martes, 28 de enero de 2020

No pasa nada.




piedras, pedriza
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binomio fantástico:

montaña y rosa
dilema indisoluble
de Monterroso

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LO RECONOZCO

Debo reconocer que quizás no estés en el sitio justo que mereces: ese que nunca desocupo.
Debo reconocer que quizás no te necesite de esa manera tan violenta de los animales que jadean miseria, aunque yo sea uno de ellos.
Que quizá esto sea otra cosa más tranquila propia de aquellos a los que les cansa más una sonrisa que la propia vida, aunque yo sea uno de ellos.
Debo reconocer que no le pongo ni puertas ni ruidos ni alas a este amor que a veces nos espera tras la puerta y otras se lanza con violencia sobre nuestros cuerpos desnudos.
Debo reconocer que no tengo miedo: sólo heridas.

de Elvira Sastre. 
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ESTAS COSAS SIEMPRE SUCEDEN DE REPENTE

No pasa nada. Ella está
en un expreso con dirección
a Barcelona, y yo aquí,
en mi mesa de trabajo, escribiendo
estos versos. Hace apenas dos horas
que se ha ido. Mañana
charlaremos por teléfono.
Sobre la tele, su espléndida sonrisa.
No pasa nada, como digo.
Y, de repente, no sé qué hacer
con tanta soledad.

de Karmelo C. Iribarren.
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LOS CUERVOS

Sabías que los cuervos me acechaban
y por su arrogancia mi desnudez cubriste con tu /sombra,
tiempo sin luz,
solo noche y silencio donde insinuar sus alas y mis /miedos.

Sabías de las lágrimas de arena
y unos surcos hundiéndose en tus huesos y tu piel,
árbol sin cuerpo,
sólo raíces y ramas donde remar rencores y recuerdos.

Sabías que los cuervos me engañaban
y por su desprecio anulaste con tu sueño mis sentidos,
luna sin mar,
sólo vaderas y ríos donde vadear mi llanto y sus /vuelos.

Vienen los cuervos indolentes destrozando la tristeza,
y siento la negrura de su brisa
en el horizonte que ensombrece tantas dudas, /silencios…
y las palabras osadamente brotan hasta clavarse
muy despacio en mis uñas
y con ellas arranco sus alas para no soportar ya más la /sombra.

Sabías que los cuervos se marchaban
y por su camino hacia la muerte trazaste un mirador.

Ahora,
de nuevo abro los ojos;

veo el cielo.

de Mercedes Amodeo
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MADRE

Dentro de nada,
cuando me den permiso
las estúpidas fieras de mi tiempo,
cumpliré una palabra que nunca me pediste.
Te llevaré a París.
Porque tal vez, entonces,
en los Campos Elíseos
o en las aguas del Sena,
con Notre Dame al fondo o con la Torre Eiffel,
veré de nuevo el brillo
más joven de tus ojos,
la luz adolescente
que baja del tranvía
con bolsas y comercios y saludos
y poco más de veinte años.
Hoy te recuerdo así,
como los días sin colegio,
bandera hermosa de un país difícil,
lluvia delgada de los sábados.
Nunca guardaste mucho para ti.
Ni siquiera una noche,
una ciudad o un viaje.
Tu tiempo se sentaba en nuestra mesa
y había que partirlo como el pan,
entre tus hijos y tu miedo.
Seis veces el temor
a que la enfermedad, el vicio o la desgracia
se quisieran sentar en nuestra mesa.
No vayas a salir, a dónde vas ahora,
hay que tener cuidado
con los amores y las carreteras,
deja ya la política
o la gruta del lobo.
Y sin embargo
lo que no te atrevías a pedir
duerme en el corazón de cada uno.
Porque el amor se hereda
como un abrigo sin botones,
y a mí me gustaría acompañarte
por los pasillos del museo,
más obediente y repeinado,
para encontrar en la Gioconda
el sueño y la sonrisa
de un carné de familia numerosa.
Te llevaré a París
o a la ciudad que duerme
en la taza de té de tus meriendas,
con tu cristalería
de familia burguesa
y más aspiraciones que dinero,
con tus dientes manchados de carmín,
con tus estudios de Filosofía
y Letras, je m`appelle
Elisa, j`ai cherché
la lune, la mer, la vie,
la pluie, mon coeur,
y todo se interrumpe.
Sólo somos injustos de verdad
cuando sabemos que el amor
no pasará factura.
Pero el cauce sin agua
también puede llegar a desbordarse,
como los ríos de Granada,
y a tu lado me busca
esta vieja nostalgia de ser bueno,
de no ser yo,
de conocer al hijo que mereces.
Te llevaré a París. En mi recuerdo
has aprendido algo
de lo que te olvidaste en la vida:
pedir por ti, andar por tus ciudades.

