martes, 9 de abril de 2019
OZYMANDIAS
Montañas lejanas
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La Historia la hacen los audaces, la interpretan los vencedores, la sufren los vencidos y viven de ella un montón de culos planos y calientes.
De “no pasa nada si a mí no me pasa nada”
Luis Felipe Comendador
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(…)
CALICLES. –Ciertamente.
SÓCRATES. –Continuemos; si se quita de toda clase de poesía la melodía, el ritmo y la medida, ¿no quedan solamente palabras?
CALICLES. –Forzosamente.
SÓCRATES. –¿Y no se pronuncian estas palabras ante una gran multitud, ante el pueblo?
CALICLES. –Sí.
SÓCRATES. –Luego la actividad poética es, en cierto modo, una forma de oratoria popular.
CALICLES. –Así parece.
SÓCRATES. –Por consiguiente, será oratoria popular de tipo retórico, ¿o no crees qué se comportan como oradores los poetas en el teatro?
CALICLES. –Sí, lo creo.
SÓCRATES. –Pues ahora hemos encontrado una forma de retórica que se dirige a una multitud compuesta de niños, de mujeres, de hombres libres y de esclavos, retórica que no nos agrada mucho porque decimos que es adulación.
(…)
De Gorgias
“Diálogos de Platón”
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OZYMANDIAS
I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.
And on the pedestal these words appear:
“My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!”
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away
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(Poesía -en verso- es un lenguaje especial, que consta de forma y fondo. En la traducción se pierde la forma, y puede difuminarse el fondo. Si le quitamos la forma, solo quedan palabras.)
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“MI NOMBRE ES OZYMANDIAS, REY DE REYES”
yo conocí a un viajero de una tierra remota
que halló dos pétreas piernas en medio del desierto,
enormes, sin su tronco; y entre la arena, rota,
al lado, su cabeza mostrando un rostro yerto.
su artífice talló su ceño, y en su boca
facciones de desdén, de furia y de desprecio,
las cuales sobreviven grabadas en la roca
con la fidelidad del molde y del maestro.
un pedestal halló, y en él ésta leyenda:
“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: temblad
ante mi poderío.” Pero dispersas quedan
las ruinas colosales de un pasado fugaz,
desnudas, infinitas bajo la ardiente arena,
que al transcurrir del tiempo desaparecerán.
Soneto del Poeta Inglés Percy Bysshe Shelley (1792-1822)
Versión/traducción libre de Lanreb
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ESENCIA DE MUCHACHA
Por la esquina del tajo en una casa
—martillazos y sierras y pilares—
revolotea
—hojas secas de aquel castaño viejo,
papeles de desidia
y mil pulverulencias cenagosas—
una falda ceñida a una muchacha.
Apacigua su vuelo con su mano.
Camina presurosa,
el recelo prendido de su cara.
Su cabello retoza con el viento,
y por momentos,
con la otra, rebelde, los separa.
Un albañil encofra en las alturas
—sube un serón repleto de argamasa—
y la distancia mide,
y le alegra la risa de sus manos
despabilándose las telarañas…
Pasa la moza frente a los montones
de ladrillos y sacos y esperanzas,
y su aroma se mete,
entrelazado en ráfagas traviesas,
por los huecos desnudos de la casa.
En los cimientos se aposenta
su esencia de muchacha,
y asciende por la soga
en el mismo serón de la argamasa;
y en el peón despierta,
y al maestro contagia,
entusiasmos, anhelos, soledades
que dan lugar a cientos de piropos
y silbidos soeces de alabanza.
Luce grana la piel de su mejilla
—el hoyuelo de fruta se afianza—
encendida de versos encofrados
y música estridente
caídos de lo alto en desbandada.
Le vence la premura
y en la acera se pierde caminando
por la blusa y la falda modelada
en ondas de bandera
mientras el viento
desdibuja la huella de su paso
trazado en el polvillo
de mil restos de yeso y de argamasa.
Envuelta en los requiebros
de la casa metida en bastidores
—inhóspita, mas viva en ese instante
por la esencia sutil de la muchacha
y el requiebro de los encofradores—
su silueta se pierde en otra esquina
ocultándola al tajo de la casa.
