en una cita de contestador.
Me envuelvo en atrevidas galas,
una orquídea besa mi chaqueta,
los zapatos y el bolso a juego
completan mi disfraz.
Los nervios golpean mis piernas,
te dejo
un último mensaje,
con un si.
Tiemblo ante la cita clandestina.
Todo es posible.
Corro a tu lado.
Concepción Serna
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LOS
ROTOS
(con Anne Sexton)
Todas
las divisiones son mentira
salvo la que divide los cuerpos en dos
grupos incomprensibles entre sí.
Aquellos que se han roto y los que no.
salvo la que divide los cuerpos en dos
grupos incomprensibles entre sí.
Aquellos que se han roto y los que no.
Los
rotos no pedimos demasiado:
que se nos quiera, sí,
que los que no han vivido la fractura
tengan paciencia
si mascullamos viendo las noticias
o hacemos el amor
con un poco de miedo.
Entenderás, entonces, ciertas cosas.
que se nos quiera, sí,
que los que no han vivido la fractura
tengan paciencia
si mascullamos viendo las noticias
o hacemos el amor
con un poco de miedo.
Entenderás, entonces, ciertas cosas.
Por
qué en casa las tazas no se tiran
y por qué a veces quiero
estar solo después de que suene un portazo.
Los ritos de los otros, amor mío.
Ademanes que espero que no comprendas nunca.
y por qué a veces quiero
estar solo después de que suene un portazo.
Los ritos de los otros, amor mío.
Ademanes que espero que no comprendas nunca.
Ben
Clark
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NO
TIRES LAS CARTAS DE AMOR
Ellas
no te abandonarán.
El tiempo pasará, se borrará el deseo
-esta flecha de sombra-
y los sensuales rostros, bellos e inteligentes,
se ocultarán en ti, al fondo de un espejo.
Caerán los años. Te cansarán los libros.
Descenderás aún más
e, incluso, perderás la poesía.
El ruido de ciudad en los cristales
acabará por ser tu única música,
y las cartas de amor que habrás guardado
serán tu última literatura.
El tiempo pasará, se borrará el deseo
-esta flecha de sombra-
y los sensuales rostros, bellos e inteligentes,
se ocultarán en ti, al fondo de un espejo.
Caerán los años. Te cansarán los libros.
Descenderás aún más
e, incluso, perderás la poesía.
El ruido de ciudad en los cristales
acabará por ser tu única música,
y las cartas de amor que habrás guardado
serán tu última literatura.
Joan
Margarit
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ÁLVARO
Subo
las escaleras.
Corro.
Bajo
como
si me siguiera un espantajo.
Me
tiro al suelo.
Me
levanto luego
de
cortar a tijera una paloma
y a
un pájaro las alas.
En
la calle
cruzo
las voces sin mirar si vienen
la
bici, el coche, el camión, la grúa.
A
nadie le hago caso,
quiero
y paso
pisando
hierba, y espantando todo
lo
que se pone cerca.
Con
arena
me
lleno los zapatos.
No
me ducho,
que
no me da la gana.
Juego
mucho
y
ver la tele me divierte, pero
si
tengo sueño,
busco
la mano de la abuela, y subo
a
mi cama, me meto con un beso
y
escucho que me diga: sueña sueños,
mi
príncipe de Asturias, rey de España.
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12
El
intruso
“En el Valle,” dice, “si
buscas emociones fuertes, intérnate en la fronda; sigue rutas diseñadas por los
animales, y disfruta del amor de las zarzas. Avanza por estrechas sendas;
navega la marea de los helechos; vadea bosques de retama; naufraga entre
piornales; contempla silentes ejércitos de pinos erectos, y rodea torres y
cerros de roca resignado a desvíos laberínticos para alcanzar destinos… en otra
parte.”
En cuanto pongo un pie fuera
del camping, mi Amigo Fiel sublima su rosario torrencial.
“Pero lo que le da emoción
al monte es cuando insiste en que te quedes; te traba de un hombro, se abraza a
la ropa; amaga la cabeza; descabalga sombreros; atraviesa caminos; entorpece el
paso… su intención es conseguir tu compañía, y que admires sus riquezas; sus
rincones y aromas; su charla con el viento; el súbito aleteo de palomas
torcaces; la sombra perezosa de los buitres negros...”
