miércoles, 12 de septiembre de 2018

HE COMETIDO EL PEOR DE LOS PECADOS



El observatorio de las víboras
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HE COMETIDO EL PEOR DE LOS PECADOS...

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.

de Jorge Luis Borges
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XXIX

Sé que mandas en el cuento.
Respeto tu señorío,
y admito tu desvarío:
lo digo como lo siento.
Una y otra vez, y ciento,
penaré tus veleidades.
Pero deja las maldades
que causan antipatía.
¿Por qué romper armonía
preso de tus soledades?

de apuntes, 2001
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Historias de Iruelas

OLA DE CALOR

En la parcela de enfrente sorprende el silencio. Solo queda la tienda grande; tres, más pequeñas, desaparecieron con el domingo, mientras salí al monte, y con ellas una nube de adolescentes que mantenían distraída a toda la calle. Vinieron invitados por los de la parcela de arriba, y se les veía un poco abochornados. A todos. El silencio de la parcela de enfrente, entre dos vacías, viene de la tarde de la desbandada. Quedó una pareja... Supongo que tampoco hoy han madrugado; no los vi el lunes, cuando salí al amanecer, y cuando regresé a media mañana aún estaba cerrada la tienda. Luego me fui al pueblo; volví al mediodía, y sólo después los vi salir a la sombra protectora de un toldo improvisado. Se abrazaron junto a la cremallera, se besaron, y volvieron a desaparecer en la tienda. Hacía un sol de justicia. No se oía ni el vuelo de una mosca. Solo el zumbido de un ventilador, quizá un pingüino. A veces un susurro..., gemidos de orfebrería...
Cuando cedía el calor, ella salía. Se sentaba ante una mesa; sacaba algo de beber, de picar. Se le unía él. Charlaban bajito. Los anfitriones pasaban y los miraban comprensivos. Al poco ya no estaban. Creo haber escuchado el siseo de la cremallera, y el ventilador, quizá el pingüino.
Cae la tarde. Un farolillo de camping derrama luz sobre la mesa. Ella pone algo de picar. Sale él y la acompaña. Poco después ya no están. Pasan los anfitriones, miran la tienda, cerrada; sonrien... Más tarde, lucen las estrellas, escucho a la chica en la parcela de arriba, con los anfitriones. Ríen. Recuerdo los gritos y las llamadas al orden de otros días... Él descansa sentado bajo el toldo improvisado, relajado, pasivo... Poco después sube arrastrando los pies, con una beatífica sonrisa iluminandole el rostro. Los días pasan. Sigue el silencio...
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