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A UN NIÑO DE DIEZ AÑOS ASUSTADO
(20 de marzo de 2019)
No sé si tenía diez u once años; pero no más. No sé si pasaron un par de días o una semana entre una cosa y la otra; pero no más. Descubrir la masturbación y mi atracción por los hombres fue como el curso de un río, que va de un punto a otro de manera natural y sosegada. Y sin marcha atrás.
Por supuesto que entonces no pensaba en cómo sería mi vida en el futuro a partir de aquello. No fue traumático, ni me generó zozobra. Pasó y punto. Y me ayudó a entender algunas reacciones físicas que llevaba teniendo desde hacía un tiempo.
Recuerdo ver una película en que en un college inglés castigaban a dos niños y les azotaban en las nalgas desnudas delante de todos sus compañeros. Ver esas nalgas me produjo una reacción de miedo y satisfacción a la vez; recuerdo los cabellos erizados, el estómago encogido y mi excitación. Y una cierta vergüenza que entonces no entendía.
Descubrí el placer que uno puede darse a sí mismo con una maniobra tan sencilla. Y que en ese proceso lo que me venía a la cabeza eran imágenes de chicos. No sabía qué nombre tenía aquello. Pero intuí que era mejor mantenerlo para mí mismo. Y más o menos así viví los siguientes ocho o nueve años de mi vida: el final de mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud. Pienso en las cosas que a la gente nos pasan en esos años. Y todas las vives solo; o incluso no las vives.
Mi relación con la sexualidad fue durante mucho tiempo poco más que una relación íntima con mi placer. Con las imágenes mentales de compañeros, de actores, de fotos de futbolistas recortadas de los periódicos. No puedo decir que ni en la España o la Alcalá de aquella época hubiera un lenguaje perverso hacia lo que yo era. Por supuesto que escuchabas expresiones. Pero sobre todo lo que había era un gran vacío. No tenía muy claro en mi soledad si habría muchos o pocos como yo. ¿Los había que lo vivían con normalidad? ¿Era eso posible? Porque a mí en ese momento no me lo parecía. Sí, probablemente yo no fuera el único. Pero, ¿gente normal, de barrios normales, de colegios normales? ¿Los habría en mi clase? ¿Tendrían mis padres amigos con hijos como yo? Esto último era algo que me preocupaba mucho; quizás porque pensaba que eso reduciría su sensación de derrota, de fracaso, si algún día se llegaban a enterar.
En aquellos finales de los 80 y principios de los 90 las referencias en cine, tele, periódicos, radio, eran esporádicas y no siempre muy constructivas; no digo que fueran malas, pero nunca tenía la sensación de que a mí me sirvieran de mucho. Recuerdo cuando era niño que El País regalaba por entregas El libro de la sexualidad de la doctora Ochoa. En la página final de cada entrega venía una especie de trivial sobre sexualidad; cada domingo, disimuladamente, buscaba con ansiedad que pusiera algo sobre gente como yo. Era de las pocas cosas de calidad que estaban al alcance de uno en esa época. E incluso aquello te ponía tan nervioso que, cuando llegó el capítulo sobre diversidad sexual, no fui capaz de leerlo por miedo.
Si el tema aparecía en una película o serie recuerdo la emoción, y el pavor que me producía. Te debatías entre las ganas inmensas de verlo y disfrutar, o huir. Estómago encogido, piel de gallina, miedo sin saber muy bien porqué. Y vergüenza; mirabas a la tele sin desviar la vista, para que no se cruzara con la de nadie de los que te rodeaban, porque pensabas que si alguien te miraba en ese momento a los ojos sería capaz de leer tu mente y adivinarlo.
Digo adivinarlo porque afortunadamente (y aunque ahora esto me avergüence, entonces me parecía una suerte) crecí como un chico recio y de voz sólida. Nada de pluma. Es verdad que odiaba el fútbol y los videojuegos; pero tampoco me dedicaba a jugar con muñecas.
Eran las cosas de equipo las que no me gustaban, y prefería la soledad. No es que viviera aislado y no tuviera amigos, pero pronto empecé a construir una peculiar relación con el mundo exterior. Sería fácil para mi atribuir todo esto a lo que la sociedad me hacía. Pero algunas de mis particularidades las atribuyo a mi personalidad; y no culpo a nadie por ello.
