martes, 3 de marzo de 2020

El tesoro

...algo, o alguien, me señala un bulto...

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EL MUERTO

Aquél que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría
no podrá morir nunca.

Yo lo veo muy claro en mi noche completa.
Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,
muchos siglos de olvido y de sombra constante,
muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido
a la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.
Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos
será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,
desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,
por el curvo volar de gorriones,
por las flores doradas y blancas de esencias frutales.
(Yo una vez hice un ramo con ellas.
Puede ser que después arrojara las flores al agua,
puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,
que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,
que a mi madre llevara las flores:
yo querría poner primavera en sus manos.)

¡Será ya primavera allá arriba!
Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría,
no podré morir nunca.
Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
Morirán los que nunca jamás sorprendieron
aquél vago pasar de la loca alegría.
Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos
no podré morir nunca.

Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.

de José Hierro
(Alegría)
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CLASIFICADOS: ALQUILER FUERA DE MADRID

Pulmones amplios, repletos de suspiros.
Calefacción central,
armarios puteados, digo empotrados,
latidos intermitentes.
Comunidad incluida. Sin vecinos.
Fianza imprescindible: de aval, al menos, un riñón.
Precio negociable.
Para entrar a vivir.
Se alquila corazón
con vistas a la aorta.

Llámame, por favor.

de Raquel González
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DESNUDA

Sin adornos
me decías,
mientras arrancabas
los imperdibles
que sujetaban mi alma.

Abrías mi piel de escamas
afiladas
con la yema de tus dedos
húmedos.

Fuego.

de María Jesús Silva
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EL TOMATE PINTÓN

Para mediados de agosto que abundan
las verbenas
las noches estrelladas
la luna haciendo gestos amarillos
llegaron a la cita los senderos
allí en la romería
partimos el rubor
contamos su relato de sabores
tan viejos como sal
y fuimos de su aroma
que no se nos olvide aquel mendrugo
que hallamos en la cumbre
la ráfaga del verde a lo maduro
doncella es de todos los fragmentos
ofrece su color a quien lo muerde

