martes, 19 de noviembre de 2019

Almanzor




 Almanzor
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en el estío
cimbreará tu cuerpo
al mismo son
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CORRE LA VOZ

Corre la voz,
que hay bandadas de pájaros subiendo desde el Sur,
nubes nuevas cargadas de agua
y dispuestas a devolverte el color de la piel,
tréboles que se multiplicarán en los caminos
para que los sujeten tus ojos,
libélulas como cítaras
sobrevolando bajo los pantanos,
oleadas de insectos polinizando todo…
¡Corre la voz!,
que no pasa otra cosa que la vida
y es preciso que todos los sentidos sean alerta,
que los hombres no importan,
ni sus cosas,
ante el vuelo mimoso del cernícalo…
¡Corre la voz!,
que todo se convoca para serte,
para hacerte -no mejor ni peor-,
para hacerte…
que el cielo se constela y atardece,
que hay brisa para todos…
y oxígeno,
y colores…
¡Corre la voz!,
aprende lo que importa
y olvida sin recelo cada papel firmado,
deshazte de las cosas
y olvida ya sus usos,
sus costumbres,
su cadena de anáforas absurdas…
y no compitas más,
que no es preciso…
Corre la voz
y extásiate ante el ciclo del que eres solo parte,
deja que sea tu instinto el que decida…
y no esa obligación irrelevante del ‘debe ser así’
que abunda en los papeles de los hombres.
Corre la voz
y espera a que suceda lo que ha de suceder…
porque sin que lo quieras
vas a lo inexorable.

Luis Felipe Comendador
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EL CUERVO 

Se acercó hasta la curva de mis ojos.

Sus alas envolvían un espacio sin luz,
sin aire,
solo espacio.

La distancia nos fue petrificando
para atarnos al tronco que sostiene la vida con un dedo.

Me arrastré hasta romperme
y volví a defender mi lado de la cama.

Hubo rostros dispuestos a remar,
a ser luz,
a sonar como el aire que faltaba. 

Marcharás
justo cuando la curva de mis ojos
se convierta en la línea que marca los caminos.

Cristina Doal
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6

La caverna de las palabras

En la ladera Norte del Cerro Agudo, entre el Arroyo del Toro y la Senda de las Víboras, la ruta se ha vuelto inaccesible: roquedales de granito me rodean. A la derecha, una canal se abre a las alturas, angosta, breve, dura. La descarto. Impide mi avance una lancha con musgo, hojas secas, y en rampa casi vertical. Rocas escalonadas con agujas de pino cubren el flanco izquierdo. Una breve terraza acoge a un enebro crecido entre las piedras como superviviente de un comando. También entre las rocas, un tocón chamuscado acusa al rayo. Y a mi espalda, el vacío. O, mejor dicho, la ladera de la que solo veo un verde mar de copas de los pinos, y grandes rocas-islas grises en un piélago en cuyas simas yace la ruta desbrozada. El arroyo del Toro fluye al fondo: lo vadeé al subir. Sólo enfrente, a lo lejos, en la ladera opuesta, entreveo la senda forestal; la Fuente de Esmeralda; la pradera…
      Hay una cueva. Me asomo. El Intersticio dormita la penumbra con ojos de caballo. La Tripofobia pide al Chambra una chupada, y Pelerina pone un peta entre sus labios; aspira ella, la lumbre abrasa los rincones, y el Faltriquera se lo quita porque, dice, le va a fundir el may. El Ataharre luce huecos de dientes en una risa floja, y el Pollababa farfulla con el Chupaingle, que mira cómo la Tronchapeines lía mierda; la Maripepa prende el porro, absorbe una calada, y se lo pasa a la Meapilas “pa que rule”. Busco a mi Amigo Fiel: es otra de sus burlas, quizá un zasca, porque la cueva está vacía, aunque apesta... ¿será la Chupahícarra? Doy un paso; resbalo en la hojarasca: sugiere tregua el vértigo. Tomo un sorbo de agua y un bocado mientras medito el modo de seguir. Me digo, o le interrogo, por ese hedor inmundo, y no responde. El hedor de la cueva, tenaz reminiscencia imperceptible, espero que despierte la respuesta, que se presenta al fin de forma rara: “…De aquella prisión los trasladaron a los insalubres barracones militares del “Regimiento Argel”, ocupados por soldados y oficiales contrarios al golpe. Allí se enteraron de las dificultades de la “Dirección de Prisiones” para administrar la saturación de la Cárcel Provincial, en la calle Nidos, y de las de los pueblos principales: habían requisado plazas de toros, palacios, edificios singulares, fincas y cortijos… Incluso habilitaron la nueva cárcel provincial, aún en obras.” Observo la caverna. Le hago fotos. Hay arena revuelta, certeza de su uso por los corzos, o ciervos, en sus ocios. Busco huellas: si entran, salen. Un sendero se insinúa en el entorno; baja. Lo sigo un par de pasos: bordea un roquedal oblongo, a la izquierda. No me interesa. Regreso; limpio de agujas, escalo la roca con el palo colgando en la muñeca, tanteando asideros. “El “Gobernador Militar” instaba a la “Junta Técnica” para que dispusiera el traslado de presos a otras provincias en las que la insurrección hubiera triunfado, pero lo denegaban por el colapso de sus propias cárceles.” Una piedra caballera forma un saledizo por donde, quizá, quepa. Aupado al lecho, repto bajo el dosel; el hueco me trae el hedor de la cueva: ¿a qué olía…? “Temían y ansiaban las visitas familiares de los jueves, con ropa y con comida. Adentro persistía la penuria, crueldad sobre los presos, enfermos, hambrientos…; y los chivatos.” Salgo, me incorporo, y cambia mi perspectiva. Me admira ver la enorme piedra de la gruta: desde arriba parece un gigantesco murciélago gris con las alas extendidas. Rastros a la izquierda se diluyen en un suave descenso: para el ascenso saltan más abajo; no quiero dar rodeos. “Supo de trámites que la familia promovía al amparo de una iniciativa municipal: para aliviar de reclusos los puntos a los que no dejaban de afluir más y más cautivos, los alcaldes solicitaron del Gobierno Militar que liberara a los de situaciones familiares penosas; a los que sus cargos no fueran graves; a aquellos que pudieran serles útiles…; y el Gobernador la aceptó.” La canal se ve distinta: examino su entorno. Camino hacia ella sin propósito concreto, y al aproximarme distingo una salida lateral, a la derecha. Exploro para ver a dónde lleva. Constato que se trata de la rampa casi vertical que tuve enfrente: se pliega en quebraduras ascendentes hasta el embudo, acabado en una claraboya azul. Una mella lateral permite el paso: salgo a una cornisa con pinos, pastos, jaras… Un camino estrecho, entre pedruscos y vestigios del paso de animales, trepa sobre las rocas hasta quedar encima de la “rampa casi vertical”, y encara una pradera regular, ligeramente inclinada. El rastro de los ciervos me dirige, cruzando la pradera, hacia la fronda infranqueable de las zarzas…
     