La etapa final de la infancia fue fácil, porque me di cuenta de que yo tenía una sexualidad precoz pero muchos de mis compañeros ni siquiera habían desarrollado la suya. La primera adolescencia tampoco resultó especialmente complicada. Tus amigos, compañeros y compañeras empezaban a vivir y expresar su sexualidad, pero ahora era a ti al que le convenía hacerse el tonto, como si no estuvieras todavía en eso.
Pero el tiempo pasa, y la sexualidad ya no es algo que puedas vivir exclusivamente en el placer contigo mismo. Empieza a ser algo social. Y empieza a ser un nudo en el estómago cada vez con más frecuencia. Ahora sí, empiezas a pensar en eso que con diez u once años ni te planteaste: ¿qué vas a hacer con todo este mogollón?
A mí, vivir como algo natural ante los demás que me gustaban los chicos me parecía fuera de mi alcance. Quizás otros pudieran hacerlo, pero yo, en una ciudad del cinturón industrial de Madrid, no. Así que empecé a pensar en que una cosa iba a ser cómo lo viviría hacia dentro y otra cómo viviría en sociedad.
Con 14 años me parecía lo más normal pensar que algún día, por un proceso que yo desconocía –pero que por lo que veía en los demás se acababa produciendo con la misma naturalidad con que actúa la fuerza de la gravedad–, yo estaría con una chica. Y sería como el resto de mis amigos. Sólo tendría que tener un poco de paciencia y disimular hasta que llegara ese día.
Eso suponía utilizar a otra persona para construir tu imagen ante los demás; pero entonces yo no me paraba a pensarlo. La verdad es que soy condescendiente conmigo mismo porque creo que con lo que suponía para un chavalillo que todo esto recayera sobre sus hombros –todos esos miedos, todas esas dudas, toda esa ansiedad, toda esa responsabilidad– es normal un egoísmo autoprotector.
Supongo que para quienes nunca han pasado por algo así, es difícil entender la cantidad de planos en que tu cabeza tiene que trabajar: no sólo tienes las grandes cuestiones sobre tu vida y tu futuro; tienes que estar alerta a cada minuto. Que no te traicione una mirada inapropiada demasiado larga a un compañero. Que no te traicione decir una frase demasiado ambigua o sincera. Que no te traicione esa foto que has recortado de una revista o un periódico y que guardas en tu cajón. Sólo esto último merece todo un libro: las cosas que haces para esconder ese articulito que has leído en el periódico y que para ti es un tesoro de emociones y de información sobre lo que eres. Y esconder esa foto del futbolista, ese anuncio que has recortado de la revista del domingo porque aparece un modelo atractivo.
Una tarde, un amigo vino a casa a hacer un trabajo del colegio. Se puso a curiosear entre mis cosas y abrió una cajita en la que tenía guardados mil abalorios. Entre ellos había una foto pequeñita de Rick Astley que había recortado de una revista, con su cara de adolescente rebelde. No sé por qué le llamó la atención justo la foto –con el tiempo he entendido que probablemente le llamó la atención por el mismo motivo que a mí–. Cuando la cogió me entró terror. No era un nudo en la garganta ¡era una emergencia total, al nivel del escape nuclear en Chernóbil! ¡Mi amigo con la foto de Rick Astley en sus manos y preguntándome por qué tenía aquello guardado!
Ahora me río; y a quien lea esto le parecerá una trivialidad. Pero qué injusto que toda la protección de un adolescente aterrorizado dependa de su capacidad para gestionar su vida de esa manera. En la absoluta soledad, sin nadie que le dé apoyo, cariño, consuelo o guía. Viendo mi vida ahora me parece increíble que pasara por todo eso y triunfara; es como si en realidad estuviera recordando la vida de otra persona mucho más fuerte y valiente que yo. Y joder, sólo me consuela –quizás equivocadamente– pensar que ningún chico o chica en este país tenga que vivirlo así hoy en día.
Mientras escribo todo esto suena en mi cabeza una banda sonora de otra época. Me siento como en esas películas y series que recrean los 80, una mezcla entre Los Goonies y Spielberg. Internet no existía y acceder a todo el universo de información que eso supone –y además en la intimidad de la habitación de un adolescente– era impensable.
