un vídeo de todas las cosas que le habían hecho la noche anterior.Me dijeron:

No te vayas con desconocidos.
Y luego una mujer fue violada por un amigo. Una pareja. O un familiar.Me dijeron:

Denuncia.
Y después le preguntaron qué llevaba puesto, cuánto bebió y por qué se fue con él.Me dijeron. Me dijeron. Me dijeron.

Ten cuidado, ten cuidado, ten cuidado.
Lo tuve. Lo tengo. Lo tendré.
Hice todo lo que me dijeron.Ahora explícame qué es lo que hice mal.

Estoy de acuerdo: no todos los hombres sois así.
Pero entiéndelo tú.A todas las mujeres nos pasa. A todas nosotras.

A mi madre. A mí. A mi hija. A mi amiga. Y a mi compañera de trabajo.
A tu madre. A tu mujer. A tu hija.
A todas las mujeres.¿Lo empiezas a entender?

No me digas a mí lo que tengo que hacer.

Díselo a ellos.Enséñales consentimiento.

Enséñales que NO significa NO.
Enséñales respeto.
Enséñales que las mujeres no somos un juguete, ni un objeto, ni una propiedad.
Enséñales a ser responsables.
Enséñales a no violar.A veces me pregunto si nos odiáis.

A veces me pregunto por qué nos odiáis.
De forma lógica. De forma emocional. Diciendo. Preguntando. Rogando.Lo hemos intentado todo.

Ya no sé qué más decirte.
Ya no sé cómo explicarlo.
Ya no sé cómo pedirlo.
Qué coño queda por hacer.
No queda nada.
Excepto dolor.
Y rabia.

 De Vitika Roy

#VivasNosQueremos

 

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CUANDO ESTÉS VIEJA Y GRIS Y SOÑOLIENTA...

 

Cuando estés vieja y gris y soñolienta

y cabeceando ante la chimenea, toma este libro,

léelo lentamente y sueña con la suave mirada

y las sombras profundas que antes tenían tus ojos.

 

Cuántos amaron tus momentos de alegre gracia

y con falso amor o de verdad amaron tu belleza,

pero sólo un hombre amó en ti tu alma peregrina

y amó los sufrimientos de tu cambiante cara.

 

E inclinada ante las relumbrantes brasas

murmulla, un poco triste, cómo escapó el amor

y anduvo en las cimas de las altas montañas

y entre un montón de estrellas ocultó su rostro.

 

W. B. Yeats.

Versión de Nicolás Suescún

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FOBIAS

 

Estábamos tomando el té en el salón de la casa de Nuria, en la calle del Ferrocarril, y hablábamos de nuestras cosas. Entre ellas, de un viaje que pensábamos hacer el mes siguiente a una comarca del sur de Navarra célebre por la aridez del paisaje y la abundancia de cuevas. Celia, Maravilla y Jesús habían estado allí la primavera anterior y aquél fue el momento elegido por la claustrofobia de Maravilla para ponerse intratable.

 

      A Maravilla no le gustó el modo cómo Jesús había contado lo sucedido. Le reprochó su insensibilidad, su escasa comprensión del problema, y yo aproveché para indagar sobre los detalles de la fobia.

 

      Ella explicó que había comenzado poco a poco, al inicio de la menopausia, y que había ido empeorando a medida que ésta avanzaba, hasta el punto de obligarla a consultar a un psicólogo. ¡A ella, que siempre había desconfiado de psiquiatras y psicólogos y odiaba ese tipo de cosas! De todos modos, llevaba cuatro o cinco sesiones y se declaraba satisfecha de los progresos realizados.

 

      - Durante la pasada Semana Santa, en Sevilla – dijo - me quedé bloqueada por el gentío que abarrotaba el puente de Triana esperando la salida del Cachorro hasta que una amiga, que ya ha pasado por esto, me echó una mano. “Recuerda – me gritó- que el puente tiene cuatro escaleras de emergencia a cada lado: hay escape, así que no es un “lugar cerrado”.

 

      Por raro que parezca, la frase de mi amiga me llegó nítida y clara en medio del barullo y fue suficiente para que pudiera atravesar la multitud y llegar al otro lado. Cuando lo logré, me sentí como Hillary y Tensing al coronar el Everest. De todos modos –concluyó- aún no puedo subir en un ascensor: ni siquiera en el de mi trabajo; ni siquiera acompañada. ¡Y mi oficina está en un décimo piso!

 

      Le dije a Maravilla que su fobia me parecía de buen pronóstico y que subir andando diez pisos todos los días es algo estupendo para la salud. Pero no dije nada más porque en ese momento Celia empezó a relatar el primer día de la vuelta al trabajo de Imperio, una amiga de una amiga, enferma de agorafobia.