de Luis García Montero
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16

Las guerras de los generales

Desde la distancia, las piedras son una muralla que se baña en el agua, se sumergen como en un espejo; en él se miran las costas y la arena escalonada en estratos por la paulatina bajada del nivel del pantano; en el borde húmedo, las pezuñas de los animales trazan rastros que bajan a beber. Arena y piedras emergen del estiaje: laberintos, callejones, sombras… El sol calcina las entrañas del pantano; entorno los ojos, e imagino pinos, enebros, alisos, matorrales… dominando la ribera del Alberche.
      “Las guerras las ganan los soldados y se las atribuyen los generales…”
      Avanzo hacia el bosque. Decido subir la ladera, y cruzo el secarral. Camino hacia La Gallina. Un hombre merodea por la arena. Creo que me ha visto. Voy hacia él. Está lejos; camina hacia mí. En un momento dado, da media vuelta y regresa sobre sus pasos. Le sigo sin intención de contactarle: desaparece por el arroyo, que no pienso tomar. Nuestros caminos divergen: yo sigo ladera arriba, y nos distanciamos. La subida es dura, vertical, y las cimas se multiplican en el cerro. Busco huellas entre la vegetación. Las rocas forman cuevas. Desisto. Vuelvo sobre mis pasos. Ensayo otro… El rastro es reciente. Las huellas desplazan tierra y se hunden, debe ser un animal grande. Las zarzas defienden cada tramo con furia de batalla. Echo de menos un machete, o… la podadera. Hay excrementos frescos, calientes. Está cerca. Me veo forzado a dar un rodeo, no hay salida. Retrocedo. Asciendo por otro rastro. Sé que hay un “bajadero de troncos”, que no quiero tomar. “…inminentes movimientos de tropas francesas alertaron al Mando...” Me desvía el sendero: baja, y no me interesa. Busco otro que ascienda. Lo sigo, y parece que no tiene salida. Hay que salvar una losa. Los ciervos la saltan, y se pierde el rastro. Salto, y más allá lo retomo. Hay otra cueva. Arena removida en ella me dice que la frecuentan. Si hay entrada, hay salida. Pero no la veo. Avanzo despacio. “…en 1809, todo el territorio era campo de batalla…”    Temo encontrar alguna sima. Saco fotos. Me aupo a una roca oblonga, y la encuentro. Saltan para entrar y salir. La salida se complica: un bosque de retamas cubre lo que dejan libre las piedras, que sobresalen a lo alto. Apartarlas no lo soluciona. Tengo que reptar. “…el paso del Tajo en Albalat, con un ojo del puente roto para dificultar el movimiento de tropas francesas, había sido restablecido con un puente de barcas, y defendido por el Fuerte Ragusa…” Unos pasos, y se aclara un poco. Me muevo como en un tablero de damas, haciendo quiebros, en zigzag, atento a la casilla ventajosa. Se ve fácil, pero las plantas son muy rígidas. Por fin dejo atrás las retamas, y me veo en un cuadrito limpio, acotado por zarzas. Vuelta a empezar. “…en el Mando Aliado, deciden romper el paso del Tajo, eliminar el Fuerte de Ragusa, destruir el Fuerte Napoleón de forma inmediata…” Estudio alternativas, y me inclino por unas piedras que parecen puertas. Para alcanzarlas debo salvar las zarzas. “…el general dispuso la estrategia: atacar la torre de Miravete, el Fuerte Napoleón, y destruir el puente flotante...” Las ataco, y las alcanzo. A la izquierda y al frente, las zarzas tienden una tela de araña perfecta. Me veo prendido en medio del monte. A la derecha hay un resquicio, en el que yace un largo tentáculo de zarza. Se complica porque está sobre un tronco seco, podrido, y ocupa la canal: una hendedura entre dos piedras oblongas. Me decido por ellas. El tronco se deshace bajo mi peso; la zarza muerde la bota y los pies se retuercen entre las piedras. Salgo airoso. Hasta la tercera zancada. Las huellas hacen que me plantee qué hacer frente a las zarzas que cierran el corralito de rocas. Los animales salen, ¿no voy a poder yo? Aparto lo que se deja apartar, las junto con el palo en un racimo y se prenden entre ellas. Y me tiro al suelo, salvando los dos metros de la forma más incómoda que pueda imaginarse. “…y envió dos Brigadas de Fusileros hacia Mitavete y el Fuerte de Napoleón, y la Brigada de Cazadores para hundir las barcas. La Bigada de Cazadores debía cruzar el monte por el Puerto de la Cueva durante la noche para caer sobre el puente de barcas y el Fuerte Ragusa al amanecer. Había luna nueva. Cada dos soldados portaban una escalera para el asalto. El monte era muy escabroso, y no se veía nada. Llegaron al río dispersos, cansados, llenos de arañados y con la ropa desgarrada: no había agrupados más de los dos que portaban escaleras. El general reagrupó la Brigada, y ordenó actuar de inmediato: destruyeron el puente, atacaron el Fuerte Ragusa y el Fuerte Napoleón, y pusieron en fuga a sus guarniciones, haciendo numerosos prisioneros con muy pocas bajas. Fue la gesta más audaz de la guerra de la Independencia...”
      Desde ahí el camino está expedito. Una vez recobrada la vertical, sigo adelante ufano y satisfecho, por la Senda del Búho, preguntándome si esa hazaña relatada por mi Amigo Fiel es un reconocimiento a mis trabajos por el monte, o un sarcasmo…
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