más allá de las casas, bajo las nubes, esperan las promesas...
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aleatorio
vuelo por las pantallas
confinamiento
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ALMAS
GEMELAS
mitades
de una gota de rocío
con que el mar, al beberla,
en lo profundo de su seno frío
cuaja una sola perla;
con que el mar, al beberla,
en lo profundo de su seno frío
cuaja una sola perla;
átomos
del perfume de la rosa
que el viento mece unido;
notas que vibra el arpa melodiosa
iguales en sonido;
que el viento mece unido;
notas que vibra el arpa melodiosa
iguales en sonido;
estrellas
dobles que en el alto cielo
una órbita describen;
almas gemelas que en el triste suelo
de un pensamiento viven;
una órbita describen;
almas gemelas que en el triste suelo
de un pensamiento viven;
esto
sin duda son los que se quieren
su fe guardando entera,
y acaso pasarán cuando aquí mueran
a amarse en otra esfera.
su fe guardando entera,
y acaso pasarán cuando aquí mueran
a amarse en otra esfera.
de
Emilia Pardo Bazán.
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Soy la que vuela sobre los violines,
la experta en biología molecular,
la que cree en el amor a primera risa,
la que se peina en los charcos de la calle,
la que no ignorarías cruzando por tus sueños.
Sólo se necesitan dos para bailar un tango.
Soy la que sabe que las agujas del reloj
remiendan las heridas y los males de aurora,
la que recuerda tus enigmas y danza
en el desierto de tus emociones,
la que arde, la que sonríe cuando te despiertas.
Yuriko78 cuida de todos los hombres
a los que se les suicidan los poemas.
Soy la que besa y cierra los ojos de las
piedras,
la que huele a pomelo y mandarina,
la que detiene los relojes a las dos,
la vivificadora, la mielera, la hilandera de
luz,
la saliva que sana al esparrin del frío,
la que te lleva a la hora inmortal.
Vivo en la casa de las dagas voladoras,
entre la calle Verdad y la calle Placer.
de
Ángel Petisme
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NOCHE
OSCURA
En
una noche oscura
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A
oscuras, y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!
a oscuras, y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!
a oscuras, y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En
la noche dichosa
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta
me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
¡Oh
noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada:
oh noche que juntaste
Amado con Amada.
Amada en el Amado transformada!
¡Oh noche amable más que la alborada:
oh noche que juntaste
Amado con Amada.
Amada en el Amado transformada!
En
mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.
El
aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.
Quedeme,
y olvideme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo, y dejeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo, y dejeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
de
San Juan de la Cruz
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EL
VIEJO Y EL MAR
Cuando
veamos volar a las gaviotas
sobre
nuestras cabezas agotadas,
y
su graznido de nuestra mirada
nos
borre el horizonte y la derrota,
ya
no la costa será tan remota;
y
el infierno, vivido en la ondulada
mar
en calma, será sombra pasada:
el
gran aplauso de los compatriotas.
Cuando
en la soledad de nuestros hogares
los
días, como tiburones, claven
los
dientes sobre nuestras alegrías,
haremos
con ingenio malabares
para
seguir flotando cuando acaben
de
asustarnos todos sus todavías.
Ahora
que al mundo, como a una pelota,
le
han dado una patada, vuelve el viejo
a
su descanso y el niño le pide
más
tiempo para volver al mar juntos.
de
Gonzalo Benito
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PARÁSITO
Abro
la puerta de cada habitación de hotel con un disimulado entusiasmo. Lo primero
que hago al entrar es asomarme a la ventana. Con mucha frecuencia tiene vistas
al parking. Lo observo detenidamente, aunque mi coche nunca descansa allí.
Contemplo los vehículos ajenos, los coches nuevos, los de alquiler, los que han
tenido vida y muestran, indolentes, sus pequeñas heridas, los rasguños, la
chapa deformada de cuencos sin pintura, el deterioro. Me contagio de su
melancolía y de su fuerza antes de detenerme en los huecos, en aquellos lugares
en los que nadie aparca, situados aquí y allá, a la espera, como mesas
tendidas.
Invariablemente me asalta la nostalgia de aquella vez que, en lo más alto de un hotel, una mujer me amo o yo amé a una mujer, mientras nos asomábamos al vacío de una tormenta muy hermosa. Se contemplaba toda la ciudad y parecíamos dioses del sexo y la naturaleza en aquella ventana, viéndolo todo sin ser vistos.
Me sacudo el recuerdo. Luego, reviso el baño y me siento en la cama. Casi todo me parece aceptable. No soy de esos que comprueban la firmeza del colchón, los pelos en la ducha, el remate flechado del rollo de papel higiénico. O sí, a quién engaño, lo hago, pero con un propósito distinto.
Sin retirar la colcha dejo caer mi cuerpo hasta la almohada. Husmeo. Enseguida me asalta una fragancia a hombre feliz. Cierro los ojos y dejo que me arrase. Mi corazón percibe el vuelco del que espera a un amante. ¡Qué emocionado estoy! Lo noto en mis rodillas, en la pelvis. Él va a llegar muy pronto y siento miedo, el miedo encantador de las primeras veces, ese temblor escurridizo de la ropa al rozar nuestro cuerpo mientras es retirada por otras manos. Me acaricio despacio. Atardece.
