...algo, o alguien, me señala un bulto...
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EL MUERTO
Aquél
que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría
no
podrá morir nunca.
Yo
lo veo muy claro en mi noche completa.
Me
costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,
muchos
siglos de olvido y de sombra constante,
muchos
siglos de darle mi cuerpo extinguido
a
la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.
Ahora
el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos
será
azul. Temblará estremecido, rompiéndose,
desgarrado
su vidrio oloroso por claras campanas,
por
el curvo volar de gorriones,
por
las flores doradas y blancas de esencias frutales.
(Yo
una vez hice un ramo con ellas.
Puede
ser que después arrojara las flores al agua,
puede
ser que le diera las flores a un niño pequeño,
que
llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,
que
a mi madre llevara las flores:
yo
querría poner primavera en sus manos.)
¡Será
ya primavera allá arriba!
Pero
yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría,
no
podré morir nunca.
Pero
yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no
podré morir nunca.
Morirán
los que nunca jamás sorprendieron
aquél
vago pasar de la loca alegría.
Pero
yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos
no
podré morir nunca.
Aunque
muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.
de José Hierro
(Alegría)
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CLASIFICADOS:
ALQUILER FUERA DE MADRID
Pulmones
amplios, repletos de suspiros.
Calefacción
central,
armarios
puteados, digo empotrados,
latidos
intermitentes.
Comunidad
incluida. Sin vecinos.
Fianza
imprescindible: de aval, al menos, un riñón.
Precio
negociable.
Para
entrar a vivir.
Se
alquila corazón
con
vistas a la aorta.
Llámame,
por favor.
de
Raquel González
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DESNUDA
Sin
adornos
me
decías,
mientras
arrancabas
los
imperdibles
que
sujetaban mi alma.
Abrías
mi piel de escamas
afiladas
con
la yema de tus dedos
húmedos.
Fuego.
de María Jesús Silva
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EL
TOMATE PINTÓN
Para
mediados de agosto que abundan
las
verbenas
las
noches estrelladas
la luna
haciendo gestos amarillos
llegaron
a la cita los senderos
allí en
la romería
partimos
el rubor
contamos
su relato de sabores
tan
viejos como sal
y
fuimos de su aroma
que no
se nos olvide aquel mendrugo
que
hallamos en la cumbre
la
ráfaga del verde a lo maduro
doncella
es de todos los fragmentos
ofrece
su color a quien lo muerde
Helena
Rodríguez
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21
El
tesoro
La Garganta
de Iruelas entra en el pantano tumultuoso, se lamina en su superficie y deja
una estela brillante. Mientras su costa derecha se halla limitada por farallones
rocosos, por cuyas alturas discurre la Senda de los Sentidos suavizada en las
proximidades de Las Cruceras hacia la presa, a la izquierda proliferan
ensenadas y playas hasta salir a “lago abierto”. El pueblo antiguo, una pequeña
aldea que da nombre al pantano, El Burguillo, con su puente románico, queda
sumergido entre Las Cruceras y la Presa. En la ladera de la presa, a la izquierda,
cerca de la Central Eléctrica, construyeron un poblado, ahora abandonado, que
entonces llamaban “de los portugueses”, y ahora “Casas del Burguillo”. Las
Cruceras fue un centro maderero y resinero hasta la sustitución de la resina
por los derivados del petróleo.
Enfrente de la confluencia de la Garganta
emerge un cerro aislado ocupado por un edificio amurallado, bastión simulado
cuyo uso se destina al alquiler para fiestas y celebraciones. La isla coincide
con el desagüe del Arroyo de La Gaznata, al otro lado del pantano. Desde las
alturas del Cerro de Las Víboras, el Cerro Agudo, los Chamorzos, a vista de
pájaro, La Garganta de Iruelas y La Gaznata parecen las patas delanteras de un
enorme lagarto.