Los políticos (en masculino además) no te dedicaban palabras salvajes en aquella España que ya tenía color; pero tampoco esperabas de tu presidente del Gobierno que dijera que se sentía orgulloso de ti. El Orgullo Gay era una fotonoticia en el periódico del día siguiente, en que te enseñaban a un pequeño grupo de activistas estrambóticos manifestándose y hablando del SIDA. ¡El SIDA! Por si no tuvieras suficiente con tenerte miedo a ti mismo, tenías que tener miedo a una enfermedad que entonces parecía terrible –en realidad es que no era una enfermedad, era la muerte–.
Mi adolescencia seguía avanzando a toda velocidad hacia el epicentro de todos los problemas en que puedes pensar a esa edad: sexo, sexo... sexo. Todo lo que te rodea parece ser un cóctel de hormonas. Tus amigos ya no salen en pandilla, empiezan a mezclarse con chicas, a tontear. A ir de botellón o de bares. La vida social se complica y tú empiezas a estar muy asustado y desbordado.
Yo era un adolescente gordo. No me considero un chico feo, pero la verdad es que la obesidad es ese gran tabú social que te hace invisible ante las hormonas de los demás. Y sin embargo a mí aquello me pareció una bendición que todavía hoy agradezco. Nadie parecía verme a mi alrededor como digno de ser considerado atractivo. Y eso supone que te dejen en paz, que es lo que tu más quieres en esos momentos. No tienes que justificarte sobre por qué no te interesa tal o cuál compañera que “está por ti”, porque nadie está por ti.
La literatura y los estudios fueron cada vez más un refugio seguro. No era un ser raro y asocial, y probablemente mi entorno me veía como un adolescente sólo interesado en leer cosas de Historia, en visitar castillos y museos, y sacar buenas notas para llegar a algo en la vida. Que además era simpático y se preocupaba por los pobres del tercer mundo, y que de vez en cuando la liaba con la dirección del centro porque le daba por emprender una recogida de firmas contra algo o alguien.
Esa combinación de indiferencia de los demás hacia mí, como objeto de atracción física, y de que pensaran que el sexo me debía resultar algo poco interesante entre tanta literatura y tanta causa justa me salvó la vida. Al menos lo que cuando eres adolescente piensas que es la vida.
Creo que pasado el periodo más estúpido de esa edad, mis compañeros y compañeras sentían por mi cariño y respeto. Nunca fui acosado, porque además seguía teniendo un físico y una voz contundentes. Había un chico en otro curso que me parecía increíblemente atractivo –rubio, con un rostro dulce, que vestía con tanta personalidad que parecía que se ponía al mundo por montera–; pero que difícilmente podía disimular su amaneramiento. No es que mi instituto fuera especialmente cruel, pero el chico sufrió por aquello. Era objeto de burlas, de chistes, de comentarios y probablemente de alguna agresión. En cierto modo yo sentía admiración porque él fuera ante los demás lo que yo escondía; pero también sentía un miedo atroz a pasar por algo parecido.
Los padres de ese chico tenían un restaurante pequeñito en el que a veces iba a comer con mi familia. Como era fin de semana, él ayudaba. Recuerdo la emoción por lo mucho que me atraía, y cómo verle allí haciendo la coreografía con platos y bandejas me parecía lo más. Y recuerdo los chistes a media voz sobre él, porque perdía aceite o chorradas por el estilo.
En las pocas ocasiones en que alguien hizo una mínima insinuación no ya sobre mi sexualidad sino sobre lo macho que uno era, lo atajé sin miramientos. Siento una repulsión enorme hacia la violencia. Pero uno no se imagina la fuerza que es capaz de sacar cuando busca sobrevivir en esa selva. Recuerdo un día, en bachillerato, en que tres compañeros –que para mí reunían todo lo que odiaba de los demás adolescentes– empezaron a martirizarme disparando bolitas de papel. Nos habían dejado sin ningún profesor en el aula. Y recuerdo cómo en un momento dado no fue la rabia sino el sentido común el que me llevó a levantarme y poner fin a aquello, partiéndole una regla en la cabeza a uno de ellos. Me hice respetar. Problema solucionado.
