martes, 6 de junio de 2017

atardece


atardece...
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mágica hora
el tiempo se detiene
pasa la vida
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El muerto


Aquél que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría
no podrá morir nunca.

Yo lo veo muy claro en mi noche completa.
Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,
muchos siglos de olvido y de sombra constante,
muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido
a la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.
Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos
será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,
desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,
por el curvo volar de gorriones,
por las flores doradas y blancas de esencias frutales.
(Yo una vez hice un ramo con ellas.
Puede ser que después arrojara las flores al agua,
puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,
que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,
que a mi madre llevara las flores:
yo querría poner primavera en sus manos.)

¡Será ya primavera allá arriba!
Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría,
no podré morir nunca.
Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
Morirán los que nunca jamás sorprendieron
aquél vago pasar de la loca alegría.
Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos
no podré morir nunca.

Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.


©José Hierro (de Alegría)

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En la puerta un papel que amenaza…


En la puerta un papel que amenaza,
un papel del poder reclamando
que le pague las deudas pendientes
que nunca contrajo.

Su mirada perdida sonríe
(nadie sabe en qué estaba pensando,
ignorante de un débito oscuro
que puede turbarlo).

Son sus años un largo camino
por los duros contornos de un rato,
y el espacio un recinto cambiante
difuso y extraño.

Su familia de pronto le llega
en cualquier situación y escenario,
y les dice y se alegra de verlos
aunque sin notarlos.

Cuántas veces lloró sus recuerdos.
Cuántas veces pensó en olvidarlos.
Cuántas veces temió revivirlos
queriendo matarlos.

Ahora lleva sin pena ni gloria
cada tiempo que vive sin garbo,
cada olvido del día y la hora,
del yo, del pasado.

¡Y que vengan pidiéndole cuentas
de unos gastos que nunca ha gastado!,
mira, Dios, cómo pagan los hombres
que ordenan sus pasos.

Porque dicen las leyes que escriben
esos sabios que quieren mermarlo
que es la cosa primera que mandan
cuidarlos, honrarlos.

Pero luego, no saben si existen;
si en las noches rezuman sus llantos
al compás de una lluvia que cala
de tan largos años.

Se preocupan de hacer efectivos,
pero no de si viven los hados
que mantienen despiertas sus carnes
y su juicio ajado.

No comprende que pidan justicia
esos hombres vestidos de largo
cuando fallan en darla a los pobres,
a los limitados,

y reclaman con fiera arrogancia
sin contar que sus normas y vados
van a herir la conciencia perdida
de tantas y tantos

que ofrecieron su esfuerzo en la vida
con la viva pasión de los años
sin pensar en cobrar usufructos
hoy tan bien negados:

¿cómo quieren que cumpla preceptos
que el poder sin mesura ha dictado
si el futuro, si se hace presente,
va a difuminarlos?

¿Qué sentido le da la gerencia
a abonar unas tasas, los gastos
que le han dicho que son por sus sobras
que no ha generado?

Pues, señor, ya no vive en su casa
desde al menos más de siete años,
que a un lugar retiró sus cuarteles
por no hacer más daño

a una gente que no se enteraba
de que ya se agotaban sus ánimos,
y el poder, que velaba su vida,
decidió ignorarlos.

Y ahora vienen con furia y con fuerza
a exigir lo que nunca pagaron,
y amenazan los pobres recursos
en que se ampararon

esos años más negros y tristes,
con Alzheimer llevando su mano,
y una cuesta sin freno a una meta
abierta en el llano.



de “espejos rotos”, 2005

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