martes, 12 de noviembre de 2019

EL ABUELO




Alto Manzanares


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canta la fuente
risa perlas arroja
a la alborada
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SONETO DESNUDO PARA ELLA

porque me vienen grandes los zapatos
porque me agreden las mañanas frías
porque me gusta desnudarla a ratos
y verla cómo duerme algunos días

porque quiere cambiarme los retratos
poner en orden las estanterías
y ocultar sin tardanza algunos datos
que endulzan poco nuestras biografías

porque no sirve ya la lavadora
porque hay tantos sombreros como abrigos
porque en áfrica aún quedan elefantes

porque me besa cuando da la aurora
y me cuelga si quedo con amigos
porque existe un después después del antes

jesús urceloy
julio de 2009
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FIESTA DEL CUERPO DE DIOS: BIO LÓGICA

Celebrar un cuerpo sin cuerpo es ciertamente pecado.

Pido un día para el cuerpo del delito,
el cuerpo presente,
los cuerpos celestes,
el cuerpo Danone:

cuerpo perfecto para la mirada,
carne material, contornos divinos.

Sigo comiendo el yogurt.
Bío, porque creo en la lógica de la televisión.
Trozos de fresa gotean por mis dedos.

Te veo en la mesa, en frente,
y quiero ser el cuerpo del delito.

En cada cucharada,
tu cuerpo presente, deliciosamente bio.

Y cuando me tocas,
siento las leyes que rigen
los cuerpos celestes:

la rotación de la fresa
que me robaste de la boca.

Danone: todos los cuerpos en un solo cuerpo sin pecado.

Manuela Sola de Castro
de Lugar de paso
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EL TRANVÍA PERDIDO   

Caminando por una calle extraña
de pronto oí graznidos,
los sones de un laúd, lejanos truenos:
un tranvía volaba ante mis ojos.

Cómo llegué a montarme en el estribo
sigue siendo un misterio; dejaba
en el aire una cola de fuego
que era visible hasta a la luz del día.

Iba avanzando, tormenta alada oscura,
perdido en el abismo de los tiempos…
«¡Pare usted, conductor,
Pare usted ahora mismo!»

Es tarde ya. Pasamos junto a un muro,
corrimos por un bosque de palmeras
y cruzamos tres puentes, por encima
del Neva, el Nilo, el Sena, con estruendo.

Y apareció un instante en la ventana,
con la mirada nos siguió, curioso,
un viejo pordiosero; el mismo, por supuesto,
que falleció en Beirut un año atrás.

¿Dónde me encuentro ahora? Lánguido y alarmado,
el corazón responde en su latido:
«¿Ves aquella estación donde se compra
un billete a la India de las almas?»

Un letrero… Las letras
inyectadas de sangre dicen «Verdulería».
sé que aquí en lugar de coles
en lugar de nabos, venden cabezas muertas.

Y la cabeza me cortó el verdugo
de la camisa roja, la cara de ubre,
junto a otras, estaba amontonada,
en un cajón resbaladizo, al fondo.

Y ya en el callejón: la valla de madera,
el césped gris, la casa, tres ventanas…
«¡Pare usted, conductor,
pare usted ahora mismo!»

Máshenka, aquí, tú viviste y cantaste,
tú me hiciste, a tu novio, un tapiz.
¿Dónde estará tu voz, dónde estará tu cuerpo?
¿Será posible acaso que hayas muerto?

Cómo te lamentabas en tu cuarto,
mientras yo, con la coleta empolvada,
a presentarme a la zarina iba
y ya no te vería nunca más.

Ahora lo comprendo: nuestra libertad
es tan sólo la luz que de allí brota;
gentes y sombras siguen esperando
a la entrada del zoo de los planetas.

De pronto un viento dulce y familiar:
se lanzan sobre mí detrás del puente
la mano del jinete con un guante de hierro,
las patas del caballo encabritado.

Clavado está Isaac en las alturas,
firmeza fiel de la ortodoxia;
allí por la salud de mi Máshenka
celebraré una misa y un funeral por mí.

Y sin embargo el corazón sombrío
ya para siempre está y cuesta respirar,
duele vivir… Máshenka: No había pensado nunca
que se podía amar y sufrir tanto.

