martes, 10 de diciembre de 2019

DE VITA BEATA




El Canario
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DE VITA BEATA


En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

Jaime Gil de Biedma
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LA MESETA

Como por estos sitios
tan sano aire no hay, aunque no vengo
a curarme de nada.

Vengo a saber qué hazaña
nos arrasa hoy la vida.

Aquí ya no hay banderas,
ni murallas, ni torres, como si ahora
pudiera todo resistir el ímpetu
de la tierra, el saqueo
del cielo.

Y se nos barre
la vista, es nuestro cuerpo
mercado franco, nuestra voz vivienda
y el amor y los años
puertas para uno y para mil que entrasen.

Sí, tan sin suelo siempre,
cuando hoy andamos por las viejas calles
el talón se nos tiñe
de uva nueva, oímos
desbordar bien sé qué aguas
el rumoroso cauce del río.

Claudio Rodríguez
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LA MELODÍA

El Leviatán astroso
toca una flauta dulce
en el centro de un planeta.
Sus peces de colores
bailan al mismo son
tejiendo telarañas.
Se avecinan cataclismos.
No le pagaron tributos.
Se estremece la vida
en la superficie.
Buscan cobijo en el cielo,
impregnados de azufre.
La salvación tiene un precio.
El oro es sucio.
Ya se refleja el futuro
en un espejo bañado en lágrimas.
El Leviatán astroso no tiene piedad.
Toca una flauta dulce.

Toni Vega Rivas
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LA PEQUEÑA MARGARITA

La pequeña Margarita nidaba en su bicicleta;
no le gustaba coger quemones sino masticar cañadulce;

en su caseta se quedaba hasta que asomaba la luna
mientras veía volar a los pajarillos,
y mientras escuchaba el cantar de los cuervos.

Ella era risueña como el pupú de las abubillas.

Le gustaba ver su lucero en las noches de luna corta,
su mami era original con esa mirada tan clara
que llenaba el espíritu al más bobo del barrio.

La pequeña Margarita fue creciendo,
ya veía jugar a los chavales en el estanque de futbol.

Su ilusión desde niña era amar y soñar
y ser amada y soñada, todos en el barrio la amábamos
y hasta yo la llegué a soñar,
paseaba mucho por los piconales
a orillas de las araucarias
mientras acariciaba la flor del vivizco
y desde lejos observaba las matas de parras o de geranios.

La pequeña Margarita siempre fue guapa
ahora no sé si estará mustia o solloza
tal vez nostálgica porque los años pasaron,
mejor dicho; nosotros pasamos por los años.

El viento sigue intacto,
dejó de llegar la arenilla que provenía del Sáhara.

Yo debí olvidarla
aunque para mis libros no la quise olvidar.
Margarita era tallo de mis primaveras,
de mis lunas claras, de mis lunas nuevas.

Se fue volando con la arenilla
y seguramente quedó en un desierto de amor,
bajo los claros puros del sol que la animará
y la hará volver a villa Ysidra.

Su mamá dejó el campo
y las nubes grises se estarán posando.

Yo pienso que ya el Pezcosa no robará a nadie
ni tendrá que asaltar la casa del vaquero Saturnino.

Ya no hay alpendres en la orilla de su regazo,
pero habrá nuevos naranjales en sus campos.

No sé si seguirán las violetas,
el garaje sigue en el mismo sitio
y la pequeña Margarita dejó de estar en mis brazos.

Ya no habrá beso bajo la araucaria,
ni beso bajando la cuesta de los Morales.

Solo hemos quedado en un pasado,
como aquella vez cuando me enseñó las buganvillas.

La pequeña Margarita pasaría a otro paraíso,
pero no al que ella y yo tuvimos ayer.

José Raúl Díaz Viera
El Canario
1954/2014
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9

