martes, 4 de diciembre de 2018

EL CUADRO

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Surrealismo arquitectónico natural de la Pedriza:

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GALATEA

No sabía qué hacer aquella tarde.
Tú estabas enfadado y no querías
salir. Me fui al Parque del Oeste
y estuve paseando mucho rato
sin encontrar un alma. En el invierno
casi nadie pasea por los parques.
No pensé nada. Me senté en un banco
y encendí un cigarrillo. De repente
un hombre joven se sentó a mi lado.
Le miré y vi que había un solo ojo
en mitad de su frente, un ojo oscuro,

tristísimo y brillante. Me miraba
como pidiendo ayuda, suplicando.
Ninguno de los dos dijimos nada.
Él miraba mis ojos y yo el suyo.
En silencio empezó a llorar despacio,
se avergonzó y se fue. Yo no hice nada
por detenerle. Tú no te creíste
ni una palabra de esta historia, pero
yo me lleno de angustia y de tristeza,
aunque quiero evitarlo, si recuerdo
al cíclope del Parque del Oeste.

De Amalia Bautista
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XLI

En el jardín están las mariposas,
los alhelíes y las clavellinas,
las margaritas y las amapolas
y los rosales con flores y espinas.

En el jardín cantan los ruiseñores
y los jilgueros cuando nace el día;
y por la tarde, con los resplandores
del sol poniente, cantan todavía.

En el jardín la vida es un encanto.
El jardinero riega cada día
con amoroso, dulce y suave tacto…
(¿Qué habrá detrás de la jardinería?).

