martes, 13 de noviembre de 2018

EL HOSPICIO


Canal hollada, canal vencida
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EL HOSPICIO

Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,
el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas.

Con su frontón al Norte, entre los dos torreones
de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de agrietados muros y sucios paredones,
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!

Mientras el sol de enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
a un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,

a contemplar los montes azules de la sierra;
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...

de Antonio Machado
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XXXIII


Era bravía la rosa.
Disfrutaba los colores,
al compás de sus primores,
desbordado de alegría.
Por esa rosa bravía
que me daba sus amores.

Me dijeron que tu cuerpo
ya no valía la pena.
Que ya no estabas tan buena.
Fue tanto lo que te amaba.
que más que correr volaba
para ver tu piel morena.

Un beso te mando yo
en esta noche de luna.
Con este beso me acuna,
sangre de mi corazón,
esa boca de piñón,
esos labios de aceituna.

Con tu canto y con tu risa
vas ganándote a la gente.
Con tu mirada inocente
a todos vas conquistando.
Y aquí me tienes, llorando.
¿Por qué serás diferente?

En el plantar, la virtud
siempre se sitúa en medio:
si lo riegas sin promedio
se te pudre con pesar
Si lo dejas de regar
se te seca sin remedio.

Los valores del deseo
que sientes por agradar,
no se te pueden pagar.
no tienen tasa ni precio;
La arrogancia y el desprecio,
nunca los voy a olvidar.

Un sentido de poder
hay en lo de manejar
del que quiere dominar.
Y, como no hay dos sin tres,
está el de no obedecer
contra el vicio de mandar

Te huelen a boquerones
esas manos que tu tienes.
Te huelen a boquerones.
A mi me huelen a rosas
a jazmines y claveles
esas manos tan hermosas.

De apuntes, 2001
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EL INTERFONO