Helena Rodríguez
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El tesoro

La Garganta de Iruelas entra en el pantano tumultuoso, se lamina en su superficie y deja una estela brillante. Mientras su costa derecha se halla limitada por farallones rocosos, por cuyas alturas discurre la Senda de los Sentidos suavizada en las proximidades de Las Cruceras hacia la presa, a la izquierda proliferan ensenadas y playas hasta salir a “lago abierto”. El pueblo antiguo, una pequeña aldea que da nombre al pantano, El Burguillo, con su puente románico, queda sumergido entre Las Cruceras y la Presa. En la ladera de la presa, a la izquierda, cerca de la Central Eléctrica, construyeron un poblado, ahora abandonado, que entonces llamaban “de los portugueses”, y ahora “Casas del Burguillo”. Las Cruceras fue un centro maderero y resinero hasta la sustitución de la resina por los derivados del petróleo.
      Enfrente de la confluencia de la Garganta emerge un cerro aislado ocupado por un edificio amurallado, bastión simulado cuyo uso se destina al alquiler para fiestas y celebraciones. La isla coincide con el desagüe del Arroyo de La Gaznata, al otro lado del pantano. Desde las alturas del Cerro de Las Víboras, el Cerro Agudo, los Chamorzos, a vista de pájaro, La Garganta de Iruelas y La Gaznata parecen las patas delanteras de un enorme lagarto.
      A la izquierda de la desembocadura de La Garganta, el agua bordea el Cerro de los Romeros, una península elevada poblaba de pinos y  matorrales que la hacen intransitable. En su costa se forman pequeñas y paradisíacas calas de difícil acceso: solo desde el propio pantano se ven y, mediante embarcaciones de juego y recreo, se accede a ellas. Por curiosidad y osadía intento llegar a ellas a través del monte, y me interno entre piornos, jaras y retamas bajo los pinos, rodeando roquedales y tupidas frondas. No hay huellas de animales. Las costas son abruptas, y los jabalíes, ciervos, corzos y demás habitantes del monte bajan a beber por zonas más propicias. Solo la intuición guía mis pasos. Sé que el pantano se adentra en el cerro formando un golfo cerca del camino viejo de La Rinconada que, próximo a la Gallina, se hunde bajo las aguas. Y que detrás de la breña inhóspita, por donde la Cuesta de las Rocas, hay praderas de pasto fresco y sombras agradables. Aparto retamas, bordeo piornos, evito jaras y voy ascendiendo hacia una piedra caballera que sobresale de las copas de los pinos. Llego a ella, y desde su atalaya contemplo el entorno de mi posición; decido la dirección para buscar el objetivo, y me sumerjo de nuevo en la maraña vegetal. Aunque las zarzas son escasas, a la ropa le está sentando mal. El azaroso camino, condicionado por la errática disposición de las plantas, obliga a rectificar continuamente. El sesgo de mis pasos es arbitrario. Rocas y pinos entorpecen el avance. Me desespera pensar que hasta la cala aún queda mucho por recorrer, cuando una brusca quebrada irrumpe farragosa, y me obliga a buscar otra ruta. Retrocedo hasta no sé donde. Cuando retomo la dirección, el extravío es apreciable: me cuesta centrarme. Avanzo, y analizo las alternativas. Igual he dado la vuelta, pienso. De vez en cuando me detengo y observo el entorno para decidir por donde sigo. Una falsa senda se me ofrece entre piornos, y avanzo por ella. Cada paso lo dirijo a una dirección diferente. Busco el sol para orientarme. En una de esas ramificaciones del piornal, algo o alguien me señala un bulto. ¿Un animal? ¿Una sombra? Dudo si soy yo o alguien quien guía mis pasos. Embozado entre las plantas, parece una bolsa de basura. Quizá traída por el viento. Me pregunto si merece la pena la demora. Me aproximo. La contemplo a dos pasos. Lo es. De las de cien litros. Está llena: no la ha traído el viento. Tiene formas, y aplasta alguna rama. Desconfío. ¿Y si la ignoro? No me decido. Sería irresponsable. Pero estoy solo… La curiosidad me come. Pero puede complicarme la existencia. La idea de que en ella cabe un cuerpo irrumpe brutal… No está desgarrada. No se aprecian manchas, humedades. Olfateo inconscientemente, pero no noto hedor... Sea lo que sea, ya no encuentro excusas. No puedo seguir sin ver qué contiene. Me aproximo con recelo. Me inclino y la arrastro hacia un claro entre piornos. Pesa. Me incorporo y la observo. Me lanzo. Retiro la embocadura de la bolsa y miro dentro. Hay una caja. Grande. De madera: parece caoba. Está barnizada, y tiene herrajes dorados. Al moverla queda ladeada. En la estrechez del monte no me resulta fácil voltearla. Lo consigo. No han sonado objetos sueltos. La tapa, taraceada, queda hacia arriba. Un cerrojillo la cierra. Es hermosa. Mis temores no ceden. Dentro puede haber cualquier cosa… Despejo un espacio para abrirla. Aprensivo, muevo el cerrojo. Levanto la tapa. Dentro hay libros, papeles. Un cuaderno reclama mi atención. Lo abro. Letras en él me saludan: “Hola, estás en El Barraco” y una fecha. En otra línea dice: “Coge algo, deja algo”. Debajo  fechas y firmas. No soy el primero. Fecho, firmo, saludo. Cierro el cuaderno. Ojeo libros, alguna página, el autor. Lo dejo. Es un tesoro. Cojo algún papel. Dejo senryus. La empujo a donde estaba, a cubierto, y sigo hacia la cala.
      Náufrago de la selva, dejo que el agua me abrace como vine al mundo. La caricia del sol calma mi piel raspada, tendido en la bahía. El cielo es un retazo de azul surcado por buitres negros. Evolucionan en círculos. Si me duermo, bajan… Repaso los papeles del tesoro. Uno está encabezado por “La Galatea”. Otro por “Casas del Burguillo”. En este habla de amor y arena, y hay otro que parece una hoja de Pruebas. Compongo mis harapos, sacudo la arena y me interno en la jungla buscando una salida que me devuelva al camping.

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