Blanca luce la salida
de la ruta preparada;
muge la rueda lastrada
en el carril constreñida;
arde la piedra bruñida
al compás del traqueteo;
se mueven en el meneo
los pasajeros del tren,
y danzan con el vaivén
que produce el bamboleo.
Amarillo el sol derrama
en el crepúsculo viejo,
y despinta su reflejo
en el monte y en la grama;
el sol a la luna llama
al juego del escondite,
y ella contesta al envite
de naranja revestida,
que de plata no es venida
si del sol queda un ardite.
Gana la luna la noche
competida por el foco,
- de lúmenes más bien poco
por evitar un derroche -.
Luz derrama cada coche
alumbrando ventanilla,
fíjense qué maravilla:
entre la luna en el monte,
y el rosa del horizonte,
una luciérnaga brilla.
Un azul naranja y cobre
oscurece lontananza;
nubes ocultan bonanza
y cobra el aire salobre.
La poca luz que le sobre
al día que se marchita,
aquella estrella chiquita
ansiosa la robará:
corriendo la llevará
donde Zeus se lo permita.
Cantan las ruedas y gritan
rodando por los rieles,
con sonido de caireles,
sin guitarras que compitan
ni cigarras que repitan
el compás de sus canciones.
Dormitan los corazones
de los viajeros del tren,
porque sus ojos no ven
el riesgo de tropezones.
Una centella lejana
relampaguea a lo lejos.
La curva. Los aparejos
de la vía campechana
palpitan en la ventana
frente al rostro dibujado
de un niño malhumorado.
Y le asusta la centella.
Y sueña ser una estrella
del cristal al otro lado.
Camina valientemente
por el pasillo. Vacila
su paso de garabila;
tropieza, se da de frente
con la valija y la gente.
Quiere llegar el primero,
y se rebulle un viajero
por tamaño desatino:
cuando alcance su destino
verá que llega el postrero.
Viajan estrellas fugaces
en el borde del ensueño.
Ponen capital empeño.
Pero dibujan agraces
estelas en sus mensajes,
desvaídos de ternura,
en esta noche tan pura.
Cerrado está el horizonte;
y a lo lejos, tras el monte,
solo vislumbro espesura.
Dos horas, dos, y llegamos,
puntualicé a mi viajero,
evacuando al cenicero
la charleta que llevamos.
El andén abandonamos
de la estación de salida
dos horas ha, y la medida
del tiempo ya languidece.
Y el destino se recrece.
Y mengua la despedida.
Notas tomo en el pupitre.
Levanto la vista, y miro.
Y se me clavan, cual tiro,
ojos de toro o de buitre:
sangre, romero, salitre,
naranja, fuego y engaño.
Froto el cristal con un paño,
y nace la maravilla
de la ciudad de Sevilla.
Es el último peldaño.
pbernal
de tren de otoño
martes, 7 de octubre de 2008
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