Una noche, mientras soñaba -lo recuerdo- con un mar sereno en el que nadaba rodeada de sol, el interfono que comunicaba mi dormitorio con el de mi hijo cambió su tenue luz verde por una intensa luz roja y un quejido sonó a través de él. Me incorporé y fui hasta el cuarto del pequeño, al que encontré dormido. Reprimí las ganas de acariciarle el moflete que se le espachurraba cómicamente sobre la almohada y regresé a mi habitación. Me acosté y, acurrucada de nuevo bajo la manta, froté los pies contra el colchón tratando de contrarrestar la frialdad del suelo que habían pisado hacía un momento. Sólo entonces, recuperado el calor del lecho, me percaté de que el sonido del interfono había sido extraño, probablemente fruto de mi sueño y no de mi hijo.
Estaba consiguiendo volver a dormirme cuando a través de la precaria piel de los párpados noté un cambio de luz; abrí los ojos bruscamente y vi que el aviso rojo del interfono centelleaba de manera intermitente. Sin embargo, ningún sonido salía de él. “Habré apagado el volumen y el niño estará moviéndose”, pensé, como si tal combinación de hechos explicase el fenómeno. Naturalmente no me conformé con esa hipótesis y volví a dirigir mis pasos hasta su habitación. El suelo estaba todavía más frío, la puerta estaba entornada en el punto exacto en el que la había dejado, mi hijo seguía durmiendo en la misma posición. Me acerqué hasta su cara, me llegaba su delicioso olor, dormía un sueño tranquilo y respiraba acompasadamente.
Me aseguré de que el receptor que había junto a su cama tuviera el volumen alto y volví por segunda vez a la mía.
Había conseguido relajarme cuando a través del interfono me llegó un llanto repentino e intenso. Me incorporé a toda prisa, corrí hasta el cuarto del niño y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza al encontrarle profundamente dormido. Miré el receptor durante unos segundos con la esperanza de encontrar una respuesta, permanecía de pie en medio del cuarto y sentía el suelo cada vez más frío. Dos posibilidades cruzaron mi mente. La primera, que mi pequeño hubiera llorado un instante en sueños, otras veces había ocurrido; la segunda, que se tratara de una interferencia y me estuviera llegando el llanto del niño del quinto.
De vuelta en mi cama, traté de olvidar lo ocurrido y retomar el sueño del mar y el sol. Imaginé e imaginé con la esperanza de que la imaginación conjurara al resto de mi cerebro y lo imaginado se convirtiera en soñado, pero no ocurrió. Milagrosamente conseguí dormirme otra vez, pero ese mar y ese sol se me escaparon para siempre.
Un “mamá” gritado con angustia me despertó de nuevo. Abrí los ojos y la luz del interfono, roja e intermitente, indicaba el sonido que captaba el receptor, incesante. “Mamá ven, mamá, tengo miedo”, se oyó con claridad. Entre el aturdimiento y los nervios se abrió pasó la certeza de que aquella no era la voz de mi hijo, así que recorrí el pasillo auténticamente aterrorizada. Y allí estaba él, que se había girado hacia la pared y dormía tranquilo… y solo. O eso pensé. Caí en la cuenta de que el niño del quinto tenía sólo dieciocho meses y apenas hablaba, así que no cabía duda de que tampoco podía tratarse de él a través de una interferencia.
Tenía mucho miedo y concentré todas mis fuerzas en evitar pensar. No debía pensar, no debía, tenía que no pensar, si pensaba iba a tener más miedo. Me metí en la cama y me acurruqué junto a él, tan cerca que mi nariz tocaba el pelo que le caía sobre la nuca. Quise verle la cara, y me estaba incorporando con sigilo para lograrlo, cuando una idea me detuvo: era necesario apagar el interfono, era prioritario, me espantaba imaginarlo en mi dormitorio, arrojando sobre la sagrada atmósfera de mi hogar una voz angustiada y desconocida. Anduve los ocho metros de pasillo con decisión y me planté ante mi cuarto. El interfono gemía, gemidos ajenos, infantiles y lejanos, estremecedores como una tormenta que se acerca. Detenida en la puerta, lamenté no haber apagado el receptor, aferrándome a la lógica de que así los sonidos habrían cesado. “Soy idiota”, me dije. Mientras me acercaba al aparato los gemidos se hacían más intensos, alternando con palabras ininteligibles. Toda la decisión de hacía unos segundos se había volatilizado y extendí mi mano hacia el interfono con más temor que si se tratara de un objeto incandescente. Rozaba ya con la yema del índice el botón de apagado cuando palabras nítidas y serenas se elevaron de pronto por encima del resto de sonidos: “Ven. Mamá, ven, por favor. ¿Por qué no vienes?”.
Cogí el interfono y corrí hasta la habitación de mi hijo, pero un ahogo de pánico apagó mi grito y mis fuerzas cuando al llegar le encontré sentado sobre la cama, como algunas veces le encontraba cuando me llamaba, solo que esta vez de espaldas, mirando a la pared de manera terroríficamente incomprensible. El aparato que sujetaba en mi mano derecha continuaba emitiendo lamentos, mi hijo seguía cara a la pared, como un pequeño buda o una estatua en la noche. Inmóvil. Me agaché hasta la mesilla y con la mano izquierda apagué el receptor, pero ni siquiera entonces cesaron las quejas en el interfono, que ardía entre mis dedos fríos. Me repugnó su calor, no pude contenerme más y lo arrojé al suelo con pavorosa ira sin poder ni querer evitar el estruendo que hizo al caer y destrozarse. Entonces mi pequeño se giró, me miró espeluznado y por fin rompió a llorar.
Le abracé y acaricié para sofocar sus sollozos. Fue un llanto largo e inconsolable, pero a mí me pareció vivificador, señal de que una parte de mi realidad volvía y ya no luchaba sola para alejar las sombras. Cuando cayó rendido y se durmió de nuevo, todavía respingó varias veces. Permanecí toda la noche a su lado, vigilante, dispuesta a enfrentarme a lo que quiera que fuera aquello que nos rondaba, preparada para plantarle cara al mismísimo Satanás si aparecía por la puerta, pero sin valor para levantarme a cerrarla y acabar con la horrible rendija por la que asomaba el pasillo oscuro. “El mar y el sol, estoy nadando en el mar, hace sol, mucho sol, nado en el mar…” me repetí una y otra vez durante las dos horas que transcurrieron hasta el amanecer.

de Elena Prado
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