A la izquierda de la desembocadura de La
Garganta, el agua bordea el Cerro de los Romeros, una península elevada poblaba
de pinos y matorrales que la hacen
intransitable. En su costa se forman pequeñas y paradisíacas calas de difícil
acceso: solo desde el propio pantano se ven y, mediante embarcaciones de juego
y recreo, se accede a ellas. Por curiosidad y osadía intento llegar a ellas a
través del monte, y me interno entre piornos, jaras y retamas bajo los pinos,
rodeando roquedales y tupidas frondas. No hay huellas de animales. Las costas
son abruptas, y los jabalíes, ciervos, corzos y demás habitantes del monte
bajan a beber por zonas más propicias. Solo la intuición guía mis pasos. Sé que
el pantano se adentra en el cerro formando un golfo cerca del camino viejo de
La Rinconada que, próximo a la Gallina, se hunde bajo las aguas. Y que detrás
de la breña inhóspita, por donde la Cuesta de las Rocas, hay praderas de pasto
fresco y sombras agradables. Aparto retamas, bordeo piornos, evito jaras y voy
ascendiendo hacia una piedra caballera que sobresale de las copas de los pinos.
Llego a ella, y desde su atalaya contemplo el entorno de mi posición; decido la
dirección para buscar el objetivo, y me sumerjo de nuevo en la maraña vegetal.
Aunque las zarzas son escasas, a la ropa le está sentando mal. El azaroso camino,
condicionado por la errática disposición de las plantas, obliga a rectificar
continuamente. El sesgo de mis pasos es arbitrario. Rocas y pinos entorpecen el
avance. Me desespera pensar que hasta la cala aún queda mucho por recorrer,
cuando una brusca quebrada irrumpe farragosa, y me obliga a buscar otra ruta. Retrocedo
hasta no sé donde. Cuando retomo la dirección, el extravío es apreciable: me
cuesta centrarme. Avanzo, y analizo las alternativas. Igual he dado la vuelta,
pienso. De vez en cuando me detengo y observo el entorno para decidir por donde
sigo. Una falsa senda se me ofrece entre piornos, y avanzo por ella. Cada paso lo
dirijo a una dirección diferente. Busco el sol para orientarme. En una de esas
ramificaciones del piornal, algo o alguien me señala un bulto. ¿Un animal? ¿Una
sombra? Dudo si soy yo o alguien quien guía mis pasos. Embozado entre las
plantas, parece una bolsa de basura. Quizá traída por el viento. Me pregunto si
merece la pena la demora. Me aproximo. La contemplo a dos pasos. Lo es. De las
de cien litros. Está llena: no la ha traído el viento. Tiene formas, y aplasta
alguna rama. Desconfío. ¿Y si la ignoro? No me decido. Sería irresponsable.
Pero estoy solo… La curiosidad me come. Pero puede complicarme la existencia. La
idea de que en ella cabe un cuerpo irrumpe brutal… No está desgarrada. No se
aprecian manchas, humedades. Olfateo inconscientemente, pero no noto hedor...
Sea lo que sea, ya no encuentro excusas. No puedo seguir sin ver qué contiene.
Me aproximo con recelo. Me inclino y la arrastro hacia un claro entre piornos.
Pesa. Me incorporo y la observo. Me lanzo. Retiro la embocadura de la bolsa y
miro dentro. Hay una caja. Grande. De madera: parece caoba. Está barnizada, y tiene
herrajes dorados. Al moverla queda ladeada. En la estrechez del monte no me
resulta fácil voltearla. Lo consigo. No han sonado objetos sueltos. La tapa,
taraceada, queda hacia arriba. Un cerrojillo la cierra. Es hermosa. Mis temores
no ceden. Dentro puede haber cualquier cosa… Despejo un espacio para abrirla.
Aprensivo, muevo el cerrojo. Levanto la tapa. Dentro hay libros, papeles. Un
cuaderno reclama mi atención. Lo abro. Letras en él me saludan: “Hola, estás en
El Barraco” y una fecha. En otra línea dice: “Coge algo, deja algo”. Debajo fechas y firmas. No soy el primero. Fecho,
firmo, saludo. Cierro el cuaderno. Ojeo libros, alguna página, el autor. Lo
dejo. Es un tesoro. Cojo algún papel. Dejo senryus. La empujo a donde estaba, a
cubierto, y sigo hacia la cala.
Náufrago de la selva, dejo que el agua me
abrace como vine al mundo. La caricia del sol calma mi piel raspada, tendido en
la bahía. El cielo es un retazo de azul surcado por buitres negros. Evolucionan
en círculos. Si me duermo, bajan… Repaso los papeles del tesoro. Uno está
encabezado por “La Galatea”. Otro por “Casas del Burguillo”. En este habla de amor y arena, y hay otro que parece una hoja de Pruebas. Compongo mis harapos, sacudo
la arena y me interno en la jungla buscando una salida que me devuelva al camping.
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