martes, 11 de febrero de 2020

DESPERTAR EN EL PARAÍSO

  

Arte del agua

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se comunican
ojos y la pantalla
sobre la mesa
  
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DESPERTAR EN EL PARAÍSO...

Despertar en el paraíso
pero sin Adán
sola yo
reina
única dueña de mi ser
como debería ser
para soñar
y crearme
una imagen diferente
de mi serpiente.

de Margarita Azurdia 
(Guatemala, 1931-1998)
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ESCUCHA

Escucha
el ritmo de las hojas,
escucha la cadencia de sus pasos
y no te aflijas:
el eco continúa,
la lluvia se adormece, pero
escucha su agonía
                                 y rema.
Rema y siente la música en el viento.
La lluvia fluye hacia el olvido
y cruje, y salta, y vuela,
y cae en danza de muerte.

Escucha:
el otoño se desvanece.

de Mercedes Amodeo
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MÁSTER EN TERNURA

Camino debajo de un paraguas, rompiendo los charcos de la acera. Alzo la mirada y observo cómo un pájaro blanco cruza deprisa las nubes. Sale humo de las chimeneas, y los árboles de hoja perenne alivian el paisaje en contra del frío, en lucha con la nieve, a pesar de la oscuridad de quien los mira.
Aún no encendieron las farolas de la calle, y van arrastrándose las sombras…

En los días de Acuario dejaron un regalo al lado de mi puerta.

Me lo prestaban solo cuatro días, para que me enseñase a mirar desde dos lagos el otro lado de la luna, y a cómo dar marcha atrás a los relojes.

¿Por qué se carcajea si tropieza en la alfombra, o si se le cae la fruta, o una palabra…?

¿Cómo puede reírse así, con la boca abierta, sin pudor, y sentarse en el suelo de golpe, cuando las fuerzas se le agotan de tanta risa?

Toma magnitud de conquista épica, el colocar un pie delante de otro para avanzar hasta mis brazos.

En estos días de Acuario no he conseguido aprender ese lenguaje extraño, donde las letras van en tobogán, todas revueltas.

…Caen alfileres desde el cielo. Me protejo con libélulas de cera en un atrapasueños del que cuelga una hoja y un corazón de metal. Rodaron tan deprisa las horas…, y de pronto ya estoy en este lunes.

Pero tengo un nuevo Máster en ternura.

de Lola Mendoza
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LISBOA ANTIGUA

Miro girar los tranvías
sobre la curva amplia
de la calle
esmaltada de luz y ropa blanca.
Algo gira en el alma al mismo tiempo:
un puñal amarillo de tristeza.
Y sube a la garganta y a los ojos
esa lenta nostalgia de haber sido
y no volver a ser,
que no es la muerte
sino algo más o menos parecido.
Todo es tan claro ahora,
mientras gira el tranvía junto a los azulejos
y la vieja fachada del café,
como el reflejo
de ese heterónimo viejo
que ves y ya no ves.

