martes, 6 de febrero de 2018
LÍNEA III
Foto de Jorge: desde la ventana
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LÍNEA III
Buscando solución a sus problemas
se echó sobre la muerte
lanzándose a las vías
Los demás maldijeron
llegar tarde al trabajo.
de Carmelo González González, “Exorcismo”.
(incluido en "poemas robados", 2008)
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ADELHEID
Se arrodilló en la nieve y ahí mismo
ahí donde caía
brotó verde la hierba
tierna como si fuera
verano cuando el verde es más perfecto,
si en vez de invierno julio
un día de septiembre.
Era hierba y crecía sin semilla.
Estaba blanca nieve lívida
mordida por el frío
y respiraba apenas
un aire entre los dientes.
Las yemas de los dedos secas,
los labios muertos, las rodillas rotas
manchadas por la savia de esas hojas
recién nacidas de una fuerza
innominada.
de Eleonora González Capria
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IV
En el campo, los hombres,
los campesinos,
en la tierra trabajan
por pan y vino.
Duro trabajo,
con el sol en la espalda
y en sombra el amo.
Bajo la luna llena,
todas las noches,
cantan coplas y versos
a sus amores.
Y en el oscuro,
se adormecen sus voces
en un susurro.
Princesita morena
de risa clara:
tú que quitas la pena
con algazara,
ríe sin duelo
y dame tu alegría:
dame tu beso.
de “apuntes”, 2001
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TRABAJOS DE TALLER
Rapero
(a Pablo Hásel)
No pongas en tus palabras
al rey ni a algún otro mandatario,
no lo escribas, no lo cantes,
no lo nombres a diario:
puedes convertirte en presidiario.
Ya lo sabes, no me importa,
esto es pura estratagema,
ya soy viejo, ahora estoy en otro tema,
si por no ser joven no lo soy,
sí soy un viejo antisistema.
Quieren manejar mi mente,
soy consciente,
pienso solo y tengo mis convicciones;
aunque nunca me lo explican, yo ya sé
por qué suben las acciones.
Ahora los duques contratan,
como tantos empresarios,
esclavos de nuevo cuño:
son los llamados becarios,
que trabajan con muchos títulos
y no reciben salarios.
de Santiago
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La carta blanca
Me veo… como una hoja seca a merced del viento. Él se arrebuja en una silla de enea, pegado al sol del mediodía que cruza los cristales. Entro y salgo de las salas llenas de cachivaches, por donde campo a mis anchas. Me acerco vacilante con algo en la mano, y le pregunto con mi lenguaje primario: “¿Qué ez ezto, abelito?” Él me mira ausente, y hace un gesto ininteligible. Me pierdo en otra sala; revuelvo lo que me viene en gana, y se repite el periplo a la silla de enea; y la pregunta; y la respuesta. Hasta que llego con una cajita de madera. El abuelo se turba visiblemente e, intentando no mostrar sorpresa, ni demasiado interés, me dice con voz temblona: -Déjalo donde estaba. Y no lo abras nunca…
Evoco la silla vacía en aquel año, e incluso en los siguientes, cuando ya no vivíamos en la casa, que frecuentábamos de forma puntual. Alguna de esas ocasiones, ya con más aplomo y reserva, había buscado la cajita sin éxito, hasta que el tiempo diluyó aquel afán en una sensación de sueño o irrealidad.
Un día descubrí el misterio de la caja, sumando los cuchicheos de los mayores sobre ella. Deduje, entre palabras y silencios, cómo de muchachos, el abuelo y los chicos y chicas del barrio, habían ideado un juego diabólico al que le dedicaban la última noche del año. Juntos lo fueron perfeccionando, hasta compilarlo en treinta y tres cartas de baraja, en cuyas caras describían objetivos a cumplir durante el nuevo año. Sólo una, que se les pasó, estaba en blanco; y decidieron que, si alguien la recibía, pondría sus propias metas.
Crecí y vislumbré la intriga del juego. Y, cuando me ausenté a la ciudad para completar mis estudios, se vino conmigo el germen: la idea para reproducir la baraja, y jugar en las tardes de frío y tedio con mis colegas. Pero nunca lo llevé a cabo: otros cuidados llenaban nuestras horas, aunque siempre conservé mi secreto interés por la cajita.
Una Navidad en que regresé al pueblo, pregunté abiertamente por el juego de cartas. Enseguida advertí alarma e incomodidad en los rostros familiares. Ante su renuencia a hablar, una de las tías, después de cerciorarse de lo que yo sabía, me advirtió de aquella orden del abuelo: “Déjala donde está y no la abras nunca.”
Hoy, 31 de diciembre, tengo cita con la casa. Quizá la última. Entro, y un inexplicable impulso me lleva directamente a la sala donde la encontré hace tantas décadas. La he rescatado, he abierto su tapa y veo que un folio amarillento envuelve la baraja. La saco, sopeso el mazo y barajo: suena como un aleteo de palomas. Disfruto su sólida textura. Huele a pasado. Corto, y tomo una carta al azar… Está en blanco.
Con ella en la mano, despliego el papel. Y ahí están las fechas y nombres de los niños que sacaron la carta blanca, y no sobrevivieron a ese año… El del abuelo. Y el mío…
de Pedro
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