viernes, 1 de febrero de 2008

Circo de pulgas

El circo de pulgas no pregona sus funciones ni anuncia su existencia en cartel alguno. Así que me cuesta encontrarlo: a la segunda lo tropiezo disfrazado en el número veintiuno, según se sube a Tirso desde Lavapiés. Donde me habían dicho, pero mimetizado. Las pulgas son gigantes muy discretos. La luz amarilla me acompaña con las risas de la gente que no teme. El suelo, recamado de pisadas, late en su babel de terciopelo y sabe de latines y de hogueras. Todavía se atisban rescoldos humeantes entreverados en el ADN de sus adoquines. En frente, habemus librería libertaria. Recupero el oremus. Esto promete. La puerta se me atranca y entro en ristra con una joven manada que ventea la magia y la anticipa, ese polvo de magnesia imprescindible que acredita mano firme en el trapecio siempre en vuelo del cerebro. La sala es un caótico local que cohabitan cables y abalorios, decorados jubilados, hileras de butacas de teatro desdentadas y otros muchos trampantojos veniales para el pecador que observe. En medio de todo, el hierro se yergue noble y repentino en dos pilares con pendientes de garrucha y la luz se encarama sin miedo en lo alto de su altura: “Pasen y vean” dice la chistera esgrimida por el bardo, y la contumaz partenaire bebe su risa y despliega su milagro, allí mismito, sin red y a pie de pista. Comienza el espectáculo. Y se argumenta y establecen bien las lindes: Se hará esto así y esto otro así no, y a partir de ahora el programa y su tramoya no se negocian. El circo es convención, circunloquio pactado que rebasa su círculo. Y el círculo que ahora nos ocupa es de tiza malabar y etnia caucasiana. El texto que escenifican es extraordinario: desbordado, febril, gritón, descarnado, bello…, en fin, poético. Rematan su número presentando a Julieta. Media reverencia y más aplausos. Se hace el silencio…
Se hace un silencio que es de todos. Y es de ella tanto que no acierta a comenzar. Y nos habla en su descargo del desgaste de la vida. Y se nos va desvaneciendo ante los ojos marchitada de palabras. ¡Cuánto ha sufrido silenciosa esta muchacha! Julieta ya sin fuerzas, sin dicha casi, aliquebrada por lo ajeno cuando duele. Y es que le duele siempre. Pero qué bella su queja cuando reverbera en la sala. Las paredes desconchadas acompañan. En su discurso desgrana el afecto y su tectónica, la infancia desvaída y ya casi olvidada, las ilusiones rotas, la soledad del amor extraviado, la sevicia de los que saquean la vida ajena y se enriquecen. Las bajantes dan fe de lo que escuchan con su sinfonía desaforada. La necesidad hace al órgano. Evacuar es humano. ¡Quién evacuara a esos parásitos nocivos para que su sol pudiera brillar! Pero es superior a ella. Sólo un destello feliz transita su voz cuando aparece el hermano y su hijo se hace carne de poema. Menos mal: Esta Julieta que se desmaya entre los versos, que desfallece destilada en un triste desamor, sabe lo que es la alegría…
Yo me deshilacho discretamente también. Me despido de la chistera y estrecho la mano del bardo. Corroboramos ambos que Julieta es “la alegría de la huerta”. Pero me llevo un paisaje imbricado de palabras en la retina de mi seso. Como escamas brillantes del pez oceánico y gigantesco que habita la magia de nuestro pecho y que navega en todos los poemas que en el mundo han sido, son y serán.

No hay comentarios: