martes, 20 de febrero de 2018

AL ASUNTO DE ESCRIBIR


KAILASH
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chapoteando
burbujean las ondas
lucha de medios

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AL ASUNTO DE ESCRIBIR


Al asunto de escribir, y no es engaño,
le he echado yo más de un año
a la luz de tanta lumbre
que nos es raro que hoy, u hogaño,
algún versillo redondo se me alumbre.

Por mor desa llama viva que suponen,
me llegan algunos días
gañanes, tahúres, ciegos, tuercedías…
a que les enseñe presto algunas cuadernas vías,
cuando no silvas hermosas
o facturas de sonetos olorosas.

Yo me niego de primeras,
pues me conozco un montón
y me tengo por guarreras
en el arte más hortera
de la poetización.

Luego cedo, pues soy manso,
y, a mayores, soy narciso,
y me hago pis por el piso
si presiento que en un friso
mi nombre se hará remanso…
así que me pongo ganso,
tomo pose de pensar
y hago camino al andar
acompañado del neto
pupilo y puro paleto
que me vino a preguntar.

Primero le inquiero, astuto,
sobre los fines al caso
de su inquietud de fracaso
en el arte de trovar…
¿si es por amor o por odio,
si es por sexo o por un podio
en un parnasillo impar?

Todos contestan primero
que buscan el verdadero
camino hacia la poesía…
luego, cuando corre el día,
van mostrando su venero,
que casi siempre es putero,
pues pretenden que el puntero
penetre como un venablo
en un cuerpo de mujer…
y, pinchado el alfiler
en su diana precisa,
yo amablemente les hablo:

Ha de antiguo, y es sabido,
que para tocar poesía
hace falta esa alcancía
que aquí llamamos papel
[los hay de pura verjura,
de satén o, si está dura
esa cosa del rimar,
los tienes cuadriculados,
con rayitas a los lados
y hasta de milimetrar];
luego se hace necesario
un instrumento corsario
que lleve tinta en su alma
[bolígrafos, lapiceros
plumas de ricos plumeros,
rotulador y compás
–que a veces viene divino
en lo de redondear–]…
y una mesa, cómo no,
que puede ser de alta encina
o de esos pinos que empinan
los montes con un pinar
[la mesa es muy necesaria,
pues le gusta a la fragaria
tesitura de los versos
que se apoyen los anversos
de las hojas primorosas
en superficie segura
y que no sea rugosa];
a más, una buena silla,
con cojín y barandilla,
con respaldo y balancín
te ha de venir de perilla.

Con el material dispuesto
y una luz de cielo raso
–mejor dos, pues se da el caso
de que se te funda a un paso–
ya podemos empezar
con el trámite payaso
de entreabrir en el Parnaso
la puerta del mueblebar.

Si quiere ser un poeta de combate
nuestro neobotarate
ha de hacérsele notar
que debe pisar la calle
por do bien que se la halle,
que debe entrar en tabernas
hasta que en las contubernas
le permitan opinar,
que ha de dormir en prostíbulos
[pero siempre sin follar],
que ha de beber con obreros,
con peones del textil
y con pordioseros mil
que se gastaron su paro
en esos juegos tan raros
que bonolotan al gil…
hecha la apuesta de calle,
es fácil que con reposo
nuestro botarate halle
algún verso en ese poso…
escríbalo, dele vueltas,
metaforícelo un poco
y al cabo de un par de copos
al pavo de su poema
ya le habrá crecido el moco.

Si el gañán se nos deviene
romántico anglosajón,
ha de jugar al rondón
de amar sin comerse un rosco
[es decir, que se me entienda,
ha de desear sin prenda,
arder sin poder tocar
y, cuando más le apetezca,
a la cama sin coitar].
No es fácil este proceso castrativo,
pues deja al poeta esquivo,
rijoso, blando y nocivo…
cuando no lo deja enfermo y ojeroso.
Incluso algunos tendencian a ser fidias
y blandamente se estatuan o suicidian.
Si el gañan pasa el proceso
de ver y oler a su musa
sin catarla,
tiene el poema en la fusa,
incluso en la semifusa y en la blanca.
Sufrir cuatro palabritas
medidas silabeando
y el poema ya está andando.

Si el morucho se me va por lo difícil
y pretende hacer la críptica poesía
que tiene en Patrocinio padre y guía,
simplemente le ubico el diccionario
frente a sus breves ojos combinarios
y le ruego que al azar lance el anzuelo
y lleve a su papel el negro velo
de lo que ha de ser verso inexcrutable
[dará lo mismo que se lea en bable,
en asturcón o en lírico castúo,
pues será bueno y, además, loable
su resultado memo].

Demasiado ya he dicho en este trecho
y, quiero que se entienda, doy por hecho
que con esta ripiosa lección mía
no vuelva ya ningún poeta en vías
a pedirle consejo a este deshecho
de hombre, de escritor… que está en barbecho
por falta de poemas estos días.

Estoy harto de mí…
¿cuánto más he de estarlo de esa horda
de aprendices que piden soga y borda?