Me he duchado antes de bajar a cenar. Las toallas reposan, arrolladas y frescas, sobre la estantería. Reprimo la ansiedad y me enjabono con paciencia. Después, sí, después me envuelvo en ellas. Una me cubre todo el cuerpo, la otra, en la cabeza. Es un momento clave: ¿Soy una mujer sabia y alegre o soy un hombre enfermo? Elijo a la mujer, así que me desprendo de la que actúa de turbante, la dejo en el bidé. Acto seguido, espoleado por el morbo, la recojo de allí, me la llevo a la cara y es entonces cuando un abatimiento aterrador se apodera de mí. Casi sin fuerzas, dejo caer al suelo la toalla pequeña y comienzo a secarme complacido con la grande. Me pilla por sorpresa tanto impulso, sus ganas de vivir. Respiro sus efluvios y comprendo que está sola y contenta; su entereza me llena, me hace fuerte. Me visto, me pongo una pizca de brillo transparente en los labios, y voy al restaurante con ganas de comerme el mundo.
Cuando regreso a nuestra habitación, me confieso expectante. Parásito y ansioso, he refinado el proceso de impregnación. Es la profundidad del sorbo, lenta y continuada, la que me facilita el máximo de rastros de huéspedes antiguos. Voy aprendiendo a hacerlos míos, a hacerme suyo. Me construyo en función de sus vestigios.
Con delectación, aplazo el momento. Voy al cuarto de baño, abro la funda profiláctica que contiene el cepillo de dientes, el diminuto tubo de dentífrico. Me observo en el espejo. Me gusto. Y gusto también a los demás, lo he notado en el bar, en las miradas que me han dirigido algunos hombres. Podría acostumbrarme fácilmente a este rostro, a esta exquisita sonrisa que marca dos hoyos de placer en ambos lados de la boca. Agradezco el impulso a esta mujer que me prestó su esencia; la dejó, como una ilustración delicada, en la toalla de la ducha, para mí, para que yo pudiese hacerme ella. Pero no debo aferrarme. Se irá también muy pronto.
Ahora queda lo mejor, lo más complejo, sin embargo. Un paisaje nocturno lleno de rastros y memorias que me harán uno, otra, todos; que me sumergirán en una turbulencia de risas, llantos, gemidos, placeres y arrebatos; de cuerpos tersos y brazos desgastados, decepciones y sueños, indigestiones, borracheras, soledades y amor.
Por fin, muy lentamente, abro la cama, coloco la cabeza en la almohada, bocabajo.
Y aspiro.
Invariablemente me asalta la nostalgia de aquella vez que, en lo más alto de un hotel, una mujer me amo o yo amé a una mujer, mientras nos asomábamos al vacío de una tormenta muy hermosa. Se contemplaba toda la ciudad y parecíamos dioses del sexo y la naturaleza en aquella ventana, viéndolo todo sin ser vistos.
Me sacudo el recuerdo. Luego, reviso el baño y me siento en la cama. Casi todo me parece aceptable. No soy de esos que comprueban la firmeza del colchón, los pelos en la ducha, el remate flechado del rollo de papel higiénico. O sí, a quién engaño, lo hago, pero con un propósito distinto.
Sin retirar la colcha dejo caer mi cuerpo hasta la almohada. Husmeo. Enseguida me asalta una fragancia a hombre feliz. Cierro los ojos y dejo que me arrase. Mi corazón percibe el vuelco del que espera a un amante. ¡Qué emocionado estoy! Lo noto en mis rodillas, en la pelvis. Él va a llegar muy pronto y siento miedo, el miedo encantador de las primeras veces, ese temblor escurridizo de la ropa al rozar nuestro cuerpo mientras es retirada por otras manos. Me acaricio despacio. Atardece.
Me he duchado antes de bajar a cenar. Las toallas reposan, arrolladas y frescas, sobre la estantería. Reprimo la ansiedad y me enjabono con paciencia. Después, sí, después me envuelvo en ellas. Una me cubre todo el cuerpo, la otra, en la cabeza. Es un momento clave: ¿Soy una mujer sabia y alegre o soy un hombre enfermo? Elijo a la mujer, así que me desprendo de la que actúa de turbante, la dejo en el bidé. Acto seguido, espoleado por el morbo, la recojo de allí, me la llevo a la cara y es entonces cuando un abatimiento aterrador se apodera de mí. Casi sin fuerzas, dejo caer al suelo la toalla pequeña y comienzo a secarme complacido con la grande. Me pilla por sorpresa tanto impulso, sus ganas de vivir. Respiro sus efluvios y comprendo que está sola y contenta; su entereza me llena, me hace fuerte. Me visto, me pongo una pizca de brillo transparente en los labios, y voy al restaurante con ganas de comerme el mundo.
Cuando regreso a nuestra habitación, me confieso expectante. Parásito y ansioso, he refinado el proceso de impregnación. Es la profundidad del sorbo, lenta y continuada, la que me facilita el máximo de rastros de huéspedes antiguos. Voy aprendiendo a hacerlos míos, a hacerme suyo. Me construyo en función de sus vestigios.
Con delectación, aplazo el momento. Voy al cuarto de baño, abro la funda profiláctica que contiene el cepillo de dientes, el diminuto tubo de dentífrico. Me observo en el espejo. Me gusto. Y gusto también a los demás, lo he notado en el bar, en las miradas que me han dirigido algunos hombres. Podría acostumbrarme fácilmente a este rostro, a esta exquisita sonrisa que marca dos hoyos de placer en ambos lados de la boca. Agradezco el impulso a esta mujer que me prestó su esencia; la dejó, como una ilustración delicada, en la toalla de la ducha, para mí, para que yo pudiese hacerme ella. Pero no debo aferrarme. Se irá también muy pronto.
Ahora queda lo mejor, lo más complejo, sin embargo. Un paisaje nocturno lleno de rastros y memorias que me harán uno, otra, todos; que me sumergirán en una turbulencia de risas, llantos, gemidos, placeres y arrebatos; de cuerpos tersos y brazos desgastados, decepciones y sueños, indigestiones, borracheras, soledades y amor.
Por fin, muy lentamente, abro la cama, coloco la cabeza en la almohada, bocabajo.
Y aspiro.
de Inma
Luna
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