martes, 18 de diciembre de 2007

Teniendo en cuenta la tremenda bronca de ayer por no colgar textos en el blog, ahí va otro, esta vez en prosa, sobre el proceso creador.




La muerte lenta
Fernando Lorente


La verdad es que la escultura es lo más parecido que conozco a una muerte lenta. Lentamente la piedra, sobre todo la piedra, entrega con un dolor morosamente destilado el secreto que guarda con celo. Parsimoniosamente el escultor lucha hendiendo con amorosa furia, con detallada conmiseración esa piedra que pugna, pasiva pero tozuda, por mantener su integridad... Yo lo veo en la dureza de las esquirlas que arranca cada golpe de cincel, de martillo, y lo siento en cada latido de mi corazón que, como un sofisticado dispositivo de escudriñamiento, pulsa, palpa, sondea con el eco de su torrente rojo, como un mensajero de mis inquietudes, como un heraldo de mi propia búsqueda.

Muchas veces me vence la piedra. Por más que penetro en ella, por más que conquisto golpe a golpe cada uno de sus baluartes, no alcanzo a contemplar otra cosa que un atisbo de la posibilidad que yo mismo he desmenuzado y destruido. Ya no hay vuelta atrás... Un escritor puede empezar de nuevo, un pintor también: la belleza, el horror o lo que quiera que persigan está dentro de ellos mismos, viven y duermen con el motivo de su devoción. Todos los folios en blanco son iguales, como lo son también todos los lienzos vírgenes.

Un escultor de piedras es distinto. Un escultor como yo, por lo menos. Cuando veo una piedra se desencadena de forma automática mi proceso "creador", entre comillas. Digo "entre comillas" porque opino que nadie crea, simplemente se limita a recibir multitud de mensajes más o menos explícitos a través de todo lo que le rodea, de todo lo que ve, oye, huele, toca... y de relacionarlos en un posterior proceso de análisis e interpretación. Yo, como escultor de piedras que soy, estoy más a merced de mi material de trabajo. No llevo conmigo más que un equipaje de sensaciones y experiencias, de conocimientos e ignorancias a medio hacer, que no adquieren cuerpo ni se manifiestan en toda su plenitud hasta que se ven enfrentados a la piedra. Es en esos precisos instantes cuando recibo la primera respuesta a mi primera pregunta, una de las muchas que enunciaré a partir de ella. Se basa en las impresiones iniciales que me produce la piedra... Puedo contar con los dedos de una mano las veces que una piedra me ha ofrecido la visión prácticamente final de la labor que debía realizar. En cada una de ellas me dije algo como: "Esto es lo que hay dentro de la piedra y es lo que debo de conseguir". En esos casos el trabajo fue rápido y fácil. La piedra era mera portadora de su contenido y tenía prisa por dejarse sacrificar para mostrármelo cuanto antes. Parecía que sintonizaba a la perfección con mis movimientos y estoy por afirmar, incluso, que más de una vez me murmuró dónde y cómo cincelar y qué zonas no debía de agredir... En contadas ocasiones, sin embargo, la piedra está definitivamente muerta, me doy cuenta de que en realidad siempre lo ha estado, que no esconde nada en su interior, y ella misma se encarga de decírmelo de forma inequívoca, como si fuera acompañada de un certificado de defunción o de un manual de instrucciones de perogrullo para la confección de un pedrusco con otro exactamente igual de inútil... Pero en la inmensa mayoría de las veces ocurre que, cuando me enfrento a una piedra por primera vez, recibo como respuesta a mi primera pregunta un enigma que he de desentrañar, un texto fragmentario que he de completar, una insinuación de lo que debo de lograr, un fogonazo que me permite vislumbrar durante unas milésimas de segundo la estatua que anida en su interior y de la que sólo acierto a percibir una silueta tan difusa como sugerente. Es entonces cuando comienzo a sufrir con cada pregunta que va cristalizando en mi boca, y he de expresarla con sumo cuidado para que sus aristas no me hieran y para que la roca me devuelva una respuesta simple e inequívoca: "¿Cómo he de mirarte?" ... "¿Cuál es la posición en la que he de desentrañar tu secreto?". Por regla general es a partir de este interrogante cuando la piedra se crece, se hace díscola y juguetona, y las vetas que me permite contemplar van escribiendo un acertijo que unas veces es charada y otras simple chascarrillo hasta que, en un momento mágico -si estoy inspirado y tengo la suerte de percibirlo-, la piedra por fin se doblega y confiesa una por una las maniobras de despiste que ha ejecutado para mantener a su prisionero en el más abstruso anonimato. Si el azar me sigue favoreciendo la piedra consiente dócilmente y rinde su mineral a un vertiginoso desbastado, casi tan sencillo como desmoldar una pieza previamente vaciada en su interior. Si, por contra, la piedra se encastilla en una defensa numantina y se niega a capitular, su obstinación me obliga a desistir, a veces definitivamente, y el bloque más o menos intacto, termina por engrosar mi museo de piezas fallidas, mi cementerio de obras malogradas... Por último, una o dos veces en toda mi vida me he encontrado con la piedra que ya es la obra de arte que yo jamás podré realizar. No hay lugar para maniobra alguna, salvo la de favorecer su exposición buscando la postura más adecuada, la separación más sugestiva de sus partes con el fin de realzar la expresividad de su contenido. Esta piedra es la más difícil de valorar... En el diálogo que entablo apenas caben las preguntas, porque se me muestra como una respuesta en sí misma, como un manifiesto a voces de su potencia expresiva que destierra lisa y llanamente el menor roce del cincel.

En realidad yo no soy un "creador". Todas las esculturas que he realizado ya estaban allí, aunque sólo las viera yo. Mi único mérito ha sido estar ojo avizor y hacer lo necesario para que los demás pudieran admirar lo que yo contemplaba. Mi trabajo con las piedras ha consistido en intentar desvelar el secreto que guardan. El gran público sabe de mis éxitos, pero desconoce los muchos fracasos que cargo a mis espaldas. Esperan que esculpa la piedra que me encargan, que satisfaga los deseos de los que pueden pagarme... Pero no siempre es posible. No se puede encargar lo que no se sabe que existe. Por eso lo primero es observar, abandonarse ante la roca con la esperanza de recibir la iluminación, de caer del caballo camino de Damasco. Una vez que acontece de forma inequívoca, sé que puedo tallar la peña a oscuras y con una mano atada a la espalda. Es cuestión de certeza, pero también de conciencia recta, y recta ante todo ante mí mismo. Si me engaño, si me miento diciendo que lo que veo no es verdad y busco otra cosa, o si me traiciono y veo lo que no es sabiendo que no lo es, ocurre que las piedras se desmoronan entre mis manos. Y yo también…

La piedra no hablaba y debí dejarla como estaba. Pero me equivoqué. Después del primer golpe supe con absoluta certeza que lo que se me ofrecía era lo mejor que contenía. Y me volvía a equivocar porque tuve miedo. Mi error fue creer que esculpiendo me acercaba a lo que me pedían. Pero sólo es cierta la piedra y sólo importa lo que me diga. Insistí, pero ya no había nada. Estaba vacía de forma irreversible. Y yo era el culpable.

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