      El tramo recorrido es una trampa:
      ¿Cómo apagar el fuego de los rayos?
      ¿Y salvarte si caes entre las rocas?
      ¿Y de la nula cobertura…?
     
      Alejo los augurios,
      y enfilo la ventana que brinda el horizonte,
      camino de la Senda de las Víboras…
     
      Y en la calma que llena los pulmones
      con el mix de perfumes de los cerros,
      adivino el hedor de aquella cueva:
      era de Aporofobia.
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48. ALMANZOR

Subimos la montaña, y Gredos a lo lejos
como cuando sentíamos en la distancia el peso
de su presencia magna desde horizontes viejos.

Gredos era una línea, un parque, y un sendero
de rocas encastradas, de gargantas naciendo,
de pozas enlazadas, de calmas y de riesgos…

Canales pedregosos, crestas y monumentos
labrados por el agua, por el frío y el viento,
como si catedrales posaran en consejo.

Y allá vamos, andando por el camino recio:

Paquita en retaguardia, su caminar sereno;
y Blas a la cabeza, motor en el sendero;
Pedro replica y sigue aquí y allá, subiendo,
eterno vigilante vivaz, juicioso, experto…;
atento a Maricarmen, Fabián siempre va atento,
el paso decidido y el corazón contento,
mientras Inés avanza con un paso certero
leyendo nobles hitos que algunos escribieron.

Todos abren camino y ocupan cada hueco
que va dejando el otro sobre pedruscos fieros,
granitos desiguales y tan iguales ellos,
que son como una nava de frutos indigestos.

Una Laguna Grande nos dice con recelo:
a dónde vais, pardillos; nosotros, sonriendo,
miramos a Almanzor desafiando al miedo,
y el agua nos abraza con calma y con respeto.

Las piedras se agudizan a nuestro paso lento,
y son eternidades cada fracción de tiempo
cuando la vista al frente dice que aún está lejos
la meta: el Almanzor, de niebla recubierto
con un halo de seda y un chal azul de sueños
inalcanzables, duros, tan verticales ellos
que sólo pueden ser nuestros.

Tenemos la Portilla a un salto de deseo,
tal vez por la ignorancia de quien escribe esto,
que tira hacia delante, el gesto descompuesto:

ha encogido los palos, y, con las uñas presto,
se mezcla con las piedras con mimo y desespero:
el suelo a nuestra altura, las manos en el suelo.

De vez en cuando gira la vista en derrotero
del horizonte amplio que da la altura al cuerpo,
y admira los detalles que desde el firmamento
se aprecian diferentes y dan sentido a esto.

Aún hay un más arriba de aquel pórtico nuestro
que llaman La Portilla del Crampón, y está lejos…

Todo sobra a las manos desnudas, y los dedos
adquieren la soltura de garfios: recovecos
invisibles al ojo, al tacto son de cielo:
rastrean las fisuras, apoyo son del cuerpo,
palpan donde zafarse del señuelo
del paso facilón que rompería el sueño,
y poco a poco sube con los sabios consejos,
(los dedos son los ojos, no mires hacia el suelo,)
de Paquita, de Blas, de Inés…, y los de Pedro.

Arriba, en lo más alto, solo a un paso del cielo,
ya nada y todo importa, ya nadie está en lo cierto.

Hay un algo que dice que todo es nuevo y viejo,
las rocas imposibles de sujetarse; el viento
que trae aromas vivos; risas; temores; miedos
absurdos donde nadie debería tenerlos,
porque estamos arriba: ¡cima de nuestros sueños!
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