De apuntes, 2001
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EL CUADRO

Fue por matar el tiempo. Alguien los había sentado en la misma mesa, el silencio se hacía incómodo y tarde o temprano tendrían que hablar.
-¿Y usted a qué se dedica?
El tono de frase hecha casi resultó grosero, pero a Marco no se le ocurría otro modo de empezar una conversación con alguien del que sólo sabía que rascaba compulsivamente el mantel con un tenedor.
-Pues... no sabría qué decirle -contestó el otro con una tímida sonrisa.
Bien, pensó Marco. Era un comienzo ambiguo, ideal para divagar durante la hora escasa que duraría la cena.
-¿Por?
-Digamos que soy coordinador de márketing.
-Ah.
Marco no sabía nada sobre coordinadores de márketing, en realidad no le interesaban lo más mínimo, y aquella conversación habría discurrido por los cauces habituales de correcta monotonía a no ser por un detalle que atrajo su atención.
-Pero lo que de verdad me gusta es la pintura.
Se llamaba Ernesto Calvo, aunque Marco ya no recordaba su nombre. Y en ese momento se arrepintió por no haber puesto más atención cuando fueron presentados.
-¿Es pintor?
-Bueno, sí. Me gusta, pero no vivo de ello.
-Yo sí.
-¿Cómo dice?
Marco era pintor.
Una curiosa coincidencia. La mejor manera de pasar el rato y, por qué no, la velada. Cuando la cena concluyó y Marco volvió a reunirse con Ana, su compañera, le presentó a este hombre pálido y delgado, cercano a los cuarenta, que miraba hacia todos los lados para no fijar la vista en nadie. Lo invitaron a tomar una copa en su casa.
-Así Marco podrá mostrarle algo de su trabajo -dijo Ana, incapaz de disimular cierto tono de orgullo.
-Oh, será un orgullo.
-No es gran cosa -mintió Marco-, pero, como ya le he dicho, vivo de ello.
Ernesto Calvo resultó ser un hombre agradable, buen conversador, a pesar de su aparente timidez y, a juicio de Marco, un gran conocedor de pintura. Por si fuera poco, no escatimó elogios sobre sus obras. La mayoría de ellas estaban basadas en el estudio de la fauna animal. Marco utilizaba técnicas y estilos muy diversos para retratar todo tipo de especies, deteniéndose sobre todo en la expresión de los rostros. Era, según sus palabras, una "búsqueda de lo humano". Potenciaba las miradas y los gestos faciales, intentando crear personajes y arquetipos sociales. El resultado era algo enfermizo, incluso antinatural, pero confería a la obra todo su carácter.
En el centro del taller, cubierto por una sábana, se alzaba el lienzo más voluminoso de todos.
-Es bastante grande. ¿Qué animal representa? ¿Puedo verlo? Ante la curiosidad manifestada por Ernesto, Ana tuvo que aclarar:
-A Marco no le gusta mostrar sus obras hasta que están terminadas.
-Oh, entiendo. Sí, a mí también me pasa.
-De todas formas, ni yo mismo sé bien lo que es. Llevo meses haciéndolo y deshaciéndolo. Sencillamente, no quiere salir.
-Lo mejor en esos casos es parar durante un tiempo y retomarlo más adelante. No es sano obsesionarse.
-Para usted es fácil decirlo. No tiene que entregarlo en una fecha determinada. Yo, como ya le dije, me gano la vida con esto.
-Es un encargo -explicó Ana.
-Claro, claro, yo no tengo fechas de entrega, tiene usted razón -Ernesto bajó la mirada, como si se disculpara, y Marco creyó detectar cierto tono de orgullo herido en sus palabras-. No obstante, le dedico bastante tiempo, más que cualquier otro aficionado. Me relaja, ¿sabe?
-La pintura puede ser una buena forma de terapia -afirmó Marco, y en una ingenua asociación de términos añadió:
-Supongo que el márketing debe de generar mucho interés, ¿no?
Ernesto negó con la cabeza y tomó aire, como si se dispusiera a exponer una vieja y meditada teoría.
-Son las manías.
-¿Cómo dice?
-Desde la infancia arrastro una fuerte propensión a las manías. A veces me indigno conmigo mismo, porque soy incapaz de controlarlas. Manías estúpidas, sin sentido, que me hacen perder el tiempo y la energía. Sólo la pintura me ocupa lo suficiente como para olvidarlas.
-Todos tenemos manías -apuntó Ana, ligeramente incómoda ante la extraña confesión del visitante.
-Sí, claro, supongo.