Desde los cerros de Los
Esnucaderos, hacia el Oeste, cerca de La Escusa, una profunda grieta señala el
nacimiento del Arroyo de las Serrezuelas.
”Para ello tiene recursos
inagotables: ardides, trapacerías: la paz del bosque, las praderas, las
confidencias del viento con la copa de los pinos; los embozados macizos de
arbustos; los brotes agresivos…”
Su turbulencia primaveral
cruza por un canal la carretera del Puerto, a un paseo por debajo de las
abandonadas instalaciones de investigación de la piscifactoría, y se despeña en
el cauce de La Garganta.
“Son las zarzas su último
recurso, y el más efectivo: cimbreantes tallos hostigan los cuerpos, se
camuflan junto a la vereda, despliegan púas y traban brazos, piernas, costados;
destrozan perneras, camisetas; se clavan en la piel y, por más que las apartes
con el palo intentando enzarzarlas entre sí para que abran paso, la más
rebelde, esa a la que dedicas dos dedos para engarzarla a las espinas del brote
más grueso, te sorprenderá con un zarpazo en la cara.”
El Labradillos, el Puerto,
el Riosequillo, el Balsaina, la Encinilla y otros arroyos, con y sin nombre,
van vertiendo sus surgencias a la cuenca, y La Garganta se hincha, espuma, brama
en la Confluencia, en la Cascada y en su recorrido hasta desaguar unos
kilómetros más abajo en el Pantano.
“Los brazos, las piernas, la
espalda, las manos, tatuadas con trazos profundos, durante un tiempo darán fe
de tus batallas en el monte.”
Un mayo lejano quise
participar en el espectáculo de la maraña de canales tumultuosos en la
Confluencia, cambiar de orilla, pero alguien me detuvo...
“Que si vienes de la guerra,
te van a preguntar.”
En el estío todo es
desolación. Una senda, escalonada con viejas traviesas, lleva desde la
carretera hasta la orilla triste de la Garganta.
“No obstante, quien se lleva
la peor parte es la ropa; sobre todo la camiseta. A ella se aferran las púas
con verdadera pasión, penetrando hasta la piel como uñas amorosas, sin soltar
su presa, que se resiste a desgarrar más su envoltorio natural, pero que, en
cuanto imagina que está libre, avanza, mientras la ropa deja jirones
multicolores sobre el verde del arbusto. Trofeo que la temible zarza va a
exhibir durante el tiempo que tarde el viento, la tormenta o el sol en degradarlo.”
Bajé los escalones e hice
una incursión. Entre las piedras calcinadas, opacas, revueltas, imposibles de
identificar como lecho, amalgamas de ramajes y troncos pudriéndose al sol alternaban
junto a verdes macizos sobrevivientes de jara, retama, zarzas… Y en un recodo,
rodeado de alisos, enebros, encinas, y muchos pinos, sobresalía el Abuelo: el
famoso Pino Centenario.
“Imagina al ingeniero del
monte, ese ciervo que traza los caminos, los entrecruza y embrolla para moverse
a su capricho, cuando encuentre en uno de ellos, prendido de una zarza, el
jirón de la víctima que transita su obra, y brame:
-Por aquí ha pasado el
intruso.”
***
Pronto encenderé la luz. El
reflejo del sol en Lanchaquebrada no da para más, y el crepúsculo se adueña del
camping. Visualizo las fotos. El tronco del Abuelo es inabarcable por menos de
tres hombres. La maraña de las Confluencias parece de otro mundo. La Cascada
está seca, y un charquito putrefacto se vislumbra al fondo. La Escalera se
pierde en el arroyo, entre sombras. Dos Puentes consecutivos, en la entrada y
en la salida de la misma curva. La Cinta gris asfalto. Y eso… ¿qué es…? Creo
que… la contra-curva: la pradera; vacas; grandes piedras. En una brilla… algo metálico… ¿una placa? ¿Será una inscripción
en memoria de…? La amplío. No se distingue... Tendré que volver. Me temo que…
Ya entiendo la cháchara de… una maniobra de distracción. No quería que viese… O
sea que… Pues sí: había un motivo.
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