de José María Jurado
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18

El ramo de flores

“El agua tiene manos de ebanista,” me sorprende mi Amigo Fiel: “La fuerza que arroja ramas y troncos desde lo alto del monte,” dice, “y los arrastra ladera abajo golpeando rocas, hasta lanzarlos al cauce de los arroyos, es el agua. En los arroyos los zarandea, los macera y los desbasta contra las rocas y cantos rodados, los desmembra y erosiona y desmenuza hasta lanzarlos descarnados al cristal del pantano. El pantano sigue la labor: los empuja a la orilla, los balancea al compás del oleaje, de la corriente, de las tormentas, hasta depositarlos en las pequeñas calas donde quedan varados por la merma del estío. El sol los deseca, los endurece y los expone sobre la arena. Las múltiples manipulaciones hídricas ofrecen una variedad increíble de obras cuya manufactura azarosa podría parecer intencionada, pero, en cualquier caso, son arte, modeladas por las manos del agua y del sol. Obras que alcanzan la excelencia cuando ojos sensibles quedan presos de ellas.”
      Tal vez por su insinuación dirijo mis pasos hacia el lejano borde del pantano, que ya casi no es: el dramático nivel hídrico lo hace pasar más por el Alberche que fue, que por pantano. No hay pájaros Encuentro cachivaches, plásticos, basura arrojada al lago, semienterrada en la arena o encastrada entre rocas emergentes, y, ciertamente, ramas y maderas lamidas, pulidas, casi mimadas por la erosión, sobre las dunas. Alguna posee cierto atractivo; otras son inclasificables. Indolente, paseo entristecido por el lúgubre paisaje, y me sorprendo dentro de lo que, supongo, es El Burguillo, surgido del estío: caserones dispersos identificados por muros aún no desmoronados del todo; montones de piedra de los que sí lo están, forman una unidad reconocible de lo que habría sido la pequeña aldea que engulló la presa: lindes tortuosas de caminos clavados en el limo; calles anegadas de lodo seco sobre piedras; paredes a medio demoler, cimientos de edificaciones, salas, cuadras; cascotes esparcidos por el tiempo… y el Puente: enfangado en limo reseco, su estructura resiste; el río pasa bajo él como en sus mejores tiempos. Me alejo del pueblo, el firme no es seguro. Tocones de aliso cortados a filo de hacha ribetean un camino. Distingo arenosos campos de labranza, corrales para los animales, muros de separación y otros vestigios de demarcaciones reconocibles; el paraje resulta extraño. Me aflige ese punto de desastre que adquiere la ruina. Tengo la sensación de estar profanando un lugar sagrado. El camino de tocones lleva a una parcela llana, un poco elevada con relación a la aldea, alejada de ella tal vez en prevención de crecidas. Un muro insinuado lo rodea. Su área rectangular resulta pequeña: con un poco de imaginación, y los indicios, recreo un escenario virtual, la relaciono con la aldea, y concluyo que bien podría tratarse del Cementerio. Me planto en el centro, y ubico calles, tumbas; el posible portón de entrada…; hay leves hondonadas, y en promontorios sitúo rastros de túmulos importantes. La idea es absurda, porque podría tratarse de un palacio, una casa solariega, una cuadra, una escuela… Fuera lo que fuese, emplazo las tumbas, e imagino la exhumación de restos ante la inminencia de la inundación; el lánguido colapso de las instalaciones; el fantasmagórico sueño de las piedras bajo el agua...  Con esa inquietante sensación de abandono, mi pie se traba en la arena. Doy un respingo. Hay un hoyo. Algo atrapa la bota. Pienso en  los tesoros que busco, me
Agacho, remuevo el suelo. Una curiosa piedra veteada de óxido, plana y regular, de algo más que un palmo, es la causa del tropiezo. No tengo manos, la cambio en el lugar por las manufacturas del agua que había ido adquiriendo. Limpio de polvo mi tesoro. Pequeñas láminas se desprenden. La golpeo con suavidad contra en canto de mi mano, y se me deshace entre los dedos. Un polvillo metálico cubre de estrellitas su salto hasta la duna. Deja al descubierto lo que aparenta ser un sobre rígido. Quizá de plata, o de otro metal similar. Deduzco que esa tricilla terrosa, esas lajas, eran también de naturaleza especial para protegerlo, y confirmo que cumplió su propósito. El sobre tiene manchas de óxido; considero que, después de más de cien años, es un milagro. Solo queda abrirlo, si se deja. Fuerzo la lámina de plata, o de lo que sea, y se descompone en una especie de tela de araña imposible de manipular. Queda suelto un pliego endurecido, diría que encerado, y dentro otro, doblado en cuatro. Intento desdoblar este último, y temo destruirlo: es quebradizo. Consigo extenderlo. Con sumo cuidado veo el texto de un manuscrito. La tinta, metálica, se ha adherido a las caras contiguas. Su letra minuciosa parece inteligible. Al final hay una firma. Dispuesto a leerlo, noto como si alguien respirara junto a mi oído; me aparto en un acto reflejo, y leo:
      “Hoy siento la necesidad de cambiar de aires, de alejarme de este lugar en donde he perdido la cuenta del tiempo que llevo, y no es por la gente, aquí nadie se preocupa de nadie, ni por el clima, que apenas varía, lo mismo me da el frío que el calor, la verdad que, dándome todo igual, no sé por qué planeo irme a otra parte, ni aquí ni allí tengo actividades u obligaciones que respetar, además este lugar es como cualquier otro, sé que no me voy a molestar en aclimatarme a cualquier ambiente, solo ese resquemor de no saber qué hacer, pero tampoco voy a enterarme de lo que haré a donde vaya, además de que ni he pensado cómo ir, ni qué encontraré, en un mar de dudas me veo, en él me ahogo cuando hago proyectos imposibles como se me figura este, ya nadie se acordará de mí, eso si vuelvo al lugar de donde vine, porque si voy a otro, ahí sí que me voy a ver en un extravío, que tampoco me preocupa, porque aquí tampoco me entero de nada, la verdad, no sé por qué me hago tantas preguntas si ya barruntaba que esto iba a ser así, no sé por qué me preocupo, me estoy repitiendo, al final me pasa, empiezo a darle vueltas a un asunto, y no llego a ninguna parte, como los paseos en la plaza, tengo que romper esta inercia, tomármelo en serio, aclarar lo que realmente quiero, y, una vez decidido, avanzar en esa dirección, si no, no voy a moverme de aquí, mira, qué bien huele, deben ser flores nuevas de la nueva, tengo que conocerla, vaya fiesta le organizaron ayer, cuánto me habría gustado estar, pero las fiestas son privadas, y estar es un privilegio imposible, ya he cambiado de tema, voy a centrarme en el aroma de las flores, creo que se me ha caído otro brazo, ya apenas me quedan huesos en su sitio…”
      Quedan varias líneas y una firma, pero el papel no aguanta: las grietas crecen, el papel se desmigaja, cae como talco y desaparece en la arena. No me sorprendo cuando, junto a mi oído, siento como… un sollozo.
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