 

      - Se bajó del coche apoyándose en el capó para cerrar la puerta y llegar a la acera; caminó hasta la entrada agarrándose a los árboles, a las farolas y a los bancos como si temiera caerse, y luego dio dos o tres pasos muy lentos, como si le pesase el cuerpo, y llegó hasta la fachada del edificio con un brazo extendido como quien necesita tocar cuanto antes algo consistente y sólido, y se fue caminando pegada a la pared y de espaldas a la calzada hasta que llegó a la entrada. Siguió así por todo el vestíbulo hasta llegar a los ascensores y se apoyó en los botones de llamada como quien llega por fin a puerto tras una terrible tempestad. Entró acariciando el marco de las puertas, y hasta el momento en que éstas se cerraron mantuvo la vista baja, como si temiera levantar la cabeza, como si no pudiera apartarla del suelo. Mi amiga –concluyó Celia- me dijo que su amiga le había dicho que fue la cosa más angustiosa que había visto nunca.

 

      Esa noche, ya en la cama, mi mujer y yo repasamos nuestras respectivas fobias. A las arañas y a los precipicios, ella; a las avispas y las abejas, yo. Poco antes de dormir, la imagen de una Ana a quien yo no conocía contorsionándose contra la fachada del edificio donde trabajaba como una empleada más hasta hacía tres meses, me visitó de nuevo.

 

      Pero no vino sola sino mezclada, confundida a ratos, con otra que yo tenía casi olvidada desde la infancia y era la de las anguilas que se pescaban en las acequias de El Saler para guisar con ellas el típico all i pebre huertano.

 

      La anguila es un pez en forma de serpiente, feroz y sanguinario, cuya biología es todavía mal conocida y sobre el que desde la más remota antigüedad circulan numerosas leyendas. En todo caso, es un animal inteligente que no se deja pescar con facilidad y, mucho menos, matar sin ofrecer resistencia. Decapitarlas es tan solo el primer paso. Para guisarlas hay que trocearlas y en mi imaginación infantil se quedaron para siempre las imágenes de aquellos pedazos de anguila recién cortados cuya capacidad para contorsionarse duraba bastante más que lo que se tardaba en echarlos a la cazuela. De modo que los primeros minutos del hervido eran lo más parecido al caldero de un curandero medieval, humeante, un punto pestilente y con los trozos de anguila buscando desesperadamente la salvación en la huida, muy a la ibérica, cada uno por su lado.

 

      Cierto día, uno de aquellos pedazos se retorció lo suficiente para saltar del caldero al que acababa de ser arrojado y caer al suelo, y mi abuela, que tenía las manos ocupadas pelando patatas, me pidió que lo recogiera y lo echara otra vez dentro.

 

      Me quedé paralizado viendo aquél pedazo, yo no sabía si de carne o de pescado, saltando sobre las baldosas con vida propia y no fui capaz de hacer nada. Ni siquiera cuando en una de sus desesperadas contorsiones aquel pedazo de pez, cálido y humeante, me rozó las puntas de los dedos del pié izquierdo desnudas bajo mis sandalias, y yo sentí que un ser de ultratumba, engañoso y taimado, me tocaba desde las profundidades del averno.

 

      Mi abuela me miró, miró el trozo vivo de anguila, me miró otra vez, y no dijo nada. Se secó las manos en el largo mandil de cocina, vino hasta donde yo estaba, se agachó, tomó el trozo de anguila con una mano, lo levantó hasta la altura de mis ojos y, como si me estuviera leyendo el pensamiento, dijo:

 

      - Está muerto ¿ves?… Aunque se mueva, está muerto –y siguió agitando aquél repugnante pedazo de carne, o de lo que fuera, frente a mi cara- ¿Y sabes por qué? Porque está separado de la cabeza.

 

      Mi abuela me revolvió entonces el cabello con su otra mano y exclamó:

 

      - Cuida bien tu cabeza hijo, y estudia. Los pobres sólo pueden confiar en su inteligencia -Y luego, con un gesto muy suyo, mezcla de sabiduría y resignación, añadió:- Y recuerda: No es de los muertos, sino de los vivos de quienes hay que tener miedo.

 

      Siempre he recordado la frase de mi abuela y, también, que durante varios meses aquel trozo de anguila contorsionante me torturó los sueños. Nunca más probé el all i pebre. Pero lo más curioso de esa noche en mi cama de adulto no fue recordar lo que recordaba sino la lúcida, inapelable convicción de que si yo alcanzaba a tocar la espalda de la colega de la amiga de la amiga de Celia mientras ella se aferraba a las paredes y a los objetos que la protegían de su fobia, una extraña energía (fría y húmeda como la carne de anguila), cuyo origen no era yo sino aquél pedazo de carne muerta y todavía viva, brotaría de mis manos y la curaría.

 

Un cuento de

Alberto Infante (17 Ago, 2008)


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