Marco pareció de pronto muy interesado. Recordó que él siempre terminaba de subir todas las escaleras con el pie derecho. No importaban los extraños juegos de pasos que tuviera que hacer con tal de que su pierna izquierda fuera la segunda en alcanzar el descansillo. Por supuesto, nadie había percibido aquella peculiar costumbre, fundamentalmente porque con los años había adquirido la facultad para calcular desde la base de la escalera con qué pie pisar para acabar correctamente. Le preguntó a qué tipo de manías se refería.
-Oh, pues... lo cierto es que me daría apuro citar muchas de ellas.
-Entonces no lo haga -se apresuró a contestar Ana-, las manías sólo tienen razón de ser para el que las padece.
-No, no, ponga un ejemplo -insistió Marco.
-Bueno. Hay una que practico continuamente, casi siempre de un modo inconsciente... Prométanme que no se van a reír. Es que... ¡es tan estúpida! Resulta que siempre tengo que terminar de subir las escaleras con el pie derecho. Absurdo, ¿verdad?
Se hizo un breve silencio. Ana se llevó la mano a la boca, recordando que había prometido no reírse. Marco hizo lo mismo, pero con una expresión muy distinta.
-Pues soy capaz -continuó Ernesto- de intuir durante el ascenso con qué pie voy a terminar, y si no es el derecho, rectifico dando una zancada de dos peldaños.
-Tiene usted razón. Es bastante absurdo -confirmó Ana mientras buscaba la mejor manera de dar por terminada aquella velada.
Pero la velada no había hecho más que empezar. Al principio, Marco se quedó sin palabras. ¿Era posible que dos personas completamente desconocidas compartieran una práctica tan arbitraria como necesaria en sus vidas?
-¿Por qué hace eso? -dijo.
-Francamente, no lo sé.
Marco tampoco. Pero antes de confesar a su invitado que él hacía lo mismo, decidió probar suerte con uno de sus más profundos, extravagantes y absurdos hábitos.
-Veamos. Usted, cuando se va a acostar, ¿cómo coloca el calzado?
-¿Qué quiere decir?
-¿Hace algo especial? Me refiero a...
-Sí, sí. Ahora que lo dice, siempre dejo el zapato derecho un poco más adelantado que el izquierdo.
-¡¿Apuntado ligeramente hacia la puerta más próxima?!
Ernesto le miró con extrañeza.
-¿Cómo lo sabe?
-¡Yo hago exactamente lo mismo desde hace años! ¡Y también lo de la escalera!
-¿De verdad haces eso? -Ana dio un paso atrás, como si estuviera ante dos chiflados-. Nunca me lo habías dicho.
-Confesarlo es casi tan absurdo como hacerlo, cariño.
-Qué extraño -murmuró Ernesto.
-Sí, es muy extraño. ¡Más aún, es fascinante! El súbito entusiasmo de Marco contrastaba con el gesto escéptico del otro. Quizá eran dos coincidencias demasiado peculiares como para ser tomadas en serio. Quizá Marco Soto, aquel pintor de ojos vidriosos permanentemente aferrado a un Martini, no era en ese momento un interlocutor muy fiable. Quizá sólo le estaba tomando el pelo.
-¿No me estará tomando el pelo?
-¡Pero qué dice! ¿Cómo iba a saber si no lo de la puerta?
-Sí, claro.
-Coincidencias -sentenció Ana, reprimiendo un bostezo.
-Es mucho más que eso -Marco empezó a dar vueltas por el estudio, agitando suavemente su bebida-. Es un acontecimiento, un punto de encuentro, un cruce de personalidades... Esto tiene que significar algo. Quizá... ¡Sí, ya lo tengo! Algo relacionado con la política: derecha, izquierda... -hizo un gesto de balanza con las manos, invitando a Ernesto a decantarse. Éste negó con la cabeza.
-No me interesa la política.
-Seguro que votamos al mismo partido el año pasado. Ernesto ni siquiera había votado. Pero Marco insistía en que aquellas dos manías compartidas implicaban forzosamente un vínculo más profundo.
-¿Qué edad tiene?
-Cuarenta y tres.
Marco, treinta y siete.
-¿En qué mes nació?
-Octubre.
Marco, en junio.
-No, no, tiene que haber algo. Algo en común. ¿Dónde estudió usted? ¿Tiene hermanos? ¿Está casado...?
Unas veces sí, otras muchas no. Las respuestas de Ernesto iban dejando claro que ambos no eran demasiado parecidos, ni siquiera demasiado diferentes. No obstante, estaba claro que a los dos les gustaba charlar, especialmente sobre técnicas de pintura. Aquello no era muy justo para Ana, experta en fisioterapia. Un par de horas después, cansada de mirar el reloj y de servir copas, decidió irse a la cama.