Nikolái Gumiliov (Rusia, 1886-1921)
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5

EL ABUELO

La calma es absoluta. Chirrían las bisagras cuando empujo la puerta chica, salgo, y la cierro con un golpe seco. Las agujas del pino en las rocas suponen un peligro. Lo de los viajes es pasajero. Lo corriente no solo pasa por los cables... Nada; que no aparece. Es como si me evitara… El sol ha salido; sube por Lanchaquebrada, al Este, rompiendo la sombra del Valle en las alturas del Poniente. En la ruta encuentro vacas y becerros; la fragancia del torvisco y del pasto seco, segado por las reses, fascina mis sentidos; rodeo el pino, lo salvo por abajo: cayó sobre la senda, y ahí sigue, condicionando el paso de gente y animales. El sol me alcanza en el atajo de las piedras: me sobra ropa. Desvío mis pasos hacia el pantano, que a lo lejos parece un cuerpo yacente bordeado de cantizales desnudos. Cambio el rumbo hacia el interior sin alejarme del agua: voy hacia la Playa Libre. Cruzo el cauce seco de un manantial, cuyo lecho hozaron  los jabalíes. Avisto el paisaje de la Playa Libre, lunar, marciano: rocas emergen de la arena, del agua, como cetáceos varados o restos de naufragio: el estío deja numerosas dunas a la vista… El espejo del lago replica los bordes costeros, y en el centro una cinta de plata marca el surco del río. Lo hecho de menos. Avanzo por la arena hacia La Gallina, y tropiezo con el otro manantial: aflora a unos cinco metros de la ribera, y su regato verdea los aledaños. Nace de una roca, y está chapoteado de barro y pezuñas. Me desprendo del zurrón y del palo, y acoto con piedras herrumbrosas un semicírculo, obstruyo el canalillo y, poco a poco, se embalsa. Queda un collar muy chulo. Sobre las piedras derramo arena y limo del cauce, lo deposito sobre el collar y se forma un charquito turbio, sucio, fangoso; el tiempo lo decantará. Lo miro en perspectiva mientras me alejo. Quizá mañana beba… Me acerco a la ribera: un chapuzón en cueros, y sigo caminando. A la izquierda leo en una roca: “Playa Libre”. En el desagüe del seco Marjaliza se eleva La Gallina, desnuda: con el embalse a tope solo asoma su cabeza. Enfrente, la Cueva de las Luces: la vegetación oculta su acceso, y lumbreras naturales iluminan su interior. Paso de ella, y de la senda del arroyo; avanzo entre peñascos, huecos y cubículos con trazas recientes de animales, y sigo sus rastros ladera arriba. La espesura encubre huellas insinuadas por un zigzag entre rocas, jaras, retamas, pinos…; taimadas zarzas traban y atrapan en el silencio del monte.
     Ensimismado en la subida, olvido la obsesión por mi Amigo Fiel; no obstante, una evocación intangible nace de la última imagen, y atiendo: “…la nieta apenas era un gorgojo; la visita tocaba a su fin; sin embargo, una palabra llevó a otra, y el tiempo se detuvo. Rompió el silencio, y nos quedamos a escucharlo:
     -Diez y nueve tenía en el 36; era aprendiz en la factoría; salí de la oficina, y caminaba por la calle hacia mi casa; había quedado con los mozos para dar barzones por la plaza; soñaba con verla de nuevo... El ambiente estaba revuelto y las noticias llegaban difusas; apenas había reacción: no se le daba mucha importancia. Una racha de viento hizo revolotear polvo, hojas secas, papeles… y cogí uno de ellos. Coincidió con el paso de un grupo de camisas azules. Me abordaron a empellones. El papel, dijeron, es una octavilla subversiva. Me empujaron a un prado en las afueras, donde había personas de todas las edades; nos cargaron en las cajas de camiones, y nos llevaron a Cáceres. Como animales. Allí encontré a mi padre, y a gente de otros pueblos; nos encerraron en un edificio habilitado para prisión. Los días pasaban, y seguíamos, mi padre, yo, la multitud, en aquel recinto en condiciones inhumanas. Hacinados, hambrientos, sucios. No lo entendía. Había trasiego de presos, unos salían y otros ocupaban su lugar. Sin comida, sin aseos, sin camas… La familia, avisada, traía pan, alimentos, bajo una supervisión soez, prepotente, brutal; el miedo paralizaba cualquier posibilidad de gestión, de organización interna. Éramos prudentes: cualquier palabra podría comprometer nuestra vida. Hablaban de sacas; no sabía a qué se referían, aunque los rumores no tranquilizaban...”
     Hago cima, y salen de estampida. Llego a una minúscula pradera de las muchas que salpican el monte, en la que las vacas aún no han entrado, pues la hierba está alta. Pinos y enebros la aroman y sombrean. Ocultan su acceso rocas, espinos, zarzales, retamas… Cuando irrumpo de la nada, un corzo hembra y su cría trotan sobresaltados. Se detienen en el borde más alejado, entre gamones; vuelven la cabeza, y me miran. Ella lanza un ladrido. Parece decirme: “Qué susto me has dado…” “Lo siento,” le respondo: “No era mi intención…” Reprimo sacar la cámara. Inmóvil en la linde, observo a la pareja, estática. El corzo hembra emite un nuevo ladrido, presumo que de enfado; luego inicia su marcha mascullando por la profanación de su locus amoenus, y se pierde con su cría entre la fronda. Yo me encojo de hombros. Y seguimos trotando por el monte…
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