Si aún no logré tensar con nitidez mi cuerda,
lo diré claro y alto: ¡Que a la mierda!

de Luis Felipe Comendador
(2009)
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VI

Inmerso en los problemas de la vida,
cegado por la prisa, sin nostalgia
de lo que dejo atrás,
olvido la sonrisa, la alegría
de vivir, de mirar al sol nacer
cada mañana. Y una noche
de insomnio y desazón, miro dentro de mí;
busco, pero no estoy…

Una oración evoco
y trato un armisticio con mi alma.


de “apuntes”, 2001

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KAILASH
(Taller SONRISAS)

El presente escrito tiene su origen en una foto que recibí por wasap, en la que se ve una impresionante Luna rojiza. La foto iba acompañada del siguiente comentario: “Kailash, monte sagrado cuya cima nadie ha pisado todavía”. Este dato es inexacto. Me explicaré: entre las cosas que más aprecio, guardo un escrito de mi padre que se refiere al Kailash. En el momento que sucedieron los hechos que en él se describen, mi padre tenía treinta y cuatro años, coincidiendo con su viaje al Tibet, donde sin dar explicación alguna, estuvo desaparecido durante veinticinco años. El relato dice así:
Para mi esposa e hijos, a los que he querido hasta la locura.
Espero, cuando leáis este escrito, juzguéis con benevolencia la tristeza y el estado de permanente ausencia que mostré desde mi regreso del Tibet. Desde entonces, todos y cada uno de los días, he vivido con la vehemente idea de romper el silencio y explicar lo que me sucedió allí. A la postre he callado porque, como fácilmente comprenderéis, en cualquiera de los casos, la verdad se volvería contra mí y os dañaría también a vosotros. Ni siquiera en este momento tengo la certeza de hacer bien, no obstante, no soporto que la cobardía sea el último pensamiento que me quede en la vida. Plenamente lúcido os cuento mi verdad.
El cinco de junio, a las 4 a.m., el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Kamandú. En la aduana declaré que visitaba el país por motivo religioso. Mentí cuando dije que pretendía unirme a los peregrinos que anualmente realizan la kora o circunvalación del monte Kailash para ganar la gracia de Buda o de Shiva. El agente nepalí debió entenderlo así: me miró incrédulo. Estampó el sello en el pasaporte e hizo ademán para que continuara mi camino. Tuve el tiempo justo para tomar, en un modesto chiringuito, una taza de te caliente y unos dulces de dudoso aspecto, antes de subir a una destartalada camioneta que me llevaría al Tibet, donde se hallaba mi destino, el monte sagrado Kailash, que se eleva a 6.714 m.de altitud. El último pico importante del mundo, cuya cima nadie había pisado hasta entonces, porque allí está la morada del bondadoso Buda, dios de la máxima dicha, y también la de Shiva, díos de la destrucción y la transformación, acompañados de sus respectivas consortes Dorje y Parvati. El recorrido fue un calvario, al extremo de agotar mis fuerzas, obligándome a permanecer en un maloliente catre durante una semana preso de vómitos y diarreas. Era consciente de hallarme en un lugar remoto e inhóspito, un frágil europeo a los ojos de las personas que me cuidaban, cuyas necesidades eran tantas, que me hacían sentir culpable de mis dolencias. Con la enfermedad medianamente vencida y amparado por la oscuridad de la noche, decidí completar el objetivo de mi viaje: subir a lo más alto del Kailash. Quería ser el primero. Me enfrenté a estrechas y empinadas canales; torrentes de agua que daban origen a imponentes ríos como el Bramaputra; inclinadas laderas cubiertas de inestables bloques de roca; siempre progresando por el laberinto que los dioses habían imaginado para subir. El sol lucía radiante cuando llegué al borde de un glaciar colgado en una extensa plataforma, sembrado de amenazantes seracs y profundas grietas de paredes azul turquesa y fondos oscuros por donde corría el agua a una gran velocidad, arrastrando piedras que producían un ruido aterrador. Anochecía cuando pude ver, muy lejos todavía, la cima del Kailash. Me sentía agotado, pero decidí continuar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Los pasos eran cortos, muy cortos y lentos, lentísimos por la mucha fatiga y la escasez de oxigeno. En la plenitud de la noche, bajo un cielo estrellado como nunca he vuelto a ver, surgió de repente un resplandor casi cegador que, como poderoso imán, me atrajo hacia él. Por fin había llegado el día: estaba pisando la mismísima cima del Kailash. A mis espaldas oí ruidos. Me volví: a corta distancia estaba un hombre delgadísimo, harapiento, desgreñado, ojeroso y mirada asustadiza; sentados, alrededor de una mesa, dos hombres, de imponente aspecto, y entre ellos, también sentadas, dos mujeres, de aspecto más imponente todavía. De inmediato comprendí que invadía la morada de los dioses. Me acerqué a la mesa con temor. Buda, con amable gesto me indicó que tomara asiento. Shiva lanzó varios rayos originando otros tantos truenos. Parvati me tranquilizó, “No te asustes, son artificios de bienvenida” miró a Dorje y al unísono me dijeron, “No eres el primero ni serás el último” y mirando cariñosamente al delgadísimo y harapiento hombre le anunciaron “Por fin ha llegado el día que esperabas” Inmediatamente comprendí que había dejado de ser libre, sometido a la voluntad de aquellos personajes en pago de mi vanidad. No volví a ver más ni tener noticia alguna del delgadísimo hombrecillo. El tiempo transcurría y mi ánimo se doblegaba sin ninguna esperanza, sin embargo confieso haber disfrutado algún momento durante el secuestro. En mi cautiverio no sufrí maltrato. Al contrario: comía y gozaba en igualdad con los dioses hasta la edad en que el deseo languidece. Era patente que mi cuerpo envejecía mientras los dioses y sus consortes gozaban de juventud inmutable y eterna. La desesperación se acrecentaba; a pesar del tiempo transcurrido, nadie después de mi se atrevía a escalar el Kailash. Al final, haciendo una excepción, decidieron en el veinticinco aniversario de mi llegada, mi libertad. Los cuatros me guiaron hasta un collado desde donde el descenso al valle no presentaba mayor dificultad. Puedo afirmar que los dioses lloran. El regreso a casa me resultó más difícil que la ascensión al Kailash.

de Blas Mendiola
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