Tuvo un sueño muy intenso, de esos cuya sensación se prolonga durante días. Soñó que a través de la puerta entreabierta del dormitorio se perfilaba el pie derecho de su marido, llegando al rellano de la escalera seguido del izquierdo. Y luego vio cómo se descalzaba y dejaba los zapatos en aquella extraña posición.
Suavemente extraña...
Cuando el rostro de Marco se aproximó para besarla, Ana sintió un escalofrío al descubrir que era Ernesto Calvo.
No supo si despertó por la visión o por el barullo de voces procedente del taller. Marco y Ernesto estaban discutiendo. No habría decidido intervenir de no ser por el ruido de un vaso estrellándose contra el suelo.
Los encontró frente a frente, a ambos lados del enorme lienzo, ahora al descubierto. Ernesto estaba rojo de ira, sudaba y hacía aspavientos con las manos, llegando incluso a tocar algunas partes del cuadro.
-Esto, y esto… ¡Y esto!
Marco, aún con la sábana blanca entre las manos, negaba con la cabeza y casi parecía a punto de sonreír de incredulidad.
-¿Pero no se da cuenta de que eso es ridículo?
-¡No es ridículo! ¡Es un hecho! ¡Es una infamia!
Ernesto sostenía que aquel cuadro era una imitación. El original, repetía una y otra vez, había sido ya pintado por él hacía tan sólo un mes.
-¿Pero cómo, cuándo, dónde iba yo a copiarte? ¿Para qué? ¡Si ni siquiera lo he terminado!
-Ya lo sé, ya lo sé. Tan sólo dos pinceladas de rojo aquí y aquí, y su copia estará consumada, ¿no es así?
Marco se apresuró a cubrir de nuevo el lienzo, antes de que el visitante rayara la pintura con las uñas.
-No voy a negar que ambas obras puedan tener el mismo concepto, que empleen técnicas similares, en definitiva, que se parezcan...
-¡No se parecen, son idénticas! Usted pintaba animales y de pronto pinta esto. ¿Por qué ha cambiado de tendencia?
-Ya le he dicho que ni yo mismo sé lo que es. ¿De verdad cree que he decidido fríamente qué es lo que voy a pintar?
-Usted decide fríamente qué es lo que va a copiar. Todo esto es una farsa. Me ha traído aquí con un propósito muy claro. Primero me hace creer que tenemos cosas en común...
-Manías.
-Y me muestra el cuadro para que yo, el pobre aficionado, diga: "¡Oh, sí, es otra coincidencia!".
-¡No es una coincidencia! -Marco subió repentinamente el tono de voz. Aquel individuo empezaba a irritarle-. No es una coincidencia porque dos obras de estas características no pueden ser iguales. ¡Es una abstracción, por Dios!
-Vayamos a mi estudio y se lo demostraré.
Ana se vio obligada a intervenir.
-No creo que sea una buena idea. Otro día quizá...
Pero la decisión ya había sido tomada. Marco dejó su copa sobre una mesa y se frotó las manos.
-Por supuesto que iré. Ahora mismo.
Ana agarró a su marido por el brazo y lo condujo hasta un rincón del taller, mientras el visitante descubría de nuevo el cuadro, como si quisiera recrearse en su indignación.
-En mala hora decidí mostrárselo.
-Marco, no vayas.
-Cariño, sólo quiero aclarar este asunto. Ese hombre ha bebido más de la cuenta...
-Tú también.
-Lo que dice es tan absurdo.
-¿Y si es cierto? ¿Y si llegas allí y te encuentras con un cuadro idéntico al tuyo?
-¿Pero qué dices?
-Piensa por un momento en que exista esa remota posibilidad.
-No existe.
-Sí, pero piénsalo. Piensa que quizá sea tan simple y arbitrario como eso.
-¿Cómo qué?
-Como que compartís dos manías... y un lienzo. Escucha, he soñado que...
-Es imposible -Marco remató una a una las sílabas de su sentencia, como si dictara un veredicto.
Luego la besó y se fue.
Ana volvió a ver a su marido una vez más, en el depósito de cadáveres. Él y Ernesto estaban medio calcinados.
Tras considerar varias hipótesis, la policía llegó a la conclusión de que la noche del accidente, después de un violento forcejeo, una de las dos víctimas intentó prender fuego a un enorme lienzo. Las llamas se propagaron por toda la casa del señor Calvo, acabando con su vida y con la de su invitado.
Cuando Ana fue citada para identificar los cuerpos, miró a uno y otro, contuvo un gemido y susurró:
-No sé quién es quién.

de ALEJANDRO AMENÁBAR
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