Sospechas

Me detengo en la Depuradora: Siempreverde, o La Playa Libre. Hacia el pantano, decido: bajo al cauce en el escape de la Garganta, cruzo el légamo endurecido del lecho seco, y subo a La Senda de los Sentidos. Continúo por ella hasta la Hípica, y allí tomo el Bajadero de troncos que sube hasta el Portacho de La Isiruela. La cadena del Cerro de la Laguna ofrece espectaculares piedras caballeras, visibles desde lejos; sus cimas inician La Cuerda de los Chamorzos. A veces pienso si mi verdadero Amigo Fiel es Lagartija Colacortada, y lo demás es mosca cojonera… La cuerda, a la derecha, baja a la zona del Pino Centenario, pero la travesía es impensable. Los diferentes cerros están separados por quebradas tan abruptas que, cada una de ellas, resulta una aventura. Hago un alto en la ladera. La panorámica es increíble: el camping, el lago, los cerros, la línea de la carretera, las Cruceras; la Hípica… “Varios días llevaba mirándome de reojo. Conocía bien esa mirada. No lo decía, pero interpretaba un “tenemos que hablar”, y me preocupaba. Por eso le propuse una excursión a La Encina. Aceptó. Nos tomamos el día libre. Salimos temprano. Conocíamos de niños la pradera de la Garganta Honda. A ella le gustaba; partimos con entusiasmo infantil. Siempre nos gustó la soledad; el ascenso se nos hizo suave, y la pradera nos acogió con el encanto de tiempo atrás: el verdor refulgía en sus pastos; la primavera explotaba en floraciones, colores, aromas…; las fuentes formaban regatos juguetones, y el guirigay de los pájaros en los arbustos nos daba la bienvenida. Sufríamos desdén imaginario: heridas enquistadas que suturamos bajo La Encina noble de nuestra niñez. Hubo tiempo de hablar del pasado; de las dudas presentes; de promesas…, y soñamos futuro. Ella estaba preciosa. Aparte del calzado, solo llevaba la holgada falda y el ajustado corpiño... como entonces… y nada más. Bajamos demorándonos en el crepúsculo, agotados, felices, ebrios de naturaleza, de libertad, de espacios abiertos; de intimidad ausente de miradas y de murmuraciones...” Dos enormes buitres negros evolucionan en la falda del valle. Me distraen. Vuelvo al ascenso. El cuento de mi Amigo Fiel me sorprende. Dudo mientras atajo por un largo sendero que suaviza lanchas por donde bajaban la madera. Asomo en el Portacho de los Conejos, un collado verde con alguna piedra cimera de considerable altura. Me aupo a una, y advierto que la Isiruela queda a mi izquierda, nada cerca. La vertiente es diáfana. Se abre a un margen de la Garganta Honda, ahora seca, y a una hermosa pradera difícil de abarcar con la mirada. A lo lejos, entre los pinos, se alza la fronda mate de una vieja encina... Decido la derecha, hacia El Chamorzo Chico. Es difícil, dice: es temprano, respondo, y la curiosidad gana. No hay camino. Busco pistas de bichos, huellas frescas; sigo rastros, un ascenso en zigzag por el que temo llegar a cualquier sitio. Esa, esa es la cima, digo, pero no; surge otra. Esta parece más alta. Piñas peladas avisan de ardillas, que no veo. Brazos y manos sangran: zarzas, espinos, piornos... Y aparece El Chamorzo, una plaza sembrada de piedras, pinos, arbustos: retama verde, jara brillante y pegajosa; piornales… tras un roquedal insospechado. Un gruñido de alerta, y bajo el follaje veo la piara: son jabatos tras una madre atribulada, quizá por mi presencia. Renuncio a sacar fotos: disfruto el espectáculo. Se pierden en la linde del Chamorzo, ocultos por piornales, jaras, retamas, rocas… que se despeñan en el Portacho de la Ica… al otro lado de la enfoscada quebrada, y a más altura, El Chamorzo Grande me sonríe… Medito en voz alta sobre el hecho de hacer cima. Estas alturas, dice, no muy elevadas, no las corona una roca, sino un pino, un roble, un enebro…: una rama suele hacer sombra sobre la roca más alta... Disimulo. Contemplo las hermosas vistas del paisaje. Salto de piedra en piedra. Busco salidas, tengo que bajar. Me cuesta. Los intentos fallidos se repiten. Insisto: la montaña, como la vida, siempre ofrece una salida. Escudriño palmo a palpo pezuñas de animales: las rocas las abortan. Culminé sobre rocas, ya sin huellas. Porfío, pues si suben, bajan…, y al final sigo un indicio. Me deslizo por una enorme lancha, lisa y peligrosa, con cautela. Afirmo la adherencia de la bota. Busco escorrentías secas de follaje asequible, pasajes bajo zarzas ahormadas por los animales. Rastros que se cruzan, me desconciertan. Miro alrededor, echo la vista atrás, y no identifico cómo demonios he llegado ahí. Busco tierra removida entre piedras. Tanteo el paso, afirmo el pie, desciendo. Otro paso, el pie, análisis del siguiente… Rectificaciones constantes. Los animales son imprevisibles, y los pasos los decido yo.
          La cinta gris azulada pone alas a mis pies. Avanzo con la esperanza de que la Fuente de la Perra Gorda aún fluya. Hay humedades en la cuneta. Me acerco al pilón; me zambullo de bruces; refresco la cara, la cabeza; tiro al suelo la camiseta, borro sangre de brazos y manos, y adoro al dios del chorrito de agua que me permite rellenar la botella…
          Mi Amigo Fiel no deja de observarme…
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