Otras situaciones eran más difíciles de solventar. Mis amigos del pueblo son gente por la que a día de hoy sigo sintiendo una gratitud que no se imaginan, por la forma tan sana en que creo que vivieron su adolescencia –y con ello la mía también–. Un verano decidieron por mí que había una chica, de otro grupo próximo al nuestro, con la que yo tenía que intentar algo. Probablemente no sea una situación tan difícil de gestionar. Pero cuando ni tienes experiencia ni otro mecanismo más que cerrarte como un puto bicho bola, estas cosas se acaban convirtiendo en algo realmente horroroso para ti.
Una noche, conspiraron para que esa chica y yo nos quedáramos a solas, pero bajo su cercana vigilancia. Y ahí me veías, junto a una persona contra la que no tenía nada, pero con la que tampoco quería tener nada. Sin saber qué decir. Asustado y con unas ganas enormes de llorar y salir corriendo hasta donde los pulmones me dejaran. No creo que nadie de quienes vivieron aquel momento lo recuerde. No creo que yo lo olvide nunca y piense en él sin un cierto nudo en el estómago.
Pero, paradojas de la vida, en la medida en que mis compañeros y compañeras crecían y maduraban, nuestros vínculos se estrechaban. Y eso era un problema. Tus relaciones se hacen más humanas, más sinceras. Y no sólo tu necesidad de vivir tu propia sexualidad se hace increíblemente intensa, sino que los demás sienten hacia ti una mayor inclinación por conocerte. El bachillerato llega a su fin, y en un centro en el que estudiábamos un puñadito de personas, que habíamos crecido juntos desde la más tierna infancia, se produce un apego en ese momento de la vida que es hermoso. Gente con la que te has peleado durante años, estrecha sus lazos contigo.
Entonces yo era un estudiante modélico y no era raro que mis compañeros y compañeras pidieran mi ayuda. Empiezas a mirarles con respeto y cariño y con unas ganas enormes de poder ser tú de verdad con ellos; aunque sepas perfectamente que no puedes serlo. Quizás algunas personas en tu entorno han madurado lo suficiente como para no tener miedo a expresar sus opiniones de apoyo a gente como tú. Pero el vacío que se abre ante ti es enorme. El vacío literal por un tema del que no se habla o se habla poco; y el vacío simbólico del abismo que presientes.
Recuerdo un día volviendo a casa desde clase con un grupo de compañeros. El tema salió; como salía entonces; como una referencia fugaz. Y uno de mis amigos –no, uno de mis amigos, no... ¡el primer chico del que probablemente me enamoré en mi vida!– se atrevió a decir con total rotundidad que él no tendría ningún problema si alguno le dijera que le gustaban los tíos. Que no iba a dejar de ser su amigo. No sé si las cosas ahora siguen siendo así, pero puedo asegurar que era algo que uno escuchaba en muy contadas ocasiones en esa época. Lo terrible es que incluso en esos momentos de felicidad tienes que estar en guardia, porque no puedes mostrar más alegría de la debida al escucharlo. Es importante mostrar tanta indiferencia como puedas. Aunque para dentro tu estómago se encoge, tu boca se seca, la sangre se sube a tus mejillas y tú buscas como loco la manera de salir de esa situación, porque te sientes como un cervatillo en peligro.
Toda la supervivencia de aquellos años dependía de una poderosa coraza que construías sobre tu afectividad. Pero lo que tienen las corazas es que, para ser efectivas, son muy poco flexibles y acaban amarrando a quien las viste. Y eso es otra de las cosas que te pasan. Que aquello que es lo más importante de tu vida, es lo más ausente en tu relación con los demás. Yo podía abrazar cualquier causa que pensara que era justa. Menos esta. Hubiera ido a cualquier manifestación que me hubieran propuesto. Excepto a una por mis más íntimos derechos. Hubiera levantado la voz –y lo hice muchas veces– ante cualquier frase racista de mis compañeros. Pero jamás me hubiera atrevido a hacer ni la más leve defensa de quienes eran como yo. Porque el miedo puede con todo. Y miedo es lo único de lo que en ese momento estás sobrado.
Tenía una sed enorme por la vida, por viajar, por experimentar y conocer personas de todo tipo. Pero nada me aterraba más que pensar en conocer a alguien como yo. Un día, ya en COU, el año anterior a la universidad, los que estudiábamos literatura fuimos al teatro. Cuando estábamos entrando a la sala, justo delante de nosotros había un chico algo más mayor que yo y que a mí me pareció un ángel: alto, con un maravilloso pelo rizado y negro azabache. De repente uno de mis compañeros comentó por lo bajo que ese chico llevaba un pendiente no sé en cuál de las dos orejas y que eso significaba que era gay y era un lenguaje que los gais usaban entre ellos. Yo no sé si ese chico era gay o no, y si lo que dijo mi compañero tenía el más mínimo sentido. Pero aquello me abrió todo un mundo, porque de repente vi a alguien que podía ser como yo en mi misma ciudad y que se relacionaba con sus amigos con normalidad. No pude quitarme aquello de la cabeza durante toda la obra, y aún a día de hoy me viene el recuerdo del perfil con que grabé su rostro.
Uno de los motivos por los que ya entonces renuncié al alcohol era por el miedo a perder el control sobre mí mismo. Sabía que no me podía permitir el lujo de irme de la lengua o, peor aún, intentar algo con algún chico. Mi pequeño entorno de esa época me daba estabilidad, pero a cambio ofrecía pocos estímulos prometedores (con el tiempo he descubierto que estaba muy equivocado, pero eso es otra historia). Ni hubo héroes o heroínas en mi círculo social que dieran el paso que yo no me atreví a dar, ni nadie nunca se aproximó a mí con ninguna pretensión sexual ni nada por el estilo.
El tiempo pasaba y a tiro de piedra aparecía el final de esa etapa tan importante de la vida, llámalo adolescencia o llámalo bachillerato. Y cuando por fin acabé e hice el examen de acceso a la universidad, había conseguido superar esa dura prueba de supervivencia que había durado años. Pero a cambio, emocionalmente seguía casi en ese mismo punto que aquella noche de cuando tenía diez u once años en que había descubierto la masturbación: kilómetro cero.
Era experto en sobrevivir, pero me había perdido todas esas experiencias maravillosas de tontear, del primer amor, de compartir con tus amigos y amigas esa parte de ti. No sabes lo que es un beso o una caricia. Ni siquiera sabes cómo suena en tu voz decir palabras que todos los demás pronuncian con naturalidad: guapo, me gustas, te quiero, qué bueno está tal chico, cómo me pone no sé quién. Ni siquiera le has dicho nunca a otra persona lo que eres. La sexualidad para tus amigos consiste en enrollarse con alguien. Para ti es un tratado filosófico al que le llevas dando vueltas desde antes de que supieras lo que era la filosofía.
Con 18 años recién cumplidos tenía por delante la etapa de la universidad. Es un momento muy emocionante de la vida, lleno de sueños y en el que todo parece a tu alcance, todo parece posible en ese último verano antes de tu nueva vida. Pero tú tienes la misma pregunta que desde hace años: ¿qué vas a hacer con este mogollón?
Tus amigos han crecido, alguno es incluso gente madura y de mente abierta. El país ha cambiado y el vacío en este tema es un poco menos. Algunos partidos hablan abiertamente de derechos que te permitan vivir con normalidad lo que eres. E incluso con suerte has podido ver parejas de gente como tú en alguna visita a Madrid.
Y de repente tienes más miedo que nunca. Precisamente porque sabes que lo que hace no tanto era impensable es ahora posible. Que, de hecho, es lo único razonable. Que es lo que debes hacer si quieres vivir, lo que se dice vivir de verdad. Por eso tienes vértigo, porque sabes que es cuestión de tiempo que tengas que dar el salto al vacío.
Descubres que en esto no hay fuerza de la gravedad que valga, que tienes que dar los pasos porque nadie los va a dar por ti. Que simplemente por ir a la universidad las cosas no cambian si tú no das los pasos. Que en esa primera escapada fugaz que haces a Chueca descubres que nada va a pasar si tú no das el paso. Es aterrador, porque de repente descubres que eres libre. Y que ser libre consiste en tomar decisiones y dar pasos.
En esa ansiedad estuve meses. Y un buen día de mayo de 1997, cuando estaba acabando mi primer curso en la universidad, todo lo que había vivido desde que tenía diez u once años saltó por los aires. No sé qué lo provocó, pero la presión que sentía por dentro debía ser enorme para imponerse al miedo.
Era el último fin de semana antes de los exámenes finales. Era viernes por la noche, estaba con mis amigos en algún bar de Alcalá y vi que ya no podía aguantar seguir viviendo así. Me acuerdo como si fuera ayer de pasar por la plaza de Cervantes, volviendo yo ya sólo de madrugada a casa y pensar “mañana es el día”.
No dormí nada. Había quedado con el amigo que consideraba la persona más próxima a mí y que mejor me podría escuchar. Di muchas vueltas. Empezaba una frase y la dejaba a medias cambiando de tema, nervioso como nunca en mi vida. Recuerdo que caminábamos por un sendero junto al río y que era casi mediodía. Le mareé. Pero al final fui capaz y lo dije. Dije con 19 años lo que sabía sin duda alguna desde que era un niño, mucho, mucho tiempo atrás: soy gay; No sé cómo voy a hacerlo, pero quiero vivirlo y ser feliz. Y necesito que los demás me ayudéis.
Ojalá haya un día en que nadie tenga que pasar por algo así de artificial en que se agolpan miedo, nervios y emociones contenidas durante años. Pero para los que hemos tenido que hacerlo, sabemos que es uno de los momentos que marcan tu vida y que guardas para siempre, como otros guardan su boda. Es muy emocionante, con lo bueno y malo que supone. Rompes desde dentro esa coraza sólida y confortable que te ha protegido durante años. El sol llega a tu piel, pero te sientes tan vulnerable y desvalido como un pollito.
Ese día puse fin a años de disimulo y tramas y metí el acelerador. En unos meses mi vida cambió y de repente disfruté de la sinceridad que llevaba años negándome. Decidí aprovechar al máximo el tiempo perdido y compartir mi sexualidad, mis emociones, mis deseos. Y luchar como había luchado por tantas causas, pero esta vez por la más mía de todas.
No fueron meses fáciles; para ti no es fácil saber qué hacer y cómo hacerlo. Y para quienes te rodean no es fácil saber cómo ayudarte. No es fácil vivir sin el caparazón que te ha protegido tanto tiempo. Y porque la sexualidad humana nunca es fácil, sea cual sea, y menos si encima casi no tienes experiencia. Te ves con 20 años pasando por lo que el resto de la gente pasó con 15.
Echando la vista atrás te sorprendes por lo mal equipado que estabas para pasar por todo aquello. Es difícil pensar que todo ese miedo y esa falta de experiencias no dejen secuelas. Yo tengo una familia que me quiere y que llegado el momento me ha apoyado en todo. Pero he visto a muchas personas que no han tenido tanta suerte y sufrieron mucho más que yo en todo este camino.
Hace unos días leí el texto de un chico sirio contando cómo vivió él todo el proceso que yo describo aquí. Tiene más o menos mi misma edad. A lo mejor otras personas ven todo lo que separa nuestras experiencias. Pero a mí lo que me queda de su historia es todo lo que nos une. Es maravilloso descubrir todo lo que se comparte cuando te has sentido tan solo.
¿Por qué cuento todo esto ahora? La mayoría de quienes hicieron el bachillerato conmigo son personas decentes que seguro que sienten aprecio por mí. Con muchos he compartido momentos con el paso de los años; con algunos incluso sigo compartiendo amistad. Ninguno sería capaz de hacerme sufrir o excluirme de su vida por lo que soy y siento. Incluso aquellos tres chicos que me martirizaron tantos días han sido con el tiempo muy cariñosos conmigo. Sé que me aprecian y admiran mi trabajo. Es increíble ahora pensar en ellos como fuente de la más horrorosa ansiedad de un pobre chico. Y sin embargo fue así.
Nada de todo aquello puede cambiar. Pero a mí me da mucho optimismo que quienes crecieron conmigo hayan acabado estando de mi lado. Ojalá se lo pudiera contar a aquel chiquillo de 10 años. No puedo. Pero también ahora hay chicos y chicas asustados con 10 años a los que se lo podemos decir: no tengas miedo. No hay nada malo en lo que sientes. Todo va a salir bien. Sé feliz.
Álvaro Zamarreño
periodista en